El intento de magnicidio contra Cristina inscribió un nuevo capítulo en la escalada de violencia política. ¿Qué herramientas tienen los movimientos populares para frenar el espiral de odio?
La escena inicial del séptimo capítulo de la segunda temporada de la serie The Boys es elocuente respecto a cómo se construye un ser odiante. Un joven en sus treinta -quizás algo más joven- se despierta y escucha en las noticias un llamado a actuar. Desayunando consume noticias, mensajes de una amenaza contra la que tiene que estar preparado. Va a comprar a un mercado y el mensaje se repite: hay que estar atentos contra el enemigo que está en todos lados (en este caso, los “super-terrorists”). Se va a dormir con el mismo mensaje, se levanta con el mismo llamado a la acción. Un día, actúa. El acto: un tiro en la cara de quien podría ser la amenaza.
Los discursos de odio no operan por sí mismos de manera abstracta. En cada etapa histórica, en cada lugar específico, adoptan sus propias maneras, sus particulares formas. Ya sea en las inquisiciones de Zugarramurdi en la España de 1600, en la persecución a los judíos en la Alemania de los ‘30 o en la estigmatización de los “pibes chorros” de nuestros barrios populares, esta producción discursiva encuentra su origen en condiciones materiales concretas. La forma que conocemos del capitalismo requiere de un “otro” a quien echarle la culpa de las contradicciones sociales generadas por el propio sistema. Como condición de posibilidad necesita de la exclusión de un grupo determinado para su propia reproducción.
El último jueves 1 de septiembre, un joven de 35 años se acercó al domicilio de la vice-presidenta y principal líder del movimiento peronista, Cristina Fernández de Kirchner. Empuñando una Bersa semi-automática, el hombre se abrió paso entre los militantes que se congregaron para demostrarle su afecto a la ex-presidenta y gatilló frente a su rostro. Dos veces. Sin éxito. Al día siguiente, un joven que se presentó como “mejor amigo” del homicida argumentó en el show televisivo “A la Barbarossa” que el asesinato de Cristina Fernández “significaría menos impuestos”. ¿Qué mecanismo opera en los discursos de odio respecto de la transformación económica de un país?
En “Neofascismo: La bestia neoliberal”, Franklin Ramírez Gallegos postula que “la explosión neofascista no parece, entonces, haber puesto en crisis al neoliberalismo y más bien despeja cualquier duda sobre el escaso compromiso de este último con una versión fuerte de la democracia”. Tanto las declaraciones del amigo del homicida como de cierta dirigencia opositora (encarnada en los ex-funcionarios del gobierno de la Alianza Ricardo López Murphy y Patricia Bullrich), abonan a la hipótesis de que, para funcionar correctamente, esta etapa del neo-liberalismo requiere divorciarse de los procesos democratizantes.
Cristina Fernández de Kirchner viene alertando durante los últimos meses sobre la sesgada actuación del Poder Judicial respecto al proceso que la acusa de haber favorecido a determinados grupos empresarios durante su último gobierno a través de la obra pública. A partir de la inclusión ex-tempore de nuevas pruebas al caso, el fiscal Luciani agudizó la contradicción en el proceso y, sin proponérselo, aglutinó a distintos sectores del peronismo alrededor de la figura de la vicepresidenta. Con el objetivo de protegerla física y simbólicamente, la militancia se congregó durante las últimas semanas de agosto en la puerta de su domicilio en la Ciudad de Buenos Aires. Nació así el mito: tras el pedido de condena el lunes 22 y la colocación de vallas por pedido del alcalde municipal Horacio Rodríguez Larreta el sábado siguiente, se libró la “Batalla de Recoleta” que terminó de brindarle musculatura a una militancia flaca de ocupación callejera tras la pandemia. Se brindó un horizonte de sentido por el cual luchar: la propia protección de Cristina. En el marco de una interna en el seno de Juntos por El Cambio y el espectro más liberal del escenario político, el sector (en apariencia) más derechista encabezado por el ex-ministro de Economía de Fernando De La Rúa caratulizó la actual etapa política con el rótulo de “Ellos o Nosotros”. Podríamos decir, a la vista de los recientes sucesos, “Los Otros o Nosotros”.
El odio en la sociedad se deposita en grupos determinados y condiciona el normal funcionamiento de los procesos democráticos. No se presenta como un simple antagonismo en el cual se disputan sentidos y lleva a ver en el otro una amenaza externa de la cual resguardarse. No es una amenaza del espacio exterior a partir de la cual todos los países del mundo establecen una alianza. Los discursos de odio encuentran a la amenaza en el propio seno de la sociedad, en su interior. “Se trata sencillamente de la interiorización del antagonismo: lo que aparece como el combate contra algo que está afuera, resulta estar dentro de nosotros, y no porque lo hayamos asimilado sino precisamente porque encarnó en nuestro interior”, dice Damián Selci al respecto en su “Teoría de la Militancia”. Como un demonio al cual expulsar del cuerpo, los seres odiantes se identifican con el exorcista que debe llevar al límite la existencia del poseído para eliminar la amenaza que anida en su propia alma. Ven demonios en los judíos, en los negros, en el peronismo. En Cristina. Un verdadero hecho maldito del país neoliberal.
Tras la detención del hombre de 35 años que intentó asesinar a Cristina Fernández de Kirchner, distintas movilizaciones se dieron en las principales plazas del país. La más grande congregó a miles de personas en Plaza de Mayo, en la Ciudad de Buenos Aires, a menos de veinte minutos a pie del lugar del hecho. La noche que cambió la historia política de nuestro país de formas que aún no vemos, cientos de militantes se congregaron en Juncal y Uruguay. Se cantó y bailó como si no se hubiera intentado aniquilar la vida de la referenta política mas importante de las últimas décadas. O quizá por ello. Resulta llamativo que se intente re-editar la teoría de los dos demonios, esta vez para equiparar dos tipos de discursos de dos sectores políticos opuestos. Es necesario preguntarse cuál es la forma de desarticular ya no los discursos de odio, sino los discursos que intentan equiparar los discursos de odio con la propia discusión política.
Durante muchos años se intentó neutralizar opiniones que iban en contra del propio espíritu democrático con integración y buena voluntad, en paralelo a indicadores económicos en alza y una región momentáneamente hegemonizada por gobiernos progresistas. Hoy el escenario es bien distinto. Las diversas crisis (sanitarias, económicas, bélicas) y los buenos modales no parecen haber ayudado a evitar lo que se captó desde crudos y diversos ángulos el último jueves. En un país que cuenta entre sus tradiciones más valiosas a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, podemos encontrar la respuesta en el reflejo de calle, el espacio público por sobre la pulsión electrificante de las redes sociales. Si es imposible volver a juntar los vidrios que dejó la rotura del “pacto de dicción” que liberó los más oscuros relatos odiantes, no queda otra opción que edificar un nuevo relato democrático, uno que integre las distintas tradiciones humanistas, justicialistas, socialistas y libertarias (en el verdadero sentido del concepto histórico). Imponer un nuevo horizonte de sentido es un mandato que nos debemos desde los sectores populares, en paralelo a un aislamiento de los discursos de odio con debate público y estado de movilización. La arquitecta de tal construcción es, a todas luces, Cristina Fernández de Kirchner. Es tarea del movimiento nacional-popular consolidar las estructuras de esta nueva fortaleza democrática.
Integrante del Instituto Democracia. Periodista y productor audiovisual. Posgrado en Comunicación Política y Opinión Pública (FLACSO).