Un triunfo que habilita a pensar en una nueva oleada para desafiar al neoliberalismo en México. Andrés Manuel López Obrador se recreó tras sus derrotas en 2006 y 2012 y construyó una fuerza política que logró expresar el hartazgo frente al "Pacto de México". Las condiciones que hicieron posible su victoria y los desafíos a futuro del que se obstinó por llegar, pero que necesita mucho más para generar cambios verdaderos y estructurales para el pueblo mexicano.
Cuando en septiembre de 2012, dos meses después de haber perdido su segunda elección presidencial consecutiva, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció que dejaba el Partido de la Revolución Democrática (PRD) para fundar su propio partido, nadie imaginó que la jugada resultaría vencedora.
Su imagen estaba desgastada. AMLO había perdido su primera elección en 2006 por sólo 0,6% de los votos, bajo un manto generalizado de sospechas de fraude. El tabasqueño nunca admitió el resultado de aquellas elecciones y respondió con una “resistencia civil”: montó un campamento permanente en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México y organizó un “gobierno legítimo”, paralelo al oficial, que nadie reconoció.
Durante los primeros tres años, AMLO se obstinó en recorrer el país como “presidente legítimo”, sumando rechazos cada vez mayores de la opinión pública y de su partido, el centro-izquierdista PRD. Muchos en el partido creían, de cara a las presidenciales de 2012, que una candidatura del jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard, podía ser más competitiva que la del propio Obrador.
La interna finalmente se resolvió mediante un sondeo elaborado por encuestadoras privadas, que dio con mejores intenciones de voto a AMLO. A pesar de ello, fue derrotado con una diferencia de más de 7% por el candidato del PRI, Peña Nieto. Obrador volvió a denunciar fraude electoral. Derrotado por segunda vez y cercado en la interna partidaria, su destino parecía fuera de la política. Sin embargo, en un histórico discurso frente a miles de personas en el zócalo capitalino, AMLO anunció que seguiría peleando, ya no desde el PRD, partido al que renunciaba; sino desde MORENA, el Movimiento de Regeneración Nacional.
La noticia generó escepticismo entre los simpatizantes del progresismo mexicano. Lejos de confluir, los dirigentes de los partidos de izquierdas se fragmentaban y Andrés Manuel parecía el principal responsable.
Un Pacto para la alternancia
Durante esos primeros años, AMLO se dedicó a armar su partido, recorriendo México a lo largo y a lo ancho. Ni siquiera un infarto de miocardio que sufrió en diciembre de 2013 derrotó su obstinación. La tarea no era para nada fácil en un país sumido en una gran crisis de legitimidad y representación política, pero con partidos políticos grandes y sólidos: el histórico PRI (en su versión moderna y neoliberal), el derechista PAN (Partido Acción Nacional) y el PRD, que él había ayudado a crear 35 años antes. MORENA debía ganarse un lugar institucional y ofrecer un programa creíble ante una oferta política deteriorada.
Luego de haber obtenido el registro como partido político nacional en 2014, AMLO inició su larga campaña para llegar a la presidencia.
Tras unos años de gobernabilidad negociada gracias al “Pacto por México” suscripto por los tres grandes partidos; la imagen de Peña Nieto comenzó a derrumbarse en 2014, con el escándalo internacional desatado por la desaparición de 43 estudiantes normalistas en la localidad de Ayotzinapa, en Guerrero.
El Pacto, que pretendía mostrar unidad para encarar reformas regresivas como la energética o la educativa, terminó por confirmar ante la opinión pública la enorme crisis de representación y credibilidad de los partidos más importantes de los últimos 30 años. Lo que en definitiva quedaba en evidencia era que, sin importar cuál de los tres partidos manejara las riendas del Poder Ejecutivo, los ejes del establishment político permanecían inmutables: liberalización de la economía, corrupción galopante e impotencia ante una violencia en ascenso.
El deterioro del gobierno del PRI
La situación de Peña Nieto y del PRI en el gobierno se deterioró sin parar en los últimos años, precisamente en esos tres ejes. La reforma energética condujo a aumentos inusitados del combustible que provocaron el “gasolinazo” de 2017, una serie de protestas masivas que involucraron cortes de ruta y saqueos de comercios en varios estados del país.
Los casos de corrupción se multiplicaron, implicando directamente a la familia del presidente y a funcionarios y gobernadores del partido gobernante.
La violencia, que había mostrado mejores indicadores los primeros tres años, se recrudeció desde 2015. Peña Nieto continuó con la “guerra contra el narcotráfico” lanzada por su predecesor, el panista Felipe Calderón, que implicó la militarización de la seguridad interior y el asesinato de dirigentes sociales, políticos y periodistas. La “guerra” dejó un saldo de 230 mil muertos y 63 mil desaparecidos desde 2006.
Por último, se produjo en 2017 el terremoto más virulento desde 1985 en la Ciudad de México. Como en 1985, la catástrofe natural reflejó la inoperancia y descomposición políticas: la improvisación del gobierno en los rescates y la corrupción en la asignación de licencias para construcción dañaron la ya baja imagen presidencial.
Hacia finales de su mandato Peña Nieto alcanzó los niveles de aceptación más bajos para un presidente en veinte años: un 86% de desaprobación.
La victoria
Lo que terminaría de allanar el camino para AMLO sería la alianza entre el PRD y el PAN, acordada en algunos estados en 2017 y sellada para las elecciones nacionales de 2018. Al maridaje PAN-PRI (denominado popularmente como “PRIAN”), que gobernó desde la “alternancia” en 2000 y que garantizaba una regulación neoliberal de la economía y de la seguridad pública, se le sumaba definitivamente el PRD, como pata progresista del establishment.
Se abría un espacio para una opción de izquierda en la oferta política. AMLO vio ese lugar pero, a diferencia de 2006 y 2012, moderó su discurso y amplió su base de representación, dirigiendo sus mensajes no solamente a sus simpatizantes, sino también a sectores que lo veían como un peligro “chavista”.
Este cambio en el perfil ideológico implicó un giro discursivo y una apertura en el marco de alianzas partidario. Se sumaron el izquierdista PT, pero también el nuevo Partido Encuentro Social (PES), un partido con raíces evangélicas cuyo único punto de contacto con MORENA era su enfático discurso contra la corrupción.
Además, sumó a su equipo de campaña a uno de los hombres de la cúpula empresarial mexicana, Alfonso Romo, y a Esteban Moctezuma, hombre del poderoso multimedios TV Azteca. A diferencia de sus dos candidaturas previas, AMLO ya no dedicó buena parte de su tiempo a criticar furiosamente a los medios concentrados de comunicación, principalmente a la cadena Televisa. Incluso muchos se sorprendieron del buen trato que Televisa le dispensó en las últimas semanas de campaña, cuando la victoria de MORENA era inevitable.
A pesar de que la militancia vio con recelo estas alianzas, los resultados de las elecciones mostraron que AMLO no perdió el voto duro de la izquierda y sin embargo pudo atraer a otros votantes, fundamentalmente jóvenes descreídos de la política tradicional.
En efecto, una de las claves de la histórica victoria de López Obrador se encuentra en que, esta vez, el tabasqueño logró capitalizar el masivo voto castigo hacia el gobierno saliente, sin perder la enorme base social que construyó durante décadas y es su sustento político.
Si en 2012 el PRI de Peña Nieto podía brindar esa expectativa ante un gobierno dañado como el del panista Calderón; en 2018 AMLO encendió una luz de esperanza para los jóvenes precarizados, las miles de familias víctimas de la violencia y la golpeada autoestima nacional, luego de los bochornosos desplantes de Trump ante Peña Nieto.
En definitiva, AMLO logró consolidarse como un candidato “anti-sistema”, sin representar un “peligro” ni una “amenaza desestabilizante”. Los sucesivos cambios “de color” en las preferencias en una elección tras otra muestran el agotamiento del proyecto neoliberal en México.
AMLO ganó con más del 53% de los votos e hizo historia. Es la primera vez que gana un candidato que no proviene del PRI o del PAN. Es el presidente que más votos sacó en la historia de México, unos 30 millones de votos. Ganó en todos los estados (excepto en el infranqueable panista Guanajuato) e incluso sacó más diferencia en los estados del norte, aquellos más reacios a su candidatura en las elecciones anteriores.
Los desafíos a futuro
Aparentemente se termina en México un ciclo iniciado en 1982, cuando los tecnócratas ganaron la partida dentro del PRI e instalaron un liberalismo económico que terminó por doblegar a la política y consolidar un modelo económico dependiente, de precariedad laboral y estancamiento productivo. La “alternancia” del 2000 con el triunfo del PAN no tocó en lo más mínimo las bases fundamentales del modelo.
López Obrador pretende iniciar lo que lo que él llama “la cuarta transformación” del país, luego de la guerra de independencia (1810-1821), la guerra de reforma (1858 a 1861) y la revolución mexicana (1910-1920). Deberá hacerlo en un marco de alianzas con sectores de la elite, una relación turbulenta y dependiente con EEUU, el avance descontrolado del narcotráfico –cuyos cárteles controlan efectivamente enormes territorios del país- y una población sumida en la pobreza y la desigualdad social. Los límites a las transformaciones son evidentes y es probable que los cambios sean lentos y moderados.
Además de las restricciones estructurales, AMLO deberá superar sus propias limitaciones, como consecuencia de la construcción de un diagnóstico impreciso. Buena parte de su propuesta económica se basa en el combate contra la corrupción.
Obrador sostiene que los recursos de la corrupción podrán reorientarse a inversiones públicas estratégicas. Nada parece indicar que los recursos de la política puedan por sí solos significar un nuevo modelo de desarrollo. Pero, además, el énfasis puesto en la corrupción como la madre de todos los problemas puede volverse rápidamente en contra cuando tarde o temprano algún caso público salpique al ahora partido de gobierno.
La historia reciente de América Latina (vale recordar el caso de la Alianza en Argentina) demuestra que la lucha contra la corrupción no alcanza para configurar un modelo de crecimiento económico con inclusión social. AMLO deberá tocar algunos resortes de la estructura neoliberal, aunque ya prometió no hacerlo: entre otras cosas, aseguró que no cambiaría la independencia del Banco Central, no cambiaría la distribución impositiva y asumió un compromiso por sostener el equilibrio fiscal.
En relación a la violencia, el gobierno entrante ya está trabajando en una ley de amnistía para los miembros “rasos” de las redes de narcotráfico y en una profesionalización de la policía con el objetivo de retirar paulatinamente al ejército de las calles, algo que se espera con mucha expectativa.
En términos políticos, AMLO deberá orientar todos sus esfuerzos para institucionalizar a MORENA y darle aire a los cuadros jóvenes e interesantes del partido, como la flamante alcaldesa de la Ciudad de México, Claudia Sheimbaum.
En un país en el que la reelección presidencial no es permitida, MORENA deberá encontrar mecanismos políticos e institucionales para hacer que su experiencia en el poder no sea una anécdota de la historia. El pueblo de México lo necesita.
Becario postdoctoral del CONICET y Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Estudia temas referidos a la acción colectiva, los movimientos sociales y los procesos políticos en América Latina.