Siempre que se hable de varones y feminismos, cualquiera sea la dimensión de la ola, hay un exceso de espuma. Qué podemos o no ser, cuándo, dónde y cómo, si nuevas o tradicionales, si hegemónicas o en plural. Más allá de la pregunta por la identidad (feminista) o la participación (en los feminismos) de los varones, nos cabe preguntarnos; ¿En qué sentido interpela esta cuarta ola a la masculinidad como proyecto político? Compartimos algunas ideas con el deseo de que esta ola nos lleve más lejos.
En el marco del momento histórico que los feminismos vienen denominando como “cuarta ola”, signado por altos grados de movilización y articulación a nivel global, de transversalidad, radicalidad y capacidad de incidencia política, se reactualizan algunos debates en torno a la posibilidad de los varones de devenir feministas, de participar en la agenda del movimiento, y sobre cómo hacerlo.
Paradójicamente, no es un debate impulsado por varones, y menos aún por expresiones colectivas y organizadas de los mismos. De hecho, las experiencias de politización y organización alrededor de las masculinidades, sin pretender desmerecerlas, son mínimas, espasmódicas y fragmentadas. A excepción de algunos agrupamientos trans masculinos, cierto activismo marica y disidente, los pocos colectivos de varones antipatriarcales sobrevivientes (que este año realizarán en la Ciudad de Buenos Aires el 7mo Encuentro Latinoamericano de Varones Antipatriarcales), y algunas iniciativas puntuales de compañeros de organizaciones mixtas, los varones y masculinidades varias no son ni somos un sujeto político articulado colectivamente en ésta coyuntura de los feminismos.
Al mismo tiempo, las reacciones individuales de los varones son expresión de la desorientación ante un momento de grandes transformaciones, en el que como pocas veces, no ocupamos un lugar protagónico. Los varones que por diversas circunstancias de nuestras vidas hemos empezando a transitar procesos desde los feminismos, no somos la excepción en el marco de esta desorientación. Por lo contrario, quizás a diferencia de otros compañeros que recién se sensibilizan por esta agenda y sin mucho dilema deciden manifestarla yendo a una marcha (sin ser necesariamente la mejor opción), nosotros nos debatimos entre si vamos, si no vamos, si nos acercamos a la concentración pero no marchamos, si marchamos atrás, si decidimos no ir pero lo hacemos público y demás. Personalmente me he visto envuelto en ésta neurosis en oportunidades varias, y más bien errando que ensayando.
Sobre estas desorientaciones y dilemas, aun cuando por momentos adquieran ribetes francamente improductivos -y digámoslo, en algún punto gozosos, ya que el patriarcado no va a caer o dejar de hacerlo porque vayamos o no a una marcha-, es interesante advertir que el impulso de acción y aparición que supimos tener naturalizado, va dejando lugar a la duda, a la inhibición, y hasta a la pasividad. No hacer en y por los feminismos, sino dejarse hacer por ellos, puede ser una forma diferente de pararse frente a la ola. O quizás de pararse de espaldas a la misma, para que nos lleve puestos lo más lejos posible de nuestra zona de confort.
¿Y qué es lo que hacen los feminismos con la masculinidad? ¿En qué sentido la interpela esta cuarta ola?
En primer lugar sería importante precisar a qué me refiero por masculinidad, en singular, a diferencia de las masculinidades. Estas últimas son múltiples y hasta infinitas, son singulares y plurales. Están vinculadas con los diversos usos y apropiaciones de la masculinidad según otras varias posiciones de sujeto y procesos de construcción de subjetividad. En algún punto se relacionan con la masculinidad como construcción de identidad, aunque este concepto esté tan burdamente usado que hasta dé pereza desempolvarlo. Basta decir que “ser masculino”, así como “ser feminista”, hasta donde me interesa, no se trata de una identidad, sino de una relación. Aunque pienso volver sobre esto.
Sin vocación de universalizar ni homogeneizar una noción de masculinidad, dejo de lado su uso plural para poner el foco, no en los sujetos y subjetividades masculinas, sino en La Masculinidad como dispositivo de poder. Por la misma, me refiero a un conjunto de discursos y prácticas en el que los sujetos nacidos con pene son producidos en tanto “varones”, a través de la socialización en la idea, la creencia o la convicción, de que los tiempos, cuerpos, energías y capacidades de las mujeres y feminidades deberían a estar a su (nuestra) disposición. En este sentido es que afirmo que la masculinidad es un proyecto político extractivista, puesto que busca apropiarse de la capacidad de producción y reproducción de las sujetas a las que subordina.
Para que dicho proyecto político sea posible, la masculinidad produce varones deseosos de jerarquía, y pone a su disposición las violencias como medios legítimos para garantizar el acceso a la misma. Claro está, no todos los varones somos los productos deseados por dicho dispositivo de poder, y otras características como la hetero y cisexualidad, la pertenencia de clase y étnica-racial, la (dis)capacidad y diversidad funcional-intelectual, la generación y nacionalidad, entre otras, harán a las posibilidades concretas de desplegar ese proyecto en carne propia. Pero en cualquier caso, esa masculinidad sigue siendo un faro de referencia que afecta los procesos de construcción de subjetividades generizadas, de propios y ajenos.
En este sentido es que afirmamos que los feminismos, y esta potente ola feminista en particular, interpelan a la masculinidad como dispositivo de poder y proyecto político, reclamando para las mujeres y feminidades el poder sobre sí mismas que el patriarcado busca expropiarles, contando con los varones cis hetero como principales reproductores y privilegiados del régimen. Es importante aclarar que aunque aquellos sean sus principales beneficiarios, cuentan con la complicidad de varones subordinados que esperan con ansias el derrame de algún que otro privilegio de esa cis-hetero-masculinidad.
Decíamos que la noción de identidad poco sirve para el debate que pretendemos dar, y otro tanto sucede con la de “masculinidad hegemónica”. Esta última suele ser más bien arquetípica; descripta como un prototipo de masculinidad abstracta (aunque el cliché se vista de situado, cliché queda) que poca honra le hace al carácter histórico concreto de la hegemonía como categoría de análisis. La masculinidad no es hegemónica según sus atributos, sino según el contexto de relaciones de poder generizadas en las que logra imponerse como tal, cumpliendo con las expectativas sobre lo que es la forma legítima y aceptada de encarnar la masculinidad. A tal punto, que esa especie de fenómeno inflacionario llamado “nueva masculinidad”, puede ser la que se imponga como hegemónica en el orden de género contemporáneo.
“Varón feminista” no es identidad, es relación
Siguiendo con el hilo de la reflexión, poco importa si los varones nos definimos o no feministas. La auto-designación es siempre respetable, pero la pretensión moderna de ser soberanos sobre nosotros mismos le ha subido un poco el precio. De mi parte prefiero la problematización de las prácticas y no la batalla por la propiedad de las nominaciones, y en ese sentido es que considero que “varón feminista” no es identidad, sino relación.
Si la posibilidad de devenir feministas está atravesada por el sinuoso camino de desarrollar conciencia de género (incluyendo la conciencia de encarnar una posición de género privilegiada) y actuar en consecuencia para democratizar las relaciones de poder generizadas, es allí entonces donde debemos poner la mirada. ¿Qué estamos haciendo los varones interpelados por los feminismos para transformar las relaciones de poder cuyos dividendos nos benefician? ¿Cómo nos estamos dejando transformar los varones por las interpelaciones feministas al proyecto político de la masculinidad?
La construcción de respuestas a dichas preguntas no puede existir sin incomodidad, no puede ser sin malestar, no puede exigir, esperar ni prometer armonía, pero esa incomodidad es productiva, como afirma Jokin Azpiazu Carballo. El mayor problema en el que nos encontramos, quizás, sea lo inconducente de este proceso cuando es transitado en soledad, cuando carecemos de espacios colectivos de problematización de estos interrogantes. Y efectivamente el proceso de colectivización de estos debates entre varones, sigue siendo espasmódico, extraordinario, marginal, y muchas veces frustrante.
Uno de los motivos, sino el fundamental, creo yo, tiene que ver con lo que los varones (cis, fundamentalmente) podemos perder cuando nos dejamos atravesar por los feminismos. Porque claro, es cierto que hay luz al final del túnel, y que devenir feministas nos posibilitaría abandonar mandatos que también son opresivos para nosotros. Que podríamos ser más libres y autónomos, descubrir las bonanzas de una paternidad afectuosa, de las amistades con intimidad, librarnos de la presión de proteger, proveer y procrear, y hasta descubrir el placer anal. Pero en el camino también tenemos que perder. Y estamos perdiendo; privilegios, protagonismo, prestigio e impunidad, como sugiere esta entrevista a Susana Covas.
La pregunta sobre si los varones podemos o no devenir feministas tiene tantas respuestas como puntos de vista desde la cual se conteste. Desde los feminismos populares, al menos desde los que apostamos a construir desde organizaciones populares mixtas con vocación antipatriarcal, queremos, deseamos y reclamamos que los varones devengamos feministas. Pero ello no pasa por un acto de nominación ni de autoproclamación, sino por la transformación material y efectiva de una relación. Y allí es donde aún abundan las deudas, e irritan las imposturas. Es allí donde nos vemos reproduciendo lo viejo que no deja nacer lo nuevo, o peor aún, reciclándonos en “lo nuevo” para no perder las viejas mañas. Es allí donde aún desde las búsquedas más genuinas, nos invade la desorientación.
Esa relación que los feminismos nos interpelan a transformar es precisamente la relación de poder forjada al calor del dispositivo de masculinidad. Por ello es que devenir feministas, para los sujetos socializados en la masculinidad, es embarcarnos en una lucha contra nosotros mismos y los monstruos cotidianos que nos habitan, contra nuestros propios machismos y violencias, contra los mecanismos en los que fuimos socializados y entrenados para llegar a ser lo que somos.
Para que el patriarcado caiga, tenemos que dejar de sostenerlo
Hay una frase de Kelly Temple que dice que “los hombres que deseen ser feministas no necesitan un lugar definido dentro del feminismo. Ellos deben tomar el espacio que ya tienen dentro de la sociedad y hacerlo feminista”. Puede que no sea un lugar definido, pero claramente es una tarea y supone un significativo desafío y responsabilidad. Llevar los feminismos a los terrenos más impermeables y resistentes a los mismos, a donde se sabe o se sospecha que, al menos en principio, hay mucho que perder, a donde decirse feminista no es promesa de aplauso sino amenaza de traición.
Pero no podemos ni debemos hacerlo como proeza individual, cual nuevo superpoder altruista. El desafío está en hacerlo de manera colectivamente elaborada, sentidamente estratégica, corporalmente planificada, a partir de ensayar y errar respuestas una y otra vez alrededor de las preguntas: ¿cómo llevamos las interpelaciones feministas a espacios de hegemonía masculina?, ¿cómo lo hacemos sin culpabilizar pero tampoco sin ser complacientes?, ¿cómo exponemos nuestras prácticas machistas creando identificación y no distanciamientos?, ¿cómo producimos y socializamos conocimiento sobre las armas de los opresores (que en mayor o menor medida son las nuestras)?, ¿cómo traicionamos esa complicidad machista?, ¿cómo vamos venciendo el miedo a dejar de pertenecer mientras construimos otros lugares de pertenencia?, ¿cómo nos acompañamos en la intemperie a la que nos exponemos cuando pretendemos aventurarnos más allá de la masculinidad?
Dice Cecilia Winterfox que “las feministas no son responsables de educar a los hombres” . Tampoco son responsables de orientarnos ni de responder a los interrogantes que nos atraviesan. Demandarles formación, discusión, pedagogía, cuidado, tiempo y espacio puede ser la continuidad del dispositivo extractivista por otros medios. Si el paternalismo no es buen camino para encarar estos procesos, el maternalismo tampoco. Somos nosotros quienes debemos asumir la responsabilidad de estar a la altura de esta oleada histórica, invirtiendo tiempo y cuerpo a sentipensarnos en medio de esta gran ola. Disponiéndonos a que nos lleve más lejos, lo más lejos de la masculinidad como sea posible. Somos nosotros quienes en vez de decir que queremos que el patriarcado caiga, debemos dejar de sostenerlo.
Afirma Majo Gerez que “feminizar la política es lo que va a salvarla” . Siendo los suyos argumentos suficientes para explicar de qué se trata el desafío de feminizar la política, quisiera agregar que sería interesante considerar que nuestra apuesta es también a des-masculinizarla.
No se trata sólo de las mujeres y disidencias sexuales siendo protagonistas o conduciendo. Tampoco de la mera presencia y jerarquía de sus reivindicaciones. Agregar mujeres y revolver, aun cuando sean mujeres feministas y en los espacios de la alta política, no garantiza la transversalidad de los feminismos ni mucho menos que los varones nos hagamos eco de las interpelaciones que propone este proceso.
Si en los espacios de construcción política, los tiempos, las energías y los cuerpos de las mujeres permanecen a disposición de las carreras militantes de los varones; si sostenemos la “naturalidad” de la división sexual del trabajo dentro y fuera de las organizaciones; si las prácticas de cuidado siguen siendo consideradas tareas privadas, secundarias e invisibles; si no apostamos a que los varones también nos formemos en feminismos porque (siempre) tenemos tareas más importantes; si no buscamos las formas de que la construcción de nuevas mayorías sociales también interpele a esa mitad socializada en la masculinidad; si no creamos discursos y propuestas políticas que cuestionen el proyecto político de la masculinidad desde y hacia los varones, es probable que perdamos la oportunidad histórica que esta ola también nos presenta a nosotros, por quedarnos chapoteando entre la espuma.
Des-masculinizar la política es lo que va a salvarla, de nosotros mismos.
«El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres, para los hombres y para lxs demás. Una revolución ya en marcha. Una visión del mundo, una elección. No se trata de oponer las pequeñas ventajas de las mujeres a las pequeñas conquistas de los hombres, sino de mandar todo bien a la mierda» (Virginie Despentes, 2006).
Lic. en Ciencia Política, miembro del Centro de Investigaciones Feministas y Estudios de Género (CIFEG-UNR). Docente universitario, educador popular y militante de Mala Junta-Patria Grande.