Patear el tablero

Cristina rompió la zona de confort

Por Ulises Bosia Zetina
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“Hacer siempre lo que el adversario no espera”, parece ser el leit motiv de Cristina. Ya terminado el Mundial, algunas reflexiones sobre lo que nos dejó la decisión de la vicepresidenta.

Su último movimiento –prescindir de los fueros ante la persecución judicial y bajarse de cualquier candidatura en 2023- dejó boquiabierto a todo el mundo, empezando por sus colaboradores más cercanos, quizás los más descolocados. No escapa a nadie que 2023 aparece como un horizonte sombrío visto con el prisma nacional-popular-democrático. La sensación generalizada habla de una gestión de gobierno que no pudo, no supo o no quiso lograr avances sustanciales en los objetivos centrales –la negociación con el FMI, la desarticulación de la mafia judicial, la recuperación del poder adquisitivo de los ingresos-. En ese contexto, una candidatura de Cristina en 2023 emergía como una suerte de fantasía de salvación, un deus ex machina que evitara la tragedia anunciada. Nadie podía saber muy bien cómo, e incluso al buscar razonarlo no se encontraban caminos seguros, pero si había alguien que podía encontrarlos, indudablemente sería ella.  Además, sería una manera de rectificar la decisión tomada en mayo de 2019, aceptada por todos, pero discutida por importantes dirigentes, entre los que se contó el propio Máximo Kirchner (¿qué pensará ahora de esto?).

Para gran parte de la dirigencia política kirchnerista, el cálculo era impronunciable en público, aunque realista. Difícilmente Cristina ganara las elecciones, pero sí aseguraría un piso alto, competitivo para intentar imponerse en la primera vuelta, haciendo así posible un triunfo en la provincia de Buenos Aires y en las intendencias del Gran Buenos Aires, así como también en la elección de legisladores nacionales. Todos objetivos de primer orden en caso de un regreso al gobierno de la alianza neoliberal-republicana-conservadora, de forma tal de permitir un repliegue ordenado y un reagrupamiento de cara a futuro. Claro que el costo sería que ella le pusiera el cuerpo a la derrota, la absorbiera por completo, ya sin las explicaciones de 2017 sobre la división del peronismo. Es decir, su eventual candidatura funcionaba como zona de confort para un peronismo de capa caída. Para todos, menos, por supuesto, para ella.  

El pretérito imperfecto ayuda a expresar que ese resto de tranquilidad que descansó en el fondo de la conciencia durante un tiempo -con especial intensidad luego del último acto en La Plata-, se deshizo ante las palabras de Cristina. Ahora, en cambio, estamos inermes ante la tragedia: la pueden meter presa y pueden volver al gobierno. La angustia es inevitable. Pero, con ella, también la responsabilidad de una pregunta que ya no se puede procrastinar: ¿qué debemos hacer para evitarlo? Al patear el tablero, Cristina también obliga a formularse esa pregunta en primera persona. La responsabilidad ya no es eminentemente suya, sino colectiva.

Interrogantes para el conjunto del sistema político

Sus principales enemigos pretendían llevarla a una deriva conocida, a una derrota sin final, un sendero de compromisos y rendiciones sistemáticas. El espejo era el refugio vitalicio de Carlos Menem en los fueros parlamentarios y en acuerdos subterráneos con los factores de poder. No sólo se trataba de un escarmiento personal por la insolencia de desafiar al poder permanente de la Argentina, sino de una liquidación de su legado.

Como tantas veces hemos escrito, el kirchnerismo no es solamente una facción del peronismo. Sino la representación política de un proyecto de país que emergió tras las ruinas de 2001 y consiguió recuperar y recrear la tradición nacional-popular que había sido reprimida hasta (casi) su exterminio, como precondición para asentar la hegemonía neoliberal desde 1976. Fue, desde el primer día, y mucho más una vez que la élite económica lo abandonó a comienzos de 2008, un desafío abierto a la política como administración de lo existente, como acomodamiento de palacio, como casta desvinculada de la representación popular. En ese sentido nunca dejó de escuchar, a veces más atentamente y a veces menos, en el fondo de sus oídos, el eco de las cacerolas de aquel diciembre.

Los dueños de todas las cosas esperaban que Cristina aceptara, aun con las resistencias imaginables, un camino de capitulaciones paulatinas. Se preparaban para el ejercicio de un chantaje tan cruel como previsible. Ya habría tiempo para ir ajustando la soga en su cuello, en una extorsión sistemática para la que son expertos, cuyo siguiente paso ya fue anunciado en la prensa: su hija Florencia. Un calvario donde jugara la ilusión de aplacar la tortura –¿es realmente exagerado el término?- a cambio de aceptar la domesticación. De ser una mascota del poder.

El espíritu de revancha encierra el dilema que la oligarquía de este país debe afrontar una y otra vez en la historia para sostener su proyecto de país excluyente: ¿qué hacer con los líderes populares? ¿Perseguirlos? ¿Exiliarlos? ¿Encarcelarlos? ¿Matarlos? Las dudas los persiguen como un fantasma. Por momentos se impone la vía de la pura represión; en otras oportunidades predomina la operación de rescatar a la parte “racional” del movimiento nacional-popular y condenar a la “incorregible”. A veces pareciera que la interna del PRO es un eco contemporáneo de los debates entre Aramburu, Rojas y Lonardi. Para asumir el enfrentamiento directo, Cristina rechazó los fueros. Mientras que a neutralizar los intentos de división del campo propio se orientó gran parte de su acción política, desde finales de 2017 hasta la actualidad.

Cristina rechazó la extorsión. No está dispuesta a ponerse en los zapatos de Menem. Decidió entregar su suerte personal al devenir del pueblo argentino. A su manera está defendiendo la democracia, a través de un gesto de rebeldía ante el destino que le habían escrito. ¿Qué quedaría del sistema político si se perdiera esa vocación de transformación? ¿Cuánto se alegraría el círculo rojo de que la “grieta” ya no fuera la configuración de una disputa por la democratización de la política y de la economía, y se convirtiera simplemente en un juego de palacio entre facciones enfrentadas de una casta incapaz de mirar a los ojos a su pueblo? Pero al mismo tiempo, ¿cuánto se demoraría en ese caso para que la democracia argentina viera el crecimiento indetenible de la antipolítica, del autoritarismo, de los fenómenos neofascistas que se insinúan?

Ella tomó un alto riesgo, otra vez. Optó por desatar procesos de resultado incierto, con los que no combinan los discursos celebratorios, sino la preocupación y la acción. Le marcó al conjunto de la alianza nacional-popular-democrática que su lugar es de resistencia y enfrentamiento con el status quo, contra todo cálculo acomodaticio. Puede fallar. Las correlaciones de fuerza no son favorables. Pero como decía Cooke, sólo ganan las batallas los que están en ellas.

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Etiquetas: Argentina
Ulises Bosia Zetina

Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.