Afrontar la pandemia abrió una oportunidad para profundizar una batalla discursiva y cultural para redefinir el sentido de los Estados.
La situación mundial ha llevado al gobierno a tirar del mantel de la mesa y a quemar varios de los libretos. El avance del COVID-19 genera conmoción en el mundo, produciendo algo mucho más grande que el virus: el miedo al virus y la angustia. Si bien son sentimientos propios de un contexto en el que nos enfrentamos a lo desconocido, hay que aclarar que, siempre que llovió, paró.
Es posible ver cómo China, núcleo de origen de esta pandemia, ya ha logrado detener su propagación y también ha elevado a casi 76 mil sobre 82 mil su número de pacientes recuperados. Otros países de Asia como Japón y Corea del Sur lograron controlar el fenómeno, así como también es apreciable que varias naciones europeas reaccionaron a tiempo. Distinta fue la suerte de otras sociedades como España e Italia. En el caso de la Argentina, a pesar de haber partido de la hipótesis de que no era necesario tomar medidas drásticas, parece haberse torcido el rumbo a tiempo. Se dispuso el cierre de cualquier tipo de evento de más de 200 personas, la disminución de las frecuencias de cualquier tipo de medio de transporte público, la cuarentena obligatoria a los extranjeros y a los nativos provenientes del exterior, y la prohibición de vuelos desde o hacia los países con mayores casos, para posteriormente llegar a una cuarentena general que al día de hoy fue prorrogada, al menos, hasta el 12 de abril (más allá de ciertos sectores excluidos para preservar la actividad y el abastecimiento). Se desplegó una batería potente de medidas para bajar la circulación social del virus.
Sin embargo, fueron complementadas con un paquete de disposiciones sociales y económicas de carácter contracíclico. Algunas de estas fueron la eximición del pago de contribuciones patronales, la ampliación del REPRO para proteger puestos de trabajo, un refuerzo del seguro de desempleo, el aumento de la AUH, un bono para las jubilaciones más bajas, una mayor provisión de alimentos en comedores, $100 mil millones para obras de infraestructura, educación y turismo, el plan Procrear para impulsar el sector de la construcción, precios máximos por 30 días para insumos básicos, créditos blandos para garantizar la producción, y la difusión de un Ingreso Familiar de Emergencia de $10 mil (para los hogares sostenidos por monotributistas de clase A y B, y para los trabajadores del sector informal), entre otras.
Este conjunto de intervenciones sanitarias y socioeconómicas tienen un doble propósito. Por un lado, amesetar el inevitable aumento de casos positivos, de manera que el sistema sanitario pueda contenerlos y que así se pierdan menos vidas a lo largo de la pandemia. Por el otro, evitar un congelamiento total de la actividad productiva y comercial, para así alivianar una recesión profunda como la que nos impondrá el colapso del comercio internacional y de las bolsas de valores de todo el mundo. Una tarea ardua cuyo grado de éxito aún está por verse. Todo esto sin contar las enormes dificultades que este contratiempo trae al ya complicado proceso de reestructuración de la deuda pública. A la ya crónica falta de dólares que tiene nuestra estructura productiva desequilibrada, que a su vez enfrenta una asfixiante cantidad de obligaciones financieras en relación a su PBI, se le suman las ineludibles consecuencias de una pandemia que ha desnudado la incapacidad para enfrentarla de cualquier otro actor que no sean los Estados-Nación.
Tan así es la problemática que un dirigente para nada izquierdista como el presidente de Francia, Emmanuel Macron, debió reconocer la importancia de que el Estado evite la colonización vía lógica mercantil en ciertas esferas de la vida social, como por ejemplo la salud pública. A este reconocimiento pueden sumarse las nacionalizaciones de aerolíneas que anunciaron Italia y Francia, la tarea de rescate llevada adelante por Aerolíneas Argentinas, los paquetes de medidas contracíclicas anunciados por diferentes jefes de Estado, entre otras.
Todo este conjunto de acciones deben ser puestas sobre la mesa mientras transitamos este camino y en los futuros debates que vendrán dentro de algunas semanas cuando esto haya terminado. ¿Por qué? Porque el rol del sector público es esencial, sea ya para que se erija como garante de la convivencia colectiva y el respeto por el contrato social, como productor de ciertos bienes y servicios públicos (tal vez en las futuras protestas por mayor presupuesto para la educación, la salud y la ciencia debemos pensar todo lo que implican en lugar de criticar por gusto), o como impulsor de la actividad económica cuando nadie puede hacerlo. Se trata de una batalla discursiva y cultural que hay que dar para entender que además de competitividad y emprendedurismo individual, hacen falta cooperación y solidaridad.
La posibilidad de dar esa discusión es importante en este proceso de reconstrucción del tejido social tan necesario, y requiere, al mismo tiempo, de un liderazgo con virtud y fortuna. Es por eso que, con el caballo de batalla de refinanciar la inversión pública en Salud, lo que se viene es una oportunidad histórica de disputar el rol de los Estados. Una lucha política por acabar con su papel de garantes del proceso de valorización financiera. ¿El objetivo? Que se vuelva un garante de los bienes públicos a escala global, pero que a su vez fomente una transformación del sentido común, en la cual se establezca un consenso sobre la importancia de propagar lazos sociales basados en la solidaridad, eclipsando la lógica mercantilizadora del capitalismo más voraz.
Sociología para transformar. Salir a correr para relajar. No me llegues a dar mate dulce.