Vigencia de la grieta

Por Ulises Bosia Zetina
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La persistencia de la polarización desafía todos los pronósticos y deja en evidencia la vitalidad de las dos grandes identidades políticas que se disputan el rumbo del país desde hace una década. ¿Qué pasó durante el macrismo con ellas? ¿Se puede construir una hegemonía duradera en medio de la polarización?

Tal como sugiere la tesis relacional sobre la que Alejandro Grimson insiste en su reciente ¿Qué es el peronismo?, “no existe el peronismo tal como lo conocemos sin el antiperonismo”. Esto supone que las identidades políticas no se configuran ni se despliegan en el vacío, indiferentes unas con otras, sino en el campo de relaciones realmente existente, siempre en tensión entre sí, contaminándose y mestizándose de forma cambiante y dinámica, resignificándose una a partir de la otra, disputando significantes en una pugna por avanzar sobre el sentido común de la sociedad. Del mismo modo, lo que hoy conocemos como identidad “kirchnerista” es inseparable del “antikirchnerismo”.

Hay quienes ven en ello una limitación, una fragilidad, o un juego perverso, y añoran un mundo -¿perdido?, ¿ficcional?, ¿deseado?- en el que las identidades políticas se definen en función de sí mismas, de forma autosuficiente, por la positiva, sin adversarios: la utopía antipolítica de la unidad nacional y los consensos de largo plazo. Pero no reparan en que ser parte del juego de relaciones existente, de los antagonismos más hondos y de las pasiones más sentidas, es un signo de vitalidad que emparenta a las identidades políticas con la energía de la sociedad, de la que forman parte y sobre la cual al mismo tiempo operan, mientras que detrás de aquellas identidades que se piensan a sí mismas como mónadas indiferentes puede escucharse sin demasiado esfuerzo el tic-tac de los mecanismos de relojería propios de cualquier artificio inanimado.

Aun puede decirse algo más. Frente a los discursos que responsabilizan a los populismos de “agrietar” a la sociedad, ¿qué nos muestra una reconstrucción histórica? La identidad kirchnerista –como también sucedió en el 45 con la identidad peronista- irrumpió y se configuró como una reacción ante la ofensiva de sectores acomodados que veían amenazados sus privilegios. El kirchnerismo solo empezó a convertirse en una identidad conformada por millones de personas como resultado del proceso que se inició con la sublevación de la Mesa de Enlace contra la aplicación de retenciones móviles en 2008. ¿Cuántas personas se identificaron desde sus entrañas con el kirchnerismo más por la oposición que tuvo enfrente que por los logros de sus gobiernos, incluso cuando valoraran sinceramente estos últimos?

Kirchnerismo: de la celebración a la resistencia

En el caso de la identidad nacional-popular, el encuentro entre su base social, especialmente juvenil, que se sintió convocada a movilizarse a partir de aquellas conflagraciones sociales, y el kirchnerismo como espacio político de gobierno, fue inmediato y dominante, aunque lógicamente el peronismo como identidad, y la propia reivindicación de lo nacional-popular, fueron y siguen siendo formas identitarias más amplias que la identidad kirchnerista. Para el grueso de quienes se identifican en este polo de la grieta, desde un principio se trató esencialmente de movilizarse para defender al gobierno de aquel entonces.

Sin embargo, no era para nada obvio que una vez fuera del gobierno, esa identificación perdurara o incluso se amplificara. Si regresamos mentalmente a diciembre de 2015, podríamos hacer el ejercicio de imaginar futuros posibles: el kirchnerismo podría haberle dado la razón a la tesis más superficial de que era simplemente una banda amalgamada por su común pertenencia al gobierno y desarmarse fuera de Balcarce 50; podría haber aceptado que simplemente era una corriente interna del justicialismo y reciclarse con docilidad a los mandatos de la corporación política detrás de un liderazgo renovador dentro del peronismo; podría haberse asumido como “el frepasito tardío” al que invocaba en las noches televisivas Jorge Asís y cerrarse sobre sí mismo en una actitud progre-sectaria más troska que peronista. Pero ninguna de esas tres cosas sucedieron.

Durante los tres largos años de la gestión macrista Cristina consiguió revalidar su identificación con una base social que seguía movilizada, pero ya no en actitud celebratoria, sino ahora en abierta resistencia al rumbo por el que camina el país. Incluso se ganó la capacidad de expresar políticamente a muchos sectores que se habían distanciado de su gobierno o que nunca lo habían apoyado, y se animó a dejarse transformar por la marea feminista que atraviesa nuestro país, asumiendo las contradicciones del caso. Con esa fórmula Unidad Ciudadana se convirtió en la principal representación política de la resistencia al macrismo, y llamativamente, Cristina pasó de ser la portadora de una mancha de origen a la que nadie se quería acercar por temor a contaminarse, a ser hoy la principal articuladora política del campo opositor, la única que no pone límites para la unidad, como corresponde a quien precisa ubicarse como jefa del campo nacional. La política popular no se puede reducir nunca a una rosca de palacio, ni tampoco a la mera relación con los poderes fácticos, sino que se resuelve en el diálogo político con las masas.

Macrismo: el camino hacia la representación política

En el caso de la identidad liberal, en cambio, el proceso de encuentro entre una base social antipopulista crecientemente movilizada y su representación política fue mucho más sinuoso. Quizás podría decirse, con un sano bilardismo, que fue saldado recién en 2015, cuando el macrismo consiguió ganar las elecciones nacionales. Sin embargo, ese resultado no surgió de la nada sino que fue el fruto de una larga estrategia de acumulación, en la que el PRO se ubicó sistemáticamente como la contracara del kirchnerismo, oponiéndose a todas sus iniciativas, aunque quedara en una solitaria minoría, a diferencia de la orientación que tomaron otras fuerzas políticas que en aquellos años conformaban la oposición. Ya que estamos, esto demuestra que es un mito que el PRO siempre hace lo que le indican las encuestas que la gente quiere escuchar. El partido de Macri trabajó durante años tras una estrategia, tratando de representar políticamente a quienes estaban preocupados, antes que nada, por sacar del gobierno al kirchnerismo. En el momento en que Cambiemos se convirtió en el instrumento para que su deseo se hiciera realidad se soldó un vínculo de identificación y reconocimiento muy profundo. Naturalmente también el campo del antikirchnerismo es más amplio que el del macrismo. Pero de la misma manera que en el caso anterior, el liberalismo cambiemita se convirtió en la identidad política ampliamente dominante en este polo.

Una vez desde el gobierno, la identificación entre el macrismo y su base social está sujeta a nuevos desafíos, que se entrelazan con objetivos cotidianos de su gestión, en gran parte envueltos en duras frustraciones. Pero los fracasos económicos generan des-identificación principalmente entre sus votantes menos firmes. A la vez existen elementos puntuales que generan distancia en porciones de su electorado: por ejemplo la decisión de haber habilitado el debate legislativo sobre el derecho al aborto es visto, por sectores minoritarios pero influyentes, como una concesión inaceptable al progresismo. Pero la evolución de la situación política muestra que la cuestión decisiva, extra económica, de la que depende el fracaso o el éxito final de su gestión para el conjunto de su base social tiene que ver con su mayor promesa: consolidar el “cambio”, es decir eliminar cualquier posibilidad de regreso al gobierno del populismo. Si estos sectores advierten una responsabilidad política en una eventual derrota en este terreno, significaría un fracaso contundente, con el consiguiente riesgo de abrir un proceso de des-identificación, una auténtica desilusión masiva. A diferencia del kirchnerismo, hasta ahora Cambiemos nunca pasó por la prueba de la derrota.

Sin embargo, en aras de no subestimar, es imprescindible resaltar que desde un comienzo Cambiemos cuenta con el «Plan V» como reserva estratégica, ante el caso de que la autoridad política de Macri sea fagocitada por la crisis económica. ¿Hasta qué punto María Eugenia Vidal puede despegarse de Macri? Es una de las incógnitas abiertas en la situación actual, sumamente dinámica. Pero lo esencial a retener en el contexto de este artículo es que el liberalismo cambiemita no se agota en el presidente, sino que puede adquirir nuevos rostros de acuerdo al devenir de la realidad nacional, y que esos nuevos rostros no necesariamente provendrán desde otra fuerza política, sino que están disponibles en potencia al interior de la propia alianza neoliberal.

¿Fin de la grieta?

Así vistas las cosas, el 2019 argentino mantiene una continuidad estructural con el año 2015, mientras que la tesis del fin de la grieta –por implosión de uno de los dos polos- parece más bien lejana, lo que conduce al corolario de que tampoco encuentra espacio suficiente una tercera vía. Aun imaginando que una parte significativa de la UCR abandonara el gobierno, difícilmente modificaría este cuadro de cara a la elección nacional, aunque sí mejoraría las chances de la expresión nacional-popular. Pese a esta situación, múltiples ambientes intelectuales y periodísticos parecen haberse dejado llevar por una suerte de “consenso anti-grieta”, como lo llama Martín Cortés, que conduce en las versiones más audaces a un respaldo explícito a Lavagna, como queda claro en los casos de Pablo Semán y José Natanson. Este resultado, por un lado llamativo, por otro lado un tanto desesperado, lleva a preguntarse qué está operando en estos ambientes intelectuales, para conducir a referentes del pensamiento popular o progresista a un respaldo abierto al candidato impulsado por los grupos económicos, la fracción de la oligarquía argentina que fue hegemónica en el último cuarto del siglo XX, los 25 años que probablemente hayan sido los más autodestructivos de la historia nacional.

En síntesis, afrontamos un 2019 en el que continúa plenamente vigente una dinámica de polarización a nivel nacional que, a nuestro entender, no es un show mediático ni un cálculo de marketing electoral, sino la forma en la que el sistema político representa las dos grandes identidades políticas que (re)emergieron en el siglo XXI: el nacionalismo popular kirchnerista y el liberalismo antikirchnerista de Cambiemos. Este antagonismo ordena la configuración de los campos políticos y es vano buscar sustraerse a él. Pero sí es posible -y también imprescindible- dar una pelea sobre cómo administrar este antagonismo desde el campo nacional y popular para afrontar el nuevo contexto político, no repetir errores pasados, ganar en efectividad en las transformaciones y aumentar en capacidad hegemónica.

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Etiquetas: Argentina, Populismos
Ulises Bosia Zetina

Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente, integrante del Instituto Democracia / Fundación Igualdad.