El rol de la comunicación de la ciencia en esta pandemia ha sido y es fundamental. En el ámplio abanico de periodistas, comunicadores y científiques, hay quienes abonan a sentidos comunes que equiparan ciencia con verdad absoluta. La lucha contra la falta de confianza en la ciencia requiere presentar una visión más compleja de la ciencia como proceso de construcción de conocimiento.
A comienzos de este siglo, en agosto de 2001, la revista científica Nature publicó una nota editorial titulada In science we trust. En ella se ponía de manifiesto la creciente falta de confianza que tenía el público general hacia el conocimiento proveniente de la investigación científica, al tiempo que se delineaban algunas estrategias de acción para revertir la tendencia. A lo largo de las dos décadas siguientes pudimos ver cómo los síntomas de este problema se fueron volviendo cada vez más preocupantes. La desconfianza en la efectividad y seguridad de la vacunación es calificada por la OMS como una de las diez amenazas globales a la salud, mientras que en distintos países resurgen enfermedades, como el sarampión, que ya se habían erradicado. La proliferación en el terreno político de posturas negacionistas del cambio climático lleva a que se retroceda en los acuerdos internacionales para mitigar sus efectos, como sucedió con la administración de Donald Trump al retirarse del Acuerdo de París. Las instituciones religiosas entran en pugna con la educación en ciencias al punto de cuestionar la teoría de la evolución por selección natural y habilitar la enseñanza de creacionismo en las escuelas públicas de Estados Unidos. Son los ejemplos más salientes de lo que algunos ya denominan una crisis de confianza en la ciencia como fuente de conocimiento válido. Mientras tanto, con la masificación del acceso a Internet y las redes sociales, el campo de batalla de la información se transformó radicalmente. El bombardeo constante de información que recibimos en nuestros teléfonos móviles y en nuestras computadoras hace cada vez más difícil discernir qué información es confiable y cuál no.
La batalla por la información en tiempos de pandemia
En el escenario que hasta aquí describimos se desarrolla una de las contiendas para enfrentar la crisis sanitaria global por el COVID-19: la batalla contra la desinfodemia. La pelea no es fácil. Principalmente porque no estamos hablando de fenómenos harto estudiados y de conocimiento establecido como el cambio climático o la teoría de la evolución. El SARS-CoV-2 es un virus nuevo del que, todavía, es mucho más lo que no sabemos que lo que sí sabemos. Salen nuevos papers todos los días (el compendio realizado por la OMS ya tiene más de 50 mil) al mismo tiempo que se desarrollan las políticas públicas para contener y mitigar las consecuencias de la pandemia. Sabemos que la articulación entre políticas públicas y sistema científico ya es en sí mismo un importante desafío, como muestra el caso argentino, pero en esta oportunidad nos interesa hablar de otro problema. En un escenario tan complejo y cambiante, la comunicación pública de lo que sí sabemos sobre la pandemia debe sortear grandes dificultades para hacer llegar información confiable al público. No podemos exagerar la importancia de la comunicación en este contexto ya que la información que consumimos afecta cómo decidimos comportarnos y, como bien sabemos, frenar la circulación del virus depende, en buena medida, de hábitos y comportamientos individuales. Para empeorar las cosas, a veces se vuelve muy difícil discernir entre expertos calificados dando información certera e individuos dando información parcial u opiniones personales. Las entrevistas en las que el farmacéutico y bioquímico argentino Pablo Goldschmidt afirmaba que «se está sobredimensionando a la epidemia» o el documental Plandemic en el que la ex-científica bioquímica Judy Mikovits afirma que el virus fue manipulado en un laboratorio son algunos ejemplos de cómo circula información falsa, o al menos no comprobada, difundida por personas que se presentan como expertos en el tema.
¿Cómo enfrentamos la desinfodemia en Argentina?
En este contexto, la comunidad de científiques, comunicadores y periodistas desarrolló, en su afán de ofrecer información confiable, una serie de estrategias. Una de ellas es la que se conoce como fact-checking, que tiene por objetivo construir compendios de información que el público general pueda consultar para contrastar la veracidad de cierta noticia o afirmación que leyó en Twitter, escuchó en una entrevista, recibió por WhatsApp, etc. La propia Organización Mundial de la Salud sigue esta estrategia al publicar un resumen de respuestas oficiales a los rumores que circulan acerca del coronavirus. En el caso argentino, un conjunto de investigadores y becaries de CONICET tomó la iniciativa al crear el grupo Ciencia Anti Fake News. A través de este grupo, se dedican a desmentir o confirmar de manera sucinta cada nueva declaración, dicho o rumor que surge acerca del coronavirus. Esta estrategia incluso fue incorporada de manera oficial al lanzar la Plataforma Confiar que fue desarrollada por la Agencia Nacional de Noticias Télam y que utiliza el contenido producido por el grupo.
Esta suerte de auditoría de la información que circula, a pesar de ser imprescindible en este ecosistema, por su propia naturaleza siempre está un paso atrás y llega después que la propias noticias. Es por eso que debe complementarse con la propia producción de información confiable y basada en evidencia, trabajo que es realizado por comunicadores y periodistas científiques que encontramos no sólo en medios tradicionales sino, principalmente, en agencias de noticias de institutos y universidades. En estos tiempos se vieron abocados a comunicar las noticias y acontecimientos relacionados con el avance de la pandemia, una tarea para nada fácil y de una responsabilidad social enorme. La dinámica de la pandemia impulsó reflexiones y debates sobre cuáles son las mejores formas de ejercer su rol, lo que puede verse en el decálogo para comunicar contenidos científicos en tiempos de infodemia elaborado por el grupo de periodistas de la red EsPeCie. Allí se abordan temas como de qué manera identificar a los expertos indicados para un tema o cómo comunicar acerca de producción científica que está en constante renovación cada día.
Siendo el principal tema en agenda y por la importancia que tiene, naturalmente la comunicación acerca de la pandemia no se limitó sólo a profesionales de medios o a canales formales de noticias como diarios y agencias de noticias. Una importante actividad fue desarrollada por investigadores e investigadoras en medios digitales y redes sociales como Twitter. Por su dinámica instantánea y cotidiana, estas redes fueron el lugar oportuno para difundir, discutir y explicar la gran cantidad de datos que cuantifican el avance de la pandemia a nivel mundial y a nivel local. Así es que encontramos un sinfín de números, gráficos y modelos para explicar el estado actual de Argentina y la posible evolución de la pandemia hacia el futuro. También debemos destacar el alcance que cobraron los perfiles de influencers vinculados a la ciencia y la tecnología, que si bien no son un fenómeno nuevo tomaron ahora un rol preponderante como formadores de opinión sobre la pandemia. Decenas de miles de personas acuden a alguna de estas figuras para darle sentido a las circunstancias que estamos viviendo, lo que les exige una gran responsabilidad social sobre el contenido que publican.
Necesitamos presentar una visión más compleja de la relación entre ciencia y verdad
En el contexto de bombardeo de fake news y teorías conspirativas que construyen un sentido común anti ciencia, algunes científiques y comunicadores de la ciencia, ante cuestionamientos a sus afirmaciones responden muy tajantemente desde un lugar de descalificación que pone a la evidencia científica del lado de la verdad y a todo el resto en la vereda de enfrente. Así, se reproducen respuestas como “lo que digo no es opinión, es una verdad matemática” o «lo dice la ciencia y es verdad, no importa ninguna discusión ideológica» para sostener que la verdad de la ciencia es indiscutible.
Al igual que quienes realizan este tipo de afirmaciones, abogamos por el desarrollo de políticas públicas basadas en evidencia, y nos proponemos el objetivo de generar las mejores condiciones para que este enfoque sea adoptado por nuestras sociedades. Pero es justamente bajo esos lentes que creemos que ese tipo de afirmaciones son desfavorables.
Desde nuestro punto de vista, apelar a la equiparación ciencia y verdad en el contexto de estas discusiones no sólo supone una confusión en términos epistemológicos sino que también se vuelve muy limitada como estrategia de comunicación para luchar contra la desconfianza en la ciencia. Por un lado, significa desestimar una de las características más importantes de la perspectiva científica: la ciencia no es principalmente un cuerpo de conocimientos sino que es sobre todo un proceso, una forma de razonar y de actuar en el mundo para intentar, de a poco, darle más sentido a la realidad que nos rodea. En este libro, Guadalupe Nogués lo grafica en los siguientes términos: «Si mañana perdiéramos todo el conocimiento científico que tenemos, probablemente podríamos recuperarlo en un par de generaciones. Si perdiéramos irreversiblemente el método de la ciencia, estaríamos condenados a que nuestro conocimiento se detuviera donde está». De aquí surge otro punto clave, el conocimiento en la ciencia siempre tiene un carácter provisorio, la explicación científica de cierto fenómeno siempre está sujeta a revisión y mejora ante nuevas investigaciones, nueva evidencia o, incluso, mejores interpretaciones de la evidencia ya disponible. Debemos entender este carácter provisorio del conocimiento científico como una cualidad positiva y no como un defecto indeseable. Es justamente este mecanismo de autocorrección del proceso científico una de las principales razones que justifican su legitimidad como forma de comprender el mundo en el que vivimos.
La simple equiparación de ciencia con verdad, entonces, nos condena en este proceso a un punto de llegada ficticio a partir del cual ya no quedaría nada por hacer. No sólo eso, sino que desconoce la complejidad de los debates en filosofía y epistemología acerca de la imposibilidad de acceder directamente a la realidad si no es a través de una mediación como el propio lenguaje o las teorías científicas que usamos para describir los fenómenos de la realidad.
Tenemos que admitir que todo esto no sería tan problemático si fuese sólo un problema de orden teórico que desvela a filósofos de la ciencia, epistemólogos y epistemólogas en sus lecturas y discusiones. Pero queremos argumentar, en cambio, que se vuelve un problema práctico si lo enmarcamos en la batalla contra la desinfodemia. Para tomar decisiones efectivas en políticas públicas no necesitamos ser los abanderados de la verdad, necesitamos preguntarnos ¿cuál es la mejor decisión que podemos tomar teniendo en cuenta el conocimiento y las evidencias de mayor calidad disponibles hasta el momento? Y también entender que estas decisiones deben estar basadas en la evidencia científica pero que no es lo único a tener en cuenta. Por ejemplo, nuestros valores y consideraciones éticas serán parte de los criterios que definan los objetivos de nuestras políticas. Las evidencias pueden ayudarnos a determinar cuáles son los mejores cursos de acción para lograr ciertos objetivos, pero no pueden decirnos por sí solas cuáles son esos objetivos. En ese contexto, ser los abanderados de la verdad sólo aporta confusión. Por otro lado, no alcanza con que nuestro punto de vista sólo haga eco en quienes ya están convencides de basar nuestras decisiones en el conocimiento científico disponible. La pregunta de por qué debemos confiar en la ciencia es muy legítima y debemos allanar el terreno para poder responderla. La historiadora de la ciencia Naomi Oreskes la considera una pregunta cada vez más urgente y así titula su último libro. Cada vez que nuestra comunicación se ordena alrededor de la idea de que la ciencia es la verdad absoluta alimentamos una concepción errónea del proceso científico, lo que no parece ser de ayuda para poder abordar esta pregunta en el futuro.
Para repensar la comunicación científica, en primer lugar, nos interesa incorporar la noción de consenso científico, entendido como el juicio colectivo de la comunidad de expertos en un determinado tema, que se ve reflejado en el conjunto de la literatura científica disponible sobre esa cuestión. Hacer explícita esta noción permite dar una idea del carácter social del proceso de investigación científica y permite explicar por qué no es conveniente tener en cuenta sólo lo que dice un paper en particular sino evaluar qué conclusiones se desprenden de todo el agregado de trabajos científicos en el campo de interés. En segundo lugar, también debemos discutir la idea de que la ciencia es un proceso totalmente objetivo en el que les investigadores se encuentran despojados de cualquier sesgo e ideología. Las fuentes de financiamiento de los proyectos de investigación, la región en la que se desarrolla, la cultura en la que están inmersos les investigadores son algunos de los factores que influyen en la tarea de investigación científica. Entender esto nos permite poner en contexto, entre otras cosas, por qué se postulan ciertas preguntas de investigación y no otras, por qué se utilizan ciertos enfoques para abordarlas y no otros, y cuáles pueden ser las posibles limitaciones o sesgos de un trabajo científico en particular.
Compartimos entonces la urgencia de confrontar con el sentido común anti-ciencia. El problema es empeñarse en hacerlo desde la afirmación de que la ciencia es la verdad, o es infalible, porque no pareciera ser efectivo. Si bien entendemos que muchas veces, con otras urgencias, caemos en esta simplificación, estos discursos sólo aportan a una suerte de sacralización de la ciencia en tanto portadora de la verdad. En cambio, sostenemos que la legitimidad del conocimiento científico hoy en día radica justamente en conocer y hacer explícitos sus límites y sesgos. Creemos que para enfrentar esta pandemia y prepararnos para los desafíos que nos depara el siglo XXI necesitamos salir de las dicotomías simples y embarrarnos en debates más difíciles y profundos. Nadie dijo que esto iba a ser fácil.
Licenciada en Letras (UBA) y becaria doctoral en Lingüística. Es docente en la Universidad de Buenos Aires.
Agustín Martinez Suñé se recibió de Ciencias de la Computación en la Universidad de Buenos Aires, donde ahora es docente y becario doctoral.