Latinoamérica está en presencia de nuevos gobiernos que buscan romper con los consensos neoliberales y se hacen evidentes las tensiones entre referentes históricos y nuevos dirigentes. La tensión entre Nicolás Maduro y Gabriel Boric es un ejemplo de ello.
La necesidad de construir diálogos entre distintos procesos políticos anti-neoliberales no es un asunto novedoso en la historia reciente. En los últimos años estas tensiones se han reflejado al interior de los mismos países entre nuevos e históricos protagonistas, tal como señalaba Ulises Bosia en este artículo de Oleada en 2018. La especificidad en la actualidad es la tensión que empieza a formarse entre los referentes de los distintos procesos, las valoraciones sobre el pasado y las distancias que intentan forjarse entre las agendas programáticas.
Quizás los ejemplo más palpables de la tensión entre líderes progresistas latinoamericanos se dio cuando Gabriel Boric -como presidente electo de Chile- declaró que la experiencia de Venezuela “ha fracasado” y Rafael Correa le recriminó su olvido del criminal bloqueo que sufre ese país o cuando Nicolás Maduro calificó a esa izquierda como cobarde. Como en todos los debates el cruce de opiniones de referentes fue seguido de una catarata de ataques que tienden a estigmatizar al adversario en una dinámica en la cual las redes sociales aportan pocas conclusiones productivas.
El problema de la idealización
La primera oleada de gobiernos nacionales y populares abrió una nueva etapa en la historia de la región. El Caracazo en 1989 inició un ciclo de rebeliones y malestar social en contra del neoliberalismo que, con sus matices, encontró traducciones políticas en la mayoría de los gobiernos sudamericanos. Las consecuencias de estos gobiernos son motivo de controvertidas disputas y matizaciones pero si en algo coinciden es en el profundo rechazo de las principales élites locales a estos procesos cuando ejercieron o ejercen el poder.
La reacción conservadora que contó con los precedentes de los golpes de Estado en Honduras (2009) y Paraguay (2012) tuvo desde el triunfo de Mauricio Macri en Argentina en 2015 un avance sostenido y prácticamente impredecible: golpes de Estado en Brasil y Bolivia, traiciones en Ecuador, bloqueo e intento de establecer un gobierno paralelo en Venezuela, derrota por 40 mil votos en Uruguay, etc. Es tan evidente que esta reacción tuvo sus éxitos apoyada en las debilidades de los procesos políticos precedentes, como también que las derechas durante los últimos años, lejos de remediar los “defectos” de los gobiernos nacionales y populares, vinieron a desterrar sus “virtudes”.
La dramática situación a la que las derechas llevaron a las principales fuerzas políticas protagonistas de la primera oleada condujo inevitablemente a un reflejo defensivo. La reivindicación le ganó a las propuestas. La nostalgia por momentos le ganó a la esperanza. ¿Acaso eso no era lógico en 2018, cuando Cristina Kirchner había perdido en la provincia de Buenos Aires, Lula estaba pasando sus días en una cárcel impedido de presentar su candidatura y Correa ya no podía regresar a Ecuador? Lo mismo podría pensarse en Bolivia durante el golpe de Estado o también en Venezuela cuando la destrucción de su economía llevó a añorar los años de récords en el consumo popular. En lugar de juzgar o condenar los sentimientos que muchas veces se traducen en ideas, es fundamental entenderlas en su contexto.
Las consecuencias de las derechas en los gobiernos de la región demostraron la imposibilidad de las propuestas neoliberales de establecer algún tipo de certidumbre y estabilidad. Por eso fracasó Macri y el golpismo boliviano. Por eso en Ecuador el correísmo sigue manteniéndose como principal fuerza política, a pesar de traiciones y persecuciones. Por eso Lula hoy encabeza las encuestas en Brasil. Por eso líderes como Pedro Castillo y Gabriel Boric llegaron al gobierno de Perú y Chile en el último año. Y, por eso, también Gustavo Petro es hoy el candidato con más posibilidades de llegar a la presidencia de Colombia. Claramente, movilizaciones populares y pandemia mediante, estamos en un momento distinto al que se vivía allá por 2018.
En este nuevo contexto, luego de que la reacción conservadora revalorice los méritos históricos de la primera oleada de gobiernos nacionales y populares en el siglo XXI, existe un riesgo concreto: la idealización. Es necesario asumir que la legítima nostalgia no puede impedir aprender de los problemas y equivocaciones del pasado o de las demandas sociales que emergen con más fuerza en el presente.
Por más dificultades que impliquen estos procesos es lógico asumir que ante la emergencia económica global de China, la región concentra sus exportaciones en petróleo, soja o minerales y debería poder avanzar en una diversificación significativa o en el aumento del valor agregado en torno a esos productos. Es justo entender que la integración regional que tanto costó consolidar en instituciones como la UNASUR o la CELAC fue rápidamente desarticulada o neutralizada, y que es necesario profundizar las propuestas para que la posibilidad de revertirlas sea más difícil aún. También es apropiado asumir que la necesidad de una transición energética y ecológica debe ser una prioridad para el subcontinente con mayor biodiversidad del planeta, más aún cuando las nuevas generaciones encarnan esta demanda. Actualmente, además, es una condición fundamental de cualquier proceso de transformación un mayor protagonismo de las mujeres y las diversidades, que se lo han ganado a partir de sus luchas.
Más peligroso que negar esas posibles críticas es construir una imagen distorsionada sobre los gobiernos de la primera oleada, como si solo hubieran tenido principios dogmáticos y no hubieran contaron con una gran dosis de pragmatismo. Una primera oleada «principista», versus una segunda oleada «flexible». Que Cristina Kirchner haya elegido a Alberto Fernández como candidato a presidente o que Lula posiblemente tenga a Geraldo Alckmin como candidato a vice-presidente, no implica que en el pasado no hayan hecho cosas semejantes. ¿Acaso el radical Julio Cobos no fue el primer vice-presidente de Cristina Kirchner o el golpista Michel Temer no fue vicepresidente de Dilma Rousseff?
También resulta incoherente reivindicar al chavismo desde esta perspectiva, aunque haya sido el sector más radicalizado de esta primera oleada. Un gran ejemplo del pragmatismo de Hugo Chávez se dio en 2011, a dos años de consumado el golpe de Estado en Honduras, cuando reconoció al gobierno de Porfirio Lobo luego de años de enfrentamientos y apoyó su reingreso a la OEA. Esa decisión aportó a que meses después Manuel Zelaya pudiera regresar a Honduras y al posterior desarrollo exitoso de la histórica cumbre de la CELAC llevada a cabo ese mismo año en Caracas.
Quienes justamente buscan idealizar un pasado con nulo pragmatismo político y plagado de dogmatismo son las derechas y quienes buscan debilitar a los liderazgos históricos de la primera oleada. Ellos buscan justificar el pragmatismo actual como parte del fracaso de los procesos políticos nacionales y populares. La mejor forma de defender a estos liderazgos y a estos procesos no es idealizar el pasado sino tratar de dar cuenta de la inteligencia política utilizada en cada coyuntura asumiendo los aciertos y las equivocaciones.
El problema potencial del voluntarismo
Las declaraciones de Boric sobre Venezuela o las críticas de Petro a la dependencia de las exportaciones de petróleo y demás commodities durante la primera oleada de gobiernos nacionales y populares expresa en el ámbito de los liderazgos regionales tensiones que se dan al interior de las fuerzas que plantean una perspectiva anti-neoliberal en la región. Incluso si damos cuenta puntualmente de los asuntos en cuestión, difícilmente encontremos respuestas que puedan ser contundentemente ciertas.
¿Es cierto que Venezuela dejó de ser un faro de transformación como el mismo Boric y muchos de sus compañeros y compañeras reivindicaban años atrás? Sí. ¿Es cierto que dicha situación debe asociarse directamente a un bloqueo solo comparable al que padece Cuba hace décadas? También. Es evidente que Venezuela es un tema espinoso cuya crítica solo puede tener cierta dosis de sinceridad si se la pone en contexto.
Que nuestra región del mundo se haya transformado en vanguardia en la lucha contra el neoliberalismo le debe demasiado a Hugo Chávez y a la revolución bolivariana. Pero igual de cierto es que para lograr llegar al gobierno, la nueva generación de políticos chilenos no apelaron al “faro de la Revolución Bolivariana”, sino que debieron encontrar un recorrido original, que surgiera de las condiciones concretas de su país.
El argumentario reaccionario de las derechas en torno a Venezuela comienza a estar desgastado. Si bien es cierto que sigue operando para aglutinar a los sectores más radicalizados (referenciados en figuras como Bolsonaro o Kast) y es un argumentario necesariamente utilizado por las derechas, ya demostró no contar con la potencialidad que tuvo en los años anteriores. Cuando aproximadamente mil venezolanos se vuelven por mes de Argentina o la problemática vinculada a ese país se limita más a la migración en el propio país que a cuestiones relativas a su gobierno, es momento también de poder rehabilitar al mismo chavismo en el debate político. Es momento de asumir que esa identidad política ejerce el gobierno legítimo ante el debate público luego de un asedio constante durante los últimos años y valorar a la revolución bolivariana como un proceso sobre el cual es imprescindible aprender de sus aciertos y errores para quienes se proponen cualquier proyecto anti-neoliberal en la región.
Algo similar se plantea con algunas de las críticas de Petro, quien fue un precursor en sostener la necesidad de una segunda oleada, aún antes de que la reacción conservadora se haga evidente. La crítica a la dependencia de las exportaciones de petróleo o commodities es quizá la más estructural a todos los gobiernos de la primera oleada. Ante esa realidad, el dirigente colombiano es uno de los principales referentes en sostener que la transición energética y ecológica cada vez debería tener mayor protagonismo en las agendas anti-neoliberales.
Ante su crítica también es válido argumentar con que la exportación de esos productos en la primera década del siglo XXI permitió un crecimiento económico extraordinario de la región, que en los países gobernados por esa primera oleada permitió implementar medidas que avanzaron significativamente en reducir la pobreza y la desigualdad. Además, teniendo en cuenta la necesidad de una transición energética y ecológica, es justo sostener que semejantes cambios estructurales son imposibles de lograr en nuestra región sin una fase de crecimiento económico y estabilidad política como la que lograron garantizar relativamente esos gobiernos. Es directamente imposible sostener la viabilidad de esa transición con millones de nuevos pobres, el aumento de la desigualdad o países hiperendeudados como resultado de la reacción conservadora y de la pandemia.
Así como la idealización del pasado puede ser un riesgo para pensar la primera oleada y vincularse con el protagonismo vigente de sus referentes, también el voluntarismo que no logra trazar hilos de continuidad con lo mejor de ese legado político es un peligro. Una nueva oleada de transformaciones no puede darse el lujo de subestimar la dificultad de resolver los problemas que otros y otras con voluntades similares no lograron en el pasado reciente.
Construir diálogos entre oleada anti-neoliberales
Generalizadamente se utiliza la metáfora gramsciana de que «lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no termina de morir». Esta metáfora es válida cuando se trata de enfrentar contradicciones que hacen a aquello que deseamos ver terminar y a aquello que buscamos ver concretado en la realidad. Es válida cuando desde los movimientos nacionales, populares y progresistas se hace referencia a terminar con el neoliberalismo, como por ejemplo sostuvo Boric el día que se transformó en candidato a presidente, luego de derrotar al dirigente comunista Daniel Jadue. Justamente ese momento debería mostrar que para el caso de debatir entre quienes protagonizaron oleadas anti-neoliberales, no todo lo viejo es malo y merece morir, ni todo lo nuevo merece inventarse.
Más que idealizaciones necesitamos una visión más laica de los procesos políticos locales. Más que voluntarismo necesitamos la audacia de quienes asumen que las transformaciones estructurales son complejas y requieren altas dosis de realismo político para lograr resultados efectivos. Más que grandes creadores es preciso asumir que no hay transformaciones sin emular las experiencias exitosas y aprender de las equivocaciones de quienes buscan (o buscaron) objetivos similares.
Menos aún es posible transformar las broncas circunstanciales en caracterizaciones equivocadas, como surgieron luego de la declaración de Boric sobre Venezuela en la BBC. Boric no representa una renovación generacional del personal político neoliberal que administró Chile, como salieron a responder desde sectores chavistas, ni tampoco es un joven inexperto que necesita clases de historia y relaciones internacionales, como contestó Atilio Borón. Bajar las tensiones y dejar de asumir que se trata de debates a resolver a fuerza de tweets destructivos o frases simplificadoras en entrevistas resulta lógico si pensamos que es posible un dialogo productivo.
En caso de no construir diálogos se corre el riesgo de localismos plagados de prejuicios. Así trabajan las derechas que han destruido las instancias de articulación regional. Así también les ha pasado a sus gobiernos que han hecho del odio y la represión sus banderas, al no poder garantizar ningún tipo de sustentabilidad a sus proyectos.
En casi todos los países de la región uno de los principales desafíos de los gobiernos anti-neoliberales es ofrecer un horizonte de certidumbres que las derechas no pudieron ofrecer en los últimos años. Entender que es tiempo de que se construyan nuevas certidumbres requiere de aprender de un pasado en el cual otras fuerzas con objetivos similares ayudaron a construirlas. Simultáneamente el nuevo orden que se busca construir nunca podrá estar ajeno a nuevas demandas y reivindicaciones que necesitan encontrar un cauce institucional. Por esa razón tampoco se trata de un diálogo a resolver en fríos debates académicos, pero es necesario que exista.
De Mataderos vengo. Escribo sobre el mundo mientras lo transformamos. Estudié filosofía en la UBA. Integrante del Instituto Democracia.