Neofascismos

"Hay una fusilada que vive"

Por Ana Grondona, Martín Cortés
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Ana Grondona y Martín Cortés escriben sobre por qué el odio que circula no es un odio sin más, las frustraciones de la moderación y un pacto democrático que debemos defender sin dejar de tensionar.

Fotografía: Santiago Oroz

Aguda frase de nuestro amigo Matías Rodeiro, o del escritor Félix Bruzzone. Difícil saber en tiempos de redes quién la “capturó” primero. Pero estaba en el aire, ofreciendo la inscripción de lo que nos está sucediendo en una trama mucho más larga. Porque en esa frase arremolinan memorias invisibles para las técnicas de recolección del humor social inmediato, usadas a diestra y siniestra. Desde los basurales de José León Suarez hasta los cuerpos desechados por femicidas, desde Bordabehere hasta Trelew, y también los aviones de “Cristo vence” y los de la última dictadura cívico militar. La trama de sangre y fuego que teje nuestra historia. La historia de un odio que son muchos, pero al que se ha respondido de modos vitales, potentes, plebeyos y creativos. Baste el ejemplo de unas señoras con pañuelo que, en la desesperada búsqueda de sus hijos e hijas arrebatados, aprendieron a dar vueltas a un monumento, cumpliendo la orden de “circular” al mismo tiempo que instituían una señal de resistencia que sigue siendo la marca más profundamente democrática de las luchas argentinas.

El intento de asesinar a la vicepresidenta ha anotado un nuevo mojón, y como donde hay continuidades también hay novedades, podemos afirmar que ya nada será igual. Aunque parezca que no, que las retóricas del odio clasista se han acomodado con insólita flexibilidad, que las usinas ya han colocado el asunto en su diatriba cotidiana de cómo el kirchnerismo es el responsable primero y último de todos los males de la patria, y hasta de algunos globales. En los silencios, en los titubeos, en los equívocos. Nada será igual porque ha ocurrido algo a la vez in y sobre imaginado.

La insistencia con la que la derecha (en sus expresiones políticas, mediáticas, empresariales) niega la existencia de algo así como un “discurso del odio”, es una ineludible señal para tomárselo muy en serio. Varios estudios importantes muestran la proliferación social, en los últimos años, de prejuicios autoritarios, discriminatorios y reñidos con cualquier imagen de igualdad, gustosamente azuzados y representados por el lado derecho de nuestro tablero político. Es precisa una comprensión más profunda del dramático estado de nuestra “opinión pública”, pues, como se ha reiterado en estos días, las explicaciones que adjudican los estallidos de violencia a “loquitos sueltos” son insuficientes y ocultan el bosque tras el árbol. “Hijos sanos del patriarcado”, nos recuerdan también los feminismos, que han demostrado que incluso los actos supuestamente privadísimos de violencia femicida están enlazados a un orden social violento y excluyente y conllevan un mensaje de terror que es siempre para todas y todes.

La porfiria con la que nos obligan a sostener la existencia de estas tramas de sentidos reproducidas por casi todos los medios de comunicación, entraña, sin embargo, varios riesgos. Y es que, como suele ocurrir en estos casos, nos obligan a dar el debate en un terreno ganado por presuntas evidencias que nos interesa deconstruir y por intereses con los que queremos antagonizar. El odio que circula no es un odio sin más. Tiene objetos claramente delimitados: los choriplaneros, las aborteras, les hablantes de lenguaje inclusivo, los corruptos peronistas, etc. Colectivos con marcas de clase, de género y (aunque hayamos hecho folklore de su denegación) también de etnia. Y ese odio tiene sus causas. No la mera existencia, sino la movilización, reivindicación y ampliación de derechos. Lo que indigna, conmueve y espanta es la visibilización revoltosa de esos cuerpos vulgares en la escena pública. Que pretendan ser uno de “nos”. “Nosotros o ellos”. El orden social, la democracia blanca que soñamos, no puede albergar a ambos. Poco importa si la posición desde la que se reproducen estas tramas de sentido se corresponde objetivamente con la de los estratos dominantes (la marginalidad del “lobo suelto” en cuestión, o el carácter casi grotesco de su presunto grupo, es solo un ejemplo de muchos). La identificación con ese orden imaginario es un modo de conservar una identidad superior, de preservar el yo de las injurias a las que ese mismo discurso somete a los sectores vilipendiados.

Concentración luego del intento de asesinato a la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, ocurrido en la puerta de su residencia en el barrio de Recoleta, en Buenos Aires, Argentina, el 1 de septiembre de 2022. FOTO/Santiago Oroz.

Aunque la seducción que producía la derecha (presuntamente) democrática se haya trasmutado hoy en denuncia de “los dos odios”, es preciso subrayar que todos estos rasgos emparentan lo que estamos viviendo con las definiciones canónicas de fascismo. Empecemos a llamarlo, entonces, por su nombre, o a inscribirlo en su verdadera familia. “Sustitutos funcionales del fascismo”, decía Gino Germani, en sus últimos escritos, para caracterizar a los proyectos políticos de la segunda mitad del siglo XX que, sin compartir todos los rasgos del fascismo histórico, se identificaban con sus objetivos: la desmovilización de sectores recientemente incluidos mediante formas de ampliación de la ciudadanía civil, política o social.

Es precisamente por estas complejidades, y aquí un segundo riesgo de la insistencia sobre los discursos de odio a la que nos obligan sus negadores, que el asunto no puede resolverse legislando los modos del decir. Por una parte, porque el problema está en lo que se dice y se escribe, pero también en otro lado (no se trata sólo de “frases contra frases”, sino fundamentalmente, si se nos permite, de intereses, clases, luchas y resistencias). Pero, por otro lado, los sentidos no se dominan de ese modo (ni de ningún otro). A pesar de la inusitada importancia que tiene hoy para las ciencias sociales “el punto de vista de los actores”, no debemos olvidar que más que amos y señores de nuestro decir, somos sujetos sujetados por sentidos que nos preceden. La autobservación es sin dudas importante, pero la noción de que normando a voluntad las palabras apropiadas resolveremos el conflicto suena más a una resplandeciente fantasía liberal cuya oscura contracara es el neoliberalismo de lo “políticamente correcto”.

Emparentado con esto último, un riesgo adicional al que nos enfrentamos es suponer que el problema se resuelve mediante la atemperación y moderación del discurso político. ¡Y qué mejor que predicar con el ejemplo! Así, se nos convida a la autocrítica de posiciones demasiado polarizadas, empezando por las de la víctima del intento de magnicidio. Extraordinaria pirueta argumental que pretende reconstituir nuevamente como consenso aquello que, precisamente, las movilizaciones del barrio norte en las últimas semanas estaban poniendo en jaque. La estrategia de la moderación a toda costa, del dialogismo banal falló. Rotundamente. Al menos para algunos sectores cuyas condiciones de vida (en el amplio y vasto sentido) se han visto empobrecidas. Justamente, las de las mayorías populares que se pretende o pretendió representar. Bueno sería que los recomendadores de la autocrítica-siempre-ajena se agenciaran la noticia.

Y este fracaso de la estrategia de la moderación tiene como causa fundamental que, paradójicamente, no funcionó como estrategia, sino como dogma. La mesa amplia, de apertura y diálogo generoso tenía sentido en la coyuntura de 2020, en los albores de una pandemia inédita. Pero sin dudas el evento “Vicentin” marcó un punto de quiebre que para los funcionarios que no funcionan pasó desapercibido. El argumento que justificaba la retracción de la estatización de la morosa y fraudulenta empresa alegaba una “correlación de fuerzas” adversa. Una mirada estática y constatadora del statu quo, que aparentaba tono estratégico allí donde en realidad sólo celebraba el hecho consumado. Como tantas cosas en la Argentina, el gesto moderado llegó a devenir carta pública, a manos de funcionarios y asesores, afortunadamente con respuestas rápidas y variopintas. Quizá esté allí la discontinuidad entre el Frente de Todos y los momentos más luminosos del kirchnerismo, capaz de inventar un nuevo estado de cosas alimentándose de modo creativo de la energía popular: desde la estatización de las AFJP, la nacionalización de YPF hasta la creación de la AUH. Siglas que marcan una época y un estilo de hacer política, acechando coyunturas para rasgar evidencias y producir otros mundos. Claro, no estaba sólo, las fotos de aquellos encuentros épicos nuestroamericanos, en el que destella el heroico “No al Alca” eran condición fundante, pero no preexistente, parte de aquello que esos mismos procesos políticos construían en su quehacer cotidiano.

Concentración luego del intento de asesinato a la Vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernandez de Kirchner, ocurrido en la puerta de su residencia en el barrio de Recoleta, en Buenos Aires, Argentina, el 1 de septiembre de 2022. FOTO/Santiago Oroz.

Como efecto del acontecimiento abismal que hemos vivido, varios textos y comentarios se han preguntado, razonablemente por la crisis de la democracia argentina y por las amenazas que penden sobre ella. Diego Sztulwark señaló con agudeza que no se trata de una simple acechanza externa a la democracia, que sería en cierto sentido sencillo de conjurar, mediante un “consenso” de los distintos sectores políticos, sociales, mediáticos, etcétera. No sin cierta candidez, se reclamaron esos gestos: una lectura muy optimista podría afirmar que el consenso democrático duró apenas algunas horas.

El problema, seguimos con Sztulwark, sería interno a la democracia argentina, porque es ella, nunca bien distinguida de los condicionamientos con los que “volvió”, la que no puede responder a sus límites y a sus crisis. Habría que poder pensar una relación interna entre el referido argumento de las “relaciones de fuerza” y el legado del pacto democrático de los ochenta (aquí hay una pista, quizás, para comprender la persistencia con la que Alberto Fernández alude a la figura de Alfonsín). En un nivel visible (ensalzado por nuestros teóricos de la transición), el pacto democrático fijaba una serie de reglas incuestionables, en el seno de las cuales se podrían dirimir las diferencias políticas. Así, la derecha ya no haría golpes de Estado, y la izquierda ya no haría revoluciones (la teoría de los dos demonios está dentro del pacto democrático, no es un ornamento posterior, pero ese es otro asunto). Ocurre que el pacto tenía letra chica, y esa letra chica estaba marcada por, precisamente, un estado de las “relaciones de fuerza” que se pretendió cristalizar: un movimiento popular diezmado por el genocidio y una geopolítica neoliberal en entusiasta expansión global. En ese marco, las reglas de la democracia funcionaron más o menos ordenadamente hasta que los procesos populares del siglo XXI –permítasenos el tono regional del asunto- cuestionaron ese legado, esos límites, consagrando o incluso produciendo otra relación de fuerzas. Esos procesos respetaron las reglas democráticas que se habrían suscripto algunas décadas atrás, a pesar de lo cual las democracias comenzaron a resquebrajarse, cuando no a interrumpirse, combinando clásicos golpes militares con nuevas formas de cercenamiento de la legalidad. El cinismo que señala a las propias fuerzas populares como antidemocráticas no es solo el testimonio de una época en la que se puede decir cualquier cosa, sino fundamentalmente la confesión más profunda de aquello que los sectores dominantes entienden por democracia.

El problema de la moderación y de la invocación a las inmóviles “relaciones de fuerza” es una vía posible de respuesta a la amenaza de la derecha de retirarse del pacto democrático. Camino, infructuoso, tomado una y otra vez en los últimos dos años. Porque son las movilizaciones populares a las que el pueblo argentino nos ha acostumbrado las que parecen salvarnos del derrumbe del pacto. Pero ellas funcionan más bien como diques o fronteras. De modo negativo: estableciendo los puntos donde, al menos por ahora, no pasarán. Pero si el lado de “abajo” del asunto está garantizado por el espesor histórico de las luchas democráticas argentinas, es preciso decir que necesitamos también del lado de “arriba”: una política que desafíe los límites impuestos del otro lado, que sepa intuir dónde se pueden atravesar y que lo haga sin pedir tanto permiso (que por cierto no le otorgarán). Ahí el drama de nuestro gobierno.

A pesar de la repetición del diagnóstico, no son estos tiempos de una “polarización tóxica”. Cómo muestra Ernesto Semán, asistimos a una radicalización de las derechas a nivel regional y global, sin que operen contrapesos del “otro lado”. Años de repliegue de las agendas progresistas, nacionales y populares o como queramos llamarlas. El que aún en ese contexto se nos convoque a la moderación no hace sino reforzar el ciclo reaccionario que inicia alrededor de 2015. Ese ciclo de derrotas, cuyas causas sería bueno dejar de buscar en el confesionario, vino de la mano de un nuevo dispositivo de terror cuya eficiencia y capacidad de daño subestimamos trágicamente: el lawfare. Una palabreja banal que se parece a welfare, a warfare y que esconde un mecanismo fatal. Quirúrgicamente orientado a líderes populares, propaga un mensaje aterrador y certero. ¿O acaso no sabemos que hay quienes se niegan a firmar expedientes por temor a las consecuencias? Las nuestras no son generaciones socializadas en la posibilidad de persecución y cárcel como consecuencia de la acción militante. Esa, nos habían prometido, era también una de las garantías del “pacto” hoy en crisis. Pero debe decirse, además, que el dispositivo mediático-judicial-político se vio reforzado por la ausencia de una contra-estrategia clara y certera del campo nacional-popular para defender a sus presos y presas y a sus procesados y procesada y proponer una reforma de la corporación judicial (que no, no va a autodepurarse). Nuevamente, se nos dice, el problema de la “correlación de fuerzas”.

Y con todo, somos nosotros, nosotres y nosotras (las de las uñas largas) quienes estamos llamados a defender las instituciones de una democracia formal cuyos contradictorios mecanismos nos trajeron hasta aquí. Y allá vamos, con nuestras banderitas y cantos a la patria. No sin reparos, no sin desgarros. Desconfiando de la glorificación de la “paz social”. Con la urgencia de poner en tensión eso mismo que se nos obliga a reafirmar.

Fecha de publicación:
Ana Grondona

Docente-investigadora de la UBA. Responsable del Fondo Documental Germani del IIGG.

Martín Cortés

Docente UBA, Coordinador del Departamento de Estudios Políticos del Centro Cultural de la Cooperación.