Debates

Kirchnerismo: la racionalidad de la locura

Por Ulises Bosia Zetina
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Un contrapunto con el historiador económico Pablo Gerchunoff. Un rescate de la racionalidad transformadora del kirchnerismo.

Basta con seguir en Twitter a Pablo Gerchunoff para advertir la particularidad de su voz, una rara avis en la fauna político-intelectual argentina. Autopercibido como un “liberal de izquierda”, esa definición lo ubica irremediablemente en “la grieta”, pero al mismo tiempo le permite sostener una voz abierta a la conversación racional entre campos enfrentados. Se agradece. Hace pocos días publicó un ensayo en La Nación que generó cierto revuelo. Se titula: “Veinte años de kirchnerismo, la razón y la locura”. No es la primera vez que el autor despliega su interpretación del kirchnerismo, ni tampoco es una interpretación inédita del fenómeno nacional-popular, pero a lo mejor por la síntesis lograda y el momento en que se publica su impacto fue más alto. Vale la pena aprovechar la oportunidad para entrar en el contenido de su planteo.

Antes que nada resalta un mérito, que le valió un rechazo airado de la parte más gurka de su propia tribuna. Gerchunoff se permite atribuirle una cierta racionalidad al kirchnerismo y, especialmente, a uno de sus rasgos más detestados por el gorilismo: “el incremento del gasto público al que hemos asistido durante los últimos quince años tuvo una lógica, una razón fundante”. Horror. El peronismo del siglo XXI, que consiguió gobernar por tres mandatos democráticos consecutivos y lograr marcas destacadas prácticamente en cuanto indicador se quiera, no habría sido una banda de criminales ambiciosos que organizaron una asociación ilícita en el gobierno para “robarse todo”. Blasfemia.

Continúa Gerchunoff. El kirchnerismo fue “un intento de la política por cerrar la brecha de la fragmentación social”. Un movimiento político que, luego de gobernar cuatro años con “tasas chinas” llegó a la conclusión de que “el crecimiento económico no alcanzaba para incluir a los que habían quedado a la intemperie después de 1974”. O, en otros términos, un conjunto de dirigentes políticos al que, luego de advertir en 2007 los números de informalidad laboral, porcentaje de pobreza y cobertura previsional, entre otros, “el “desarrollismo popular” de 2003 a 2007, el go and go sin pausa, se les apareció insuficiente como estrategia inclusiva”.

El peronismo kirchnerista mostraba así su espíritu de rebeldía hacia el presente, de no aceptación del presunto destino al que la Argentina había sido conducida: la pérdida del horizonte igualitario que había sustentado la grandeza del país hasta la revancha clasista iniciada en 1976. No se trataba simplemente de administrar los dolores del nuevo país dual emergente del largo ciclo de políticas neoliberales, sino de encontrar las claves para desmontar paso a paso las causas de la fragmentación social. Como un corolario lateral interesante, este autor difiere así con las interpretaciones nestoristas, construidas al interior del propio peronismo para esmerilar a Cristina, salvo que se quiera decir que el propio Néstor se traicionó a sí mismo a partir de 2007, o que ella se lo llevó puesto… 

En esa disyuntiva es cuando Gerchunoff data el tránsito de la razón a la locura. Allí se reconcilia con una vertiente particular de críticas históricas al peronismo, a la que supo -y sabe- aportar lo suyo: la de la “oportunidad perdida”, la de “la fiesta que alguien debe pagar”, la de las “buenas intenciones pervertidas por la demagogia”, la del “ingenuo voluntarismo militante”.

Es cierto que esta forma tradicional de cuestionamiento a las gestiones nacional-populares, apunta a convencer al otro y no a negar su legitimidad. No es poco en tiempos de crisis de los pactos democráticos. Le otorga una raigambre democrática al principal movimiento popular y acepta el ágora como arena de confrontación de puntos de vista. Reiterémoslo con mayor claridad: ese mérito se valoriza toda vez que es minoritario en su campo político.

Tal como recuerda con amargura Juan Manuel Abal Medina en “Conocer a Perón”, el interesante libro de memorias que publicó el año pasado, a pesar de su convocatoria a la unidad nacional y de los abrazos con Balbín, el general Perón nunca pudo escuchar un pedido de disculpas por los bombardeos a la Plaza de Mayo, por los fusilamientos, por la profanación del cadáver de Eva. Ese gesto pervive. La autocrítica rige solo para quienes se animan a cuestionar la desigualdad establecida. 

Sin embargo, la idea de que en determinado momento la razón kirchnerista “se volvió loca” es una lamentable concesión –inútil, de acuerdo a los resultados obtenidos- a su propia tribuna política, que saca el debate de la arena de la deliberación argumentativa y lo conduce al terreno psiquiátrico.

¿Sinrazón?

En última instancia, la discusión que plantea Gerchunoff radica en si los cambios producidos por las políticas neoliberales eran irreversibles o no. En términos más concretos, resalta que con la estructura productiva de la Argentina de 2007 no volverían los salarios reales, los índices de pobreza, de formalidad laboral o de cobertura previsional que existían en 1974. El diagnóstico era plenamente compartible, ¿pero qué hacer entonces?

El kirchnerismo optó por apelar al Estado para suplir las deficiencias existentes: sancionó moratorias previsionales para incluir a millones de personas en el sistema previsional, decretó la AUH para incorporar a millones de niños y niñas al régimen de asignaciones familiares, mantuvo bajas las tarifas de servicios públicos como forma de compensar en salario indirecto los bajos ingresos. Y muchas medidas más de carácter similar. De ahí su “pecado”.

Gerchunoff le atribuye a esa decisión, a esa orientación general de la política económica, gran parte de los problemas que llegaron más tarde, e incluso parte de los que vivimos hoy. Llama la atención la relativización de la crisis financiera de 2008, de la disminución subsiguiente del comercio internacional y del bloqueo “buitre” del poder judicial norteamericano al regreso al crédito externo, en sus explicaciones siempre obsesionadas por la política fiscal.

Pero sobre todo es notable la ausencia total de una mirada sobre la dinámica política en el país que desató la orientación tomada por el gobierno argentino. No tanto a nivel del sistema político, sino centralmente en el vínculo con el poder económico concentrado. Como rasgo sintomático: se habla de la disminución de reservas y del cepo cambiario, pero en ningún momento se nombra a la fuga de capitales.

Precisamente allí es donde se pone en evidencia con mayor claridad el cambio que se produjo en esos años. Para la conducción de la élite económica, eso que Gerchunoff llama “desarrollismo popular” era un plan sumamente conveniente, a tal punto que había dado lugar a un sostén decidido del gobierno de Néstor. A medida que, en cambio, se fue insistiendo en el ataque a la desigualdad económica, la cosa cambió.

El conflicto agrario desatado por la famosa Resolución 125 fue la oportunidad que aprovecharon estos sectores para iniciar una ofensiva de disciplinamiento ante la orientación gubernamental. A su vez, la tenacidad de Néstor y Cristina en sostener los objetivos políticos de su proyecto ante las fuertes presiones recibidas dio lugar a la amplificación del conflicto. De ahí que se pueda pensar que ese momento divide un “primer kirchnerismo” de un “segundo kirchnerismo”. El resto es historia conocida.

Ahora bien, si se trata de analizar la “racionalidad” de las decisiones tomadas, saltan a la vista algunas consideraciones. Las más obvias, las de índole democrática. La sociedad argentina provenía de un ciclo de altísima intensidad en la movilización popular y en las demandas de reparación ante la exclusión social. Lo notable del kirchnerismo en el contexto de los gobiernos democráticos argentinos post 83, en todo caso, fue optar por escuchar esos reclamos. Por otro lado, la orientación tomada entronca directamente con la esencia nacional-popular del peronismo en la que se formaron Néstor y Cristina Kirchner en los años setenta, que había sido traicionada en los noventa. No tanto en los instrumentos y las modalidades, siempre cambiantes, sino sobre todo en aquello que caracteriza a un proyecto de país: sus principales objetivos, que pueden encontrar distintas vías para concretarse.

Dicho esto, ¿se trataba de una orientación que “forzaba” las posibilidades de la Argentina? ¿Era entonces una locura que solo traería aparejadas consecuencias negativas a mediano y largo plazo? Claro que tensionaba la situación existente. Las tendencias “naturales” de mercado, las ramas más dinámicas de la estructura económica argentina encabezadas por el complejo agroindustrial, con todo su valor, no conducen por sí mismas al país a un aumento sostenido del mercado interno, del empleo formal o del salario real. Mucho menos al desarrollo de otras ramas imprescindibles de la industria, de menor competitividad. Si se quiere ser consecuente con la construcción de un país con soberanía política, independencia económica, justicia social e integración continental, incluso redefiniendo lo que puede significar cada uno de esos conceptos en el mundo de hoy, indudablemente hay que “forzar” el rumbo de la Argentina desde el Estado.

Pero ese “forzamiento” es solo el punto de partida. Para ser sostenible en el tiempo, el proceso efectivamente requiere una serie de transformaciones subsiguientes, que por supuesto generan también resistencias. La rebeldía ante la fatalidad de una Argentina fragmentada y dual habilita una lógica de cambio, una racionalidad dinámica que no se permite el estancamiento. Eso fue precisamente lo que sucedió en aquellos “años interesantes”, los mejores que le tocó vivir a nuestra generación hasta ahora. La estatización de los fondos previsionales en manos de las AFJP, por caso, forma parte de esa racionalidad. La expropiación de la mayoría accionaria de YPF, también. Era preciso ir encontrando las vías para adecuar la estructura económica del país a los objetivos políticos de un proyecto que, lejos de ser la imposición de una minoría iluminada, había sido ampliamente plebiscitado en las urnas.

Ese proceso de transformaciones no solamente fue obstaculizado, sino que consiguió ser interrumpido. Lo que vino después, lejos de sostener un rumbo básico, un “patrón de acumulación” acordado, como reclama sistemáticamente Cristina, condujo vertiginosamente a una nueva versión del drama del endeudamiento externo y la fuga de capitales. ¿Puede juzgarse lo que había pasado hasta 2015 con los prismas de 2019? ¿Y con los de 2023? ¿Es justo decir que las semillas del desastre ya habían sido plantadas? ¿Resulta metodológicamente aceptable unificar “diez años de estancamiento económico”, como suele hacerse, sin reparar en el cambio de coordenadas económicas que se produjo a mitad de camino? ¿Realmente se puede afirmar que gobernado por Néstor, por Cristina o por Macri, el país estaba “en el mismo lodo”, como llega a concluir Gerchunoff?   

¿Por qué defender el pasado?

¿Contiene una cuota de locura ese planteo? Quizás en cierta forma la tenga, como todas aquellas visiones que no se resignan a aceptar las imposibilidades de cambiar nada. El kirchnerismo se animó a intentar transformar. ¿Lo hizo siempre bien? Eso ya es otra cosa. La recuperación de YPF, por caso, llama la atención por lo tardía, cuando la tendencia al déficit de la balanza energética era visible desde varios años antes y los costos que supuso el déficit en esa área fueron determinantes en tiempos de restricción externa. El monto y la disposición indiscriminada de los subsidios tarifarios también resultan poco entendibles y eficientes, así como sumamente costosos en términos fiscales.     

Sin embargo,haber sostenido esa lógica de transformación, enfrentando cada uno de los embates que se le pusieron delante, tiene un mérito histórico que no debe ser relativizado. Con más razón luego de la experiencia reciente del Frente de Todos, que demuestra por la negativa que sostener objetivos políticos nacional-populares sin dar pasos en modificar la estructura económica es inviable. El caso de la reciente moratoria previsional es muy claro en ese sentido. En la Argentina de 2023 no parece posible llevar adelante un plan de gobierno transformador solamente administrando lo existente, acordando con el poder económico y con el FMI cada una de las medidas a tomar.

La conversión de la racionalidad de transformación en una simple “locura” que debe ser estigmatizada y anatemizada, tanto desde las tribunas liberales como desde el interior del propio peronismo, forma parte del intento de disciplinamiento al que estamos sometidos. El pasado no ofrece recetas prefabricadas para el presente ni mucho menos para el futuro, pero sin la defensa de las etapas más luminosas del pasado no hay manera de imaginar futuros vivibles.

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Etiquetas: Argentina, Populismos
Ulises Bosia Zetina

Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.