Del atentado a CFK al reverso del Nunca Más

¿A qué le decimos Nunca Más?

Por Santiago Pérez Castillo
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¿Existe un hilo discursivo que une el atentado con la dictadura? La apelación al Nunca Más reactiva discusiones y temores provenientes de los años alfonsinistas

Varios meses nos separan del intento fallido de asesinato a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Este corto tiempo, sin embargo, comienza a darnos perspectiva sobre un hecho de impactos profundos y múltiples. En particular, la vivencia del primer 24 de marzo posterior al atentado es lo que inspira en este texto el intento de comprender el marcado protagonismo que tomó el pasado reciente, y para hablar claro, el fantasma de la dictadura, en aquellos primeros días de septiembre del 22 que evocaron la memoria del Nunca Más.

El intento de magnicidio generó, en el entorno oficialista y de rechazo al atentado, una reacción que a pesar de sus distintas tonalidades mostró una consigna común: defender la democracia. Tanto en las palabras del presidente en cadena nacional, como en las diversas convocatorias al acto de repudio del día siguiente en Plaza de Mayo y en la proclama allí leída, la idea de que la democracia había sido puesta en peligro a partir del atentado fue asumida como un presupuesto. En el plano de la respuesta social, Abuelas de Plaza de Mayo -entre otras organizaciones de la sociedad civil-, reafirmó la necesidad de defender la democracia agregando a su vez una consigna ya conocida pero ampliamente difundida en los días posteriores al hecho: Nunca Más

¿A qué refieren estos discursos cuando sostienen que la democracia está en peligro? ¿Existe un hilo discursivo que une el atentado con la dictadura? ¿Cuál es el objeto, en este caso, del Nunca Más?

Nuestra hipótesis es que el llamado a defender la democracia no remite simplemente a una preocupación abstracta por el orden institucional y el riesgo de su desestabilización, sino que reactiva discusiones y temores situados históricamente, en relación con el pacto transicional de los ochenta. Esta irrupción del pasado en los discursos presentes hace necesario identificar alguno de los elementos de la formación discursiva de la transición que se cuelan en la actualidad, y que a partir de sus efectos memoriales pueden estar reponiendo acríticamente construcciones anteriores, referidas principalmente a la violencia política, y reproduciendo lo que conocemos como teoría de los dos demonios.

Un atentado a la democracia

Pocas horas después del intento de magnicidio, el presidente Alberto Fernández establecía el hecho en cadena nacional como el más grave que ha sucedido desde que hemos recuperado nuestra democracia”, a partir del cual “la paz social ha sido alterada”, y comunicaba la decisión de declarar un feriado nacional para que “en paz y armonía, el pueblo argentino pueda expresarse en defensa de la vida, de la democracia” [Tanto estos énfasis como los que siguen son propios, N. del A.].

Podría sugerirse que la primera interpretación que surge de este llamado a defender la democracia es que el intento de magnicidio implica, en forma directa, un atentado contra la democracia por lo que significa el cuerpo de Cristina, en su rol de vicepresidenta –y tal vez principal dirigente política del país– como la encarnación de una abstracción: la voluntad general. Kantorowicz sostenía en su conocido análisis sobre la teología medieval, que el cuerpo del Rey tenía una doble condición, material y abstracta, inspirada en la dualidad del cuerpo de Cristo, místico y terrenal. De Cristo a Cristina, en el principio representativo de la democracia persiste en forma la cualidad mixta del gobernante, aunque con la legitimidad divina secularizada, convertida en soberanía popular. Así, desde el punto de vista institucional, el vínculo entre el atentado a la vicepresidenta y la amenaza a la democracia se presenta casi como una obviedad.  

Sin embargo, que la democracia haya sido –en palabras del presidente– “afectada” puede remitir a una serie de escenarios muy diferentes, que no es posible comprender únicamente a partir de la interpretación institucional. ¿Qué implica según estos discursos un ataque a la democracia? ¿Qué es lo que está en juego? ¿Una pérdida de su calidad? ¿De su legitimidad? ¿O directamente el peligro de su desaparición?

Explorando la forma en que el discurso de repudio al atentado se nutre del pasado reciente, podemos observar las huellas de construcciones anteriores en el discurso de defensa de la democracia, recuperando un sentido situado históricamente que nos habilita la significación del atentado no como un ataque general al principio de representación democrática, sino como el llamado a la defensa de un consenso democrático específico: el de la transición.

En este sentido, la proclama leída al día siguiente desde el estrado de la Plaza de Mayo hacía una mención directa a aquel pacto: “Si no queremos que la intolerancia y la violencia política arrasen con el consenso democrático que hemos construido desde 1983 a la fecha, debemos contextualizar lo ocurrido anoche contra la vicepresidenta”.

El intento de asesinato de la vicepresidenta conmueve entonces al pueblo no sólo por su gravedad institucional, sino por lo que evoca en la memoria colectiva. El clima político y social generado a partir del atentado –clima en el que participan activamente los discursos mencionados– remite a otro momento de la historia argentina, en el que el enfrentamiento armado fue parte de la disputa política y que culminó en la dictadura cívico-militar.

Es en este sentido que el discurso de la transición irrumpe y se actualiza, trayendo consigo un conjunto de nociones que aluden a consensos constituidos previamente (principalmente entre los setenta y los ochenta), y que muestran cómo se enlazan en el discurso elementos de otra época que no aparecen directamente sino representados en memorias, como construcciones de sentido encapsuladas que reaparecen. En el caso del discurso de Alberto Fernández, la marca principal de esto, que refuerza la idea del riesgo sobre el pacto democrático, es su definición acerca de la relación entre la democracia y la violencia política. Paradójicamente, en este caso son consideraciones acerca de una violencia ejercida desde la derecha las que evocan, como veremos, representaciones que en el pasado reciente se identificaban con “la subversión”.

Contra toda violencia

La construcción discursiva del presidente apunta a establecer a la violencia como lo otro absoluto de la democracia. En sus palabras: “no hay ninguna posibilidad de que la violencia conviva con la democracia. La dicotomía violencia/democracia es presentada así en términos totales, al mismo tiempo que aparecen referencias repetidas a la paz, como correlativa a la democracia (“la paz social ha sido alterada”, “feriado nacional para que, en paz y armonía, el pueblo argentino pueda expresarse”, “el pueblo argentino quiere vivir en democracia y en paz.”). De la misma forma, la proclama leída en la plaza se titulaba «La paz social es una responsabilidad colectiva», y seguía una línea similar en su conceptualización de la violencia. Lo mismo hacía el comunicado emitido por la Cámara de Diputados, que establecía que el hecho “lastima nuestra historia en democracia” y convocaba a que “volvamos a vivir en paz social”.

Varios aspectos llaman la atención en estas definiciones de la violencia como lo otro de la democracia. Por un lado, la famosa polémica conocida como el “No matarás” alrededor de la carta de Oscar Del Barco, dejó en claro que una definición unificadora, general y abstracta de la violencia política, convertida en Violencia con mayúscula, implica problemas políticos tan relevantes como no saldados. No es el objeto de este texto introducirse en aquella querella, sino que alcanza con observar que los discursos analizados toman una opción significativa al darle a la violencia política un sentido general y abstracto, que en su referencia al pasado reciente no distingue, por ejemplo, a la guerrilla del terrorismo de Estado. La violencia asesina de Sabag Montiel, ¿a qué violencia se está equiparando en esta construcción discursiva? ¿A la de la dictadura? ¿A la de la izquierda armada?

Además, esta clase de construcciones discursivas que buscan establecer a la violencia en relación de «ajenidad» a los «sectores democráticos», son compatibles con el imaginario que –como muestra R. Pittaluga– en los ochenta encontraba en la “irrupción de fuerzas intolerantes y sectarias” la responsabilidad de haber “desviado” a la sociedad argentina del sendero democrático. Es aquella construcción discursiva la que establecía a la militancia setentista como responsable del golpe de Estado, en igualdad de condiciones con las FFAA, tal como desarrolla M. Franco, a partir de la equiparación de «dos violencias enfrentadas», con «la sociedad como rehén», y dio lugar a lo que conocemos como Teoría de los dos demonios.

“La vida democrática es incompatible con el accionar de minorías violentas que pretenden llevar de las narices al resto de la sociedad”, decía la proclama leída en la Plaza. Esta frase, que podría haber sido enunciada en las mismas palabras por Alfonsín en los ochenta (o incluso por las FFAA en los setenta), por supuesto no tiene el mismo significado hoy, cincuenta años después, enunciada en la Plaza de Mayo. Sin embargo, muestra cómo el discurso de estos días aparece invadido por una idea que remite a los primeros años de la transición democrática en los que principalmente desde el radicalismo se desarrolló esta visión binaria de la violencia política, aunque esta construcción discursiva ya estaba presente en los primeros setenta previo a la dictadura, y funcionó como parte de la justificación del golpe.

No sólo en este punto el discurso del presidente es tributario del alfonsinismo. La idea de la paz como correlativa a la democracia remite también al discurso de los ochenta. El alfonsinismo marcaba en la transición -dijera G. Aboy Carlés, en el intento de establecer su “frontera” con el pasado dictatorial––, un énfasis en la vinculación de la dictadura con la guerra de Malvinas, al tiempo que asociaba al naciente régimen democrático con la perspectiva de la paz.

En suma, la constitución de la relación violencia/democracia en un antagonismo tan radical y la forma en que es movilizada en las palabras del presidente, remite al alfonsinismo e implica una forma de interpretar los golpes de Estado, en la que es la violencia política lo que explica (y explicó en los setenta) el quiebre de la democracia. Es en este marco que el Nunca Más toma una forma difusa, ¿es a “la violencia” y “el odio” abstractos que le decimos Nunca Más? ¿O al terrorismo de Estado?

¿Nunca más…qué?

La propia historia del Nunca Más es evidencia de que las consignas sociales son, a la vez que banderas de la militancia social y política, territorios de disputa. El prólogo del informe “Nunca Más” que elaborara la Conadep en 1983, reproducía los términos alfonsinistas de las violencias enfrentadas, y presentaba el camino a la dictadura como el producto del conflicto entre extremismos ideológicos.

Podría argumentarse que fue entonces el alfonsinismo el que sentó las bases de una narrativa que se sostiene hasta nuestros días, y que no es otra cosa que eso –con sus luces y sombras– lo que se manifiesta en la respuesta al atentado. Pero esto no es así. El gobierno de Néstor Kirchner rompió esa continuidad. Como muestra Sol Montero, el kirchnerismo impuso, desde el discurso oficial, un viraje significativo en las interpretaciones sobre el pasado reciente, particularmente en referencia al lugar de la militancia setentista, aunque sin abordar directamente el tema de la violencia. Así, colocó al alfonsinismo en un lugar secundario de su narrativa. Esto se hace evidente además en 2006, cuando con motivo del trigésimo aniversario del golpe de Estado se lanzó una nueva edición del “Nunca Más”, pero con un nuevo prólogo firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, en el que se denunciaba la “simetría justificatoria” con la que previamente se habían establecido las responsabilidades del golpe.

Lo que se ve es entonces en todo caso un retorno, la reaparición en escena de elementos de una formación discursiva alfonsinista que trae aparejada, mediante la actualización de la teoría de los dos demonios, una versión del Nunca Más que parece aflorar en los momentos de zozobra democrática. Néstor Kirchner explicaba la visión mínima de la democracia alfonsinista a partir de las necesidades de la transición, pero llamaba en 2003 a construir una democracia “atravesada por el conflicto”. El cimbronazo político y memorial que implicó el atentado, sumados a la crisis económica y social, pueden haber propiciado la reaparición de aquella versión de emergencia, en que la coyuntura obliga a sostener consensos tan mínimos que las consignas un poco más ambiciosas pierden pie.

En conclusión, el atentado a Cristina, por la forma en que se organizaron los discursos en su rechazo, se conforma como un hito más en la historia del Nunca Más y de la disputa narrativa acerca del pasado reciente. En este escenario, se relanza al debate público un consenso de otro tiempo, una forma de explicar el pasado reciente que el kirchnerismo había, al menos, comenzado a superar. Así, a partir de la falta de historización de la relación entre la violencia política y la dictadura, surge –como intentamos mostrar– una visión de la democracia tributaria de los años ochenta, que encuentra en la paz social una de los requisitos previos, necesarios de la vida democrática, y no una de sus consecuencias.

En este marco, se hace urgente preguntarnos: ¿a qué le decimos Nunca Más?

Fecha de publicación:
Santiago Pérez Castillo

Uruguayo en Almagro. Estudiante de la Maestría en Ciencia Política IDAES-UNSAM. Militante del Frente Patria Grande e integrante del Instituto Democracia – Fundación Igualdad.