Estúpido y sensual hartazgo

La era de la idiotez inteligente

Por Nicolás Fava
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Desde El Método Rebord hasta Anfibia, repensamos procesos de producción, circulación y consumo de opiniones políticas e instalación de referencias, en el marco de los debates sobre decisiones editoriales y regulación de discursos de odio. ¿Deberíamos recuperar de la antigua Grecia la categoría política de idiotez y distinguir el acceso a la libre expresión de la promoción de una discursividad desbocada sin nada que aportar al debate público?

El método Fernández: de David Viñas a Santi Maratea

El último Método Rebord cruzó amigablemente a Ofelia Fernández con Santi Maratea y se centró en el debate de algunos temas políticos. No es de los episodios más interesantes, pero El Método siempre aporta algo para entender dónde estamos parados culturalmente. Perón decía que nuestro país está muy politizado pero tiene muy poca cultura política; Rebord y su producción saben qué hacer con eso. La última emisión, formato “Cónclave”, podría analizarse desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, aplicando algo así como el llamado test de Bechdel y contando cuánto espacio tuvo Ofelia para desarrollar sus posiciones políticas (la única en la mesa con un proyecto más o menos claro) respecto de los dos varones conversando la mayor parte del tiempo entre sí a su lado.

El Cónclave se da en el contexto de un importante debate público, al menos en internet y en algunas radios, en torno a la pertinencia y conveniencia de darle voz a actores sociales con fuertes discursos reaccionarios, a partir de una crónica publicada en Anfibia -”Que tengan miedo de ser kirchneristas”- sobre uno de los organizadores y promotores de estas corrientes de opinión apenas días después del intento de magnicidio de la Vicepresidenta; y de virulentas declaraciones del influencer semanas atrás contra Máximo Kirchner de las que luego declararía durante la entrevista en cuestión: “estaba muy enojado”; “ya no soy el mismo”; “hoy en día estoy en otra, donde esas noticias no interesan”. 

Sería ocioso repasar en detalle las conexiones y diferencias entre dos figuras centennials ampliamente conocidas, como que ambos son habitués de la fiesta Bresh o se distinguen por sus novedosas acciones de neo-caridad y construcción política en el particular territorio de internet. Vamos a resaltar solamente un momento en el que, luego de que el influencer desplegara su pesimista visión de la política como herramienta de organización y su optimismo en el futuro tecnológico de la humanidad como única salida -definido por el conductor como un planteo “tecno-apocalíptico” o “tecno-utópico”-, la legisladora porteña trae a colación una célebre escena televisiva protagonizada por Cristina Fernández y David Viñas. En aquel diálogo, que Ofelia habilidosamente eligió citar y recrear, el intelectual le cuestiona a la entonces Diputada electa un “optimismo desbordante”, a lo que Cristina responde que esa lectura se debe a que él tiene la obligación de cuestionar en tanto intelectual crítico, pero que ella es una militante política, que tiene la obligación de ser optimista, quiere cambiar las cosas, piensa que lo puede hacer y que si así no lo creyera debería quedarse en su casa. En la reedición actual de ese clásico contrapunto entre el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad, salta a la vista que Santi no es Viñas; pero, curiosamente, Ofe sí es Fernández.

Web 3.0, Blockchains, DAOs, son algunos de los novedosos conceptos que Santi elige rudimentariamente desarrollar para explicar su idea de futuro, ante la mirada extraviada de sus interlocutores. Si bien no queda nada claro cómo las bienhechoras ONG´s como la que se propone fundar Maratea van a solucionar estructuralmente algún problema o enfrentar la diversa y compleja conflictividad social, la perspectiva del influencer profesional es la que queda más explicitada, mientras que el gesto de Rebord y de Ofelia -claramente posicionados en otra cosmovisión- tiende a la escucha y el intento de diálogo. Al otro día, los memes burlescos hacia el proyecto Maratea en Twitter no se hicieron esperar. Siempre es difícil determinar cómo se receptan, procesan y recrean por sus audiencias los productos culturales o “quién sale ganando” en algún debate. Sin embargo, claramente su posición es la que queda más razonablemente planteada.

Pienso qué diría Viñas -que era durísimo- de la analogía que lo compara con Maratea y supongo que recurriría a la cultura política de la antigua Grecia para contestar en disidencia, distanciándose del influencer: “El hombre es un animal político. Y si le sacan lo político, ¿qué queda?”. Sin embargo, Maratea no es cualquier persona desinteresada en la política, sino alguien que a su modo tiene un posicionamiento claro, neo o tecno-ácrata, quizás -como sugiere Rebord-, que, sin desentenderse de los asuntos públicos, se ubica en un margen de la política institucional para, desde allí, despreciarla explícitamente. Desde ese margen y con gran solvencia, su testimonio de idealismo neoliberal interpela y ayuda a repensar los baches del sistema político actual; y su modelo de negocios de sí mismo basado en ayudar a otres, nos plantea una tensión -tal vez creativa- entre el compromiso ciudadano y el desarrollo individual en el sistema en que vivimos. Sin dudas, una persona hiper interesante. ¿Un intelectual? No sería tan osado afirmarlo.

La invención de Morel y la idiotez como categoría política

Los debates en torno a los límites de lo decible y lo publicable alcanzaron un alto grado de exasperación en las últimas semanas. La crónica sobre y sucesivas entrevistas a Jonathan Morel reavivaron una discusión siempre latente a la que le podemos encontrar antecedente en una conversación de Rebord con Vaca Narvaja o en una entrevista menos próxima de Ceferino Reato a Videla. En el caso del referente de Revolución Federal, su más contundente aporte al debate público fue la construcción y la instalación performática de una guillotina en la Plaza de Mayo. Y los más interesantes ribetes periodísticos tienen que ver con el vínculo comercial que mantiene con empresarios estrechamente vinculados a Macri. 

Podría ser ciudadanamente pedagógica la discusión acerca de en qué circunstancias, bajo qué condiciones, la exposición de una guillotina -algo que a priori y sin otro dato de contexto entra dentro de los límites de la libertad de expresión- puede constituir un delito. Pero más difícil de sostener es que la performance amerite interesarse tan ampliamente en las ideas políticas del ejecutor. Descubrir cómo piensa, qué representa, escudriñar su vida y hasta su sexualidad para catalogarlo dentro de precarios sistemas de ideas mientras el objeto de estudio se convierte en una referencia política. El interés se justificaría en una ya transitada pero repentinamente agudizada necesidad de comprender la emergencia de nuevos sujetos políticos para sopesar la calidad del hartazgo social -o insatisfacción democrática- que lejos está de ser novedad para cualquiera que preste alguna atención a la coyuntura y que más allá de los (no tan) novedosos revestimientos ideológicos con que se presenta tiene una innegable explicación en una frustración de base material y específicamente económica.

Quizás tenemos que recuperar la idiotez como categoría política. Ser un poco menos tolerante con ella, lo que no implica necesariamente algún modo de represión, aunque sí tal vez algún grado de indiferencia o desentendimiento. Los antiguos griegos tenían un uso del término idiota que se refería a aquel que no estaba interesado en los asuntos públicos, en el gobierno de la polis y, en cambio, se dedicaba exclusivamente a sus negocios particulares. Podría ser de utilidad reversionar ese concepto en el contexto actual. Por todo esto, y no porque represente arquetípicamente la categoría, Santi Maratea es una figura propicia para pensar la idiotez en términos de la Grecia antigua, ya que se encuentra en la frontera, en el borde, en el hiato entre el activismo social, lucrativo, auto-empoderante y el compromiso ciudadano entendido como la activa participación en el gobierno de la polis.

El gesto comprensivo propio de la antropología -y de la modernidad para acá- de considerar la racionalidad del otre, o la idea de que la patria es el otro, puede ser muy fértil. En todas las sociedades siempre hay conflicto, hay otredad y es tarea de analistas tratar de comprender y sintetizar ese conflicto para poder intervenir. Porque, además, en todas partes podemos encontrar semillas de verdad. Para eso necesitamos elementos, insumos, datos, testimonios, entrevistas, ensayos. Sin buen análisis no puede haber buen programa de cambio.

Sin embargo, atravesades como estamos por el relativismo general en todos los planos de la vida, la idea de que todo es incierto, de que “esta es mi opinión y vos tendrás la tuya”, no solo nos impide dar los debates en el plano intelectual y político institucional hasta las últimas consecuencias, en la búsqueda de algo así como una razón común que se levante sobre las posiciones particulares, sino que habilita una equiparación deshonesta e interesada de la variedad de discursos. Aparentemente no habría lugar para ninguna pretensión de definición pública acerca de lo justo, lo bello, lo verdadero que no sea al interior de una burbuja fragmentaria habilitada a tal efecto en la sociedad hiper segmentada y guettificada en que vivimos.

Natalia Romé se refiere a esto en un artículo en el que delinea los rasgos pos-dictatoriales de nuestra sociedad para problematizar la categoría de odio:

«Postdictadura es el proceso de buenificación moralizante de nuestra vida social.  Es el modo de no-relación entre política y verdad, o su plena subsunción bajo la satanización de toda violencia, al precio de una indistinción abstracta de su relación con la justicia. “No hay violencia originaria. No hay violencia primera. Ni hay contra-violencia” que puedan ser nombradas. Toda “violencia que no sea la de una interpretación contra otra interpretación” queda asociada a la “lucha a muerte en términos de verdad” y se vuelve insoportable para la sensibilidad de nuestro tiempo.«

No es para nada inocuo darle tanta pantalla a la idiotez, aun cuando presente rasgos de inteligencia o sensualidad, o nos sirva a partir de su consumo irónico para reafirmar nuestra propia identidad. No empezó ahora. Podríamos remitirnos por lo menos a la farandulización de la política en los años 90´, como la anterior gran transformación de la representatividad. Pero una cosa es garantizar la libre expresión de toda la ciudadanía y otra promover, ensalzar, espectacularizar y estetizar una discursividad desbocada marginal presentándola como una novedosa opción gourmet del menú ideológico disponible. Una equilibrada y comprometida postura democrática debería contemplar al mismo tiempo y en la misma medida la posibilidad de que todas la voces tengan lugar en la escena pública como que el ágora moderna no sea hegemonizada por sórdidas intervenciones sin mérito.

En este marco, que una revista de carácter más o menos académico se encargue de exponer algunos pliegues complicados de la trama social, no puede ser menos que celebrado. ¿Qué vamos a pedirle a este tipo de publicaciones, si no? El problema en este caso no es el mensajero, sino la matriz misma de las condiciones de producción del pensamiento en articulación con el aparato concentrado de su distribución y circulación. 

La tarea de edición en democracia -huelga decirlo- debería pensarse, en principio, en oposición a la censura y con base en la libertad de expresión. Le editore, al revés que el censor, está encargade de seleccionar lo que ha de ser develado, mostrado, representado (y cómo), en vez de ocultado, soslayayo, olvidado. Sin embargo, se nos aparece en un contexto de supuesta libertad informativa algo que viene siendo ampliamente tratado por especialistas: el ocultamiento, la tergiversación y la negación a partir de la hiper-mostración y la saturación de datos e imágenes que alcanzan niveles de info-toxicación.

Mal de muches

Pareciera que es un fenómeno internacional. El entronamiento mediático de una especie de élite idiota global que compite con mucho éxito contra otras expresiones tan o más considerables y valiosas que podrían enriquecer el debate público. Pienso, y tratando de no romantizarlo, en las mujeres que sostienen merenderos, roperos y ollas populares y que cualquiera que se haya acercado a un barrio popular a colaborar habrá conocido. Cuánta inteligencia y lucidez hay por ahí desperdigada; cuánta sabiduría y sensibilidad en esas reales outsiders. Sin romantizar, insisto. Pero si de repente una serie de idiotas inteligentes a fuerza de gritos, shows y exposición ininterrumpida en medios de comunicación llegan a ser candidateables y hasta presidenciables o definir los problemas sociales y plantear soluciones en lugar de personas más calificadas moral o intelectualmente, algo más está sucediendo que una simple representación del hartazgo que habría que comprender y tolerar pasivamente.

El barro del debate público confunde todo el tiempo el ingenio, la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría y la viveza picaresca hasta tal punto que alguien que sepa hacer chistes puede ganarse una banca de diputado o una misión diplomática. No solo no estamos haciendo lo suficiente por filtrar y aprender a separar el trigo de la paja entre el montón de opiniones circulantes sobre cuestiones sociales sino que estructuralmente parece haber un deliberado movimiento de exposición de lo peor y más desacertado -incorrecto- del pensamiento.

Evidentemente hay mucha gente consciente o inconscientemente interesada en que nos gobierne la idiotez inteligente. Y subrayemos inteligente. Hay muchos de estos personajes que son muy hábiles, o muy carismáticos, o muy instruidos -más que nosotres, seguramente-, y hasta fascinantes en tanto fenómenos sociales, pero que no por ello dejan de ser idiotas en estricto sentido etimológico. Difícilmente sea parte de una conspiración mundial altamente planificada, pero tal vez sí un baile muy sincronizado guiado por la funcionalidad.

Y no pasa solo en la política. Quizás el caso más ridículamente paradigmático sea el del terraplanismo, ganando un lugar nada desestimable para rebelarse contra el consenso copernicano. Existe en todos los órdenes y en la política parece tomar la forma de un virtual gran partido anti política con poder real de intervención en los asuntos públicos. La política de quienes no les interesa la política. Una antesala que en otros momentos históricos no ha conducido a nada bueno. No podría hacerse sin inteligencia. Pero tampoco sin colaboración. 

No se trata de desestimar en bloque o intentar reprimir cualquier cosa que nos incomoda bajo la categoría de idiotez, sino hacer el esfuerzo civilizatorio más básico de llamar a las cosas por su nombre para no ponderar ni empoderar cualquier cosa. Claro que es complejo definir los contornos de la idiotez moderna. Muchos giros paradigmáticos nos separan de la distinción por ejemplo entre vida pública y privada en la antigua Grecia. Pero no estaría mal tomarse en serio por un rato la posibilidad de esta demarcación para orientar la praxis política y periodística.

Sin dudas los partidos políticos tradicionales han hecho un aporte sustancial en generar la vacancia, desatendiendo las necesidades más básicas y mirando hacia un costado ante importantes asuntos comunes. La idiotez inteligente es transversal. Oponerle algo así como una ingenua sabiduría no estaría mal. Quizás esta incluya hablarle más a los idiotas, hablar más con los idiotas y menos de los idiotas o darles pantalla, financiamiento y escaños. Aparentemente, y en términos generales, estaríamos haciendo todo lo contrario. ¡Estúpido y sensual hartazgo!

Fecha de publicación:
Nicolás Fava

Estudiante avanzado de Derecho (UBA). Oriundo de Eldorado. Revolucionario de tereré. Integrante del Instituto Democracia.