El once de junio de 1976 mamá y Gabi se levantaron y encontraron toda la casa revuelta, faltaban muchas cosas. Los cajones de la cómoda del living estaban abiertos, había fotos y libros por todo el piso. La televisión seguía en el modular. Faltaban sus papás.
En la tele pasaban Sabrina la bruja adolescente. Con Male estábamos en el cuarto de arriba, tiradas en la cama de papá y mamá. Primero escuchamos el ruido metálico del portón oxidado de afuera y después el de la puerta de casa.
Chicas, ¿Pueden bajar? Gritó papá desde abajo, sin mover nada más que la boca.
Tenemos una sorpresa, dijo papá. Mi vieja tenía el mate en la mano y un pucho en la otra. Nos vamos hoy mismo a Rosario a conocer la ciudad de mamá, así que ahora a armar los bolsos que salimos en un rato. Con Male festejamos como si hubiera hecho un gol Argentina, saltando y abrazándonos.
La sorpresa había sido primero para ella, que cumplía años en dos días. Después para nosotras, que por fin íbamos a conocer la ciudad en la que había crecido, de la que tantas cosas nos había contado. El regalo sorpresa era temático. Además del viaje papá apareció con unas pantuflas de central y un CD que tenía una tapa azul oscuro y la foto de cuatro hombres arriba de dos palabras: Los Rosarinos. Fandermole, Goldin, Adrian Abonizio y Lalo de Santos.
Estos son los que escriben los temas que vos le escuchas cantar a gente como Baglietto, Silvina Garré. Las escriben ellos y son todos unos músicos del carajo, me explicó papá mientras ponía el disco en el minicomponente del living.
Hacemos canciones para no estar solos, arrancaba Goldín // Rosario es mi infancia y mis amigos, mis viejos cantando a dúo alguna canción, sonaba otra cancióń // Los brazos de mi padre en las banderas, cantaba Fandermole // Tu papá no está bien, lo echaron de somisa. Esa se convirtió en mi preferida porque era un rocanrol y lo podíamos bailar cantando con Abonizio Esto es Argentina cambalache de ocasión turismo de aventura para tu corazón. Papá me explicaba todas las canciones. Somisa era una fábrica metalúrgica muy importante de acero que cerró por el hijo de puta del turco, decía. Como pasó con Daniel, que antes trabajaba en la Fiat y ahora es remisero, me puso de ejemplo. Siempre se sentaba conmigo cerca del equipo de música y con el librito del CD íbamos repasando las letras. Él me iba contando cosas como que la canción Daniela de Víctor Heredia era para su hija o que una que cantaba Viglietti era en realidad de la guerra civil española y por eso a veces mamá y él cuando estaban borrachos con los amigos cantaban qué culpa tiene el tomate. O como estaba mal que Charly cantara durante la dictadura que cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada porque era liberal e individualista olvidarse de todo cuando todos la pasan mal, como la gente que se hacía la que no veía nada.
Salimos esa misma tarde en un remis que mi viejo logró conseguir con algún tipo de fiado. Llegamos a la ciudad de noche y yo estaba medio dormida así que no pude ver mucho por la ventana. Me desperté cuando llegamos a lo de los Montserrat, no todos los Montserrat sino Martha y Bubi, líderes de la tribu. Todos los hijos de Martha y Bubi tenían más hijos así que el combo era una familia gigante dividida entre gente de Newells y de Central pero unida por Perón como toda familia rosarina de bien decía papá que se sentía más cómodo con ellos que con la familia de sangre de mamá porque eran todos gorilas.
El departamento de los Montserrat quedaba a dos cuadras de la heladería Yomo, que se convirtió en mi lugar preferido. Mamá me contó que esa marca era rosarina y que ahí estaban los mejores helados del país. Mamá era antes que nada una militante de la identidad rosarina como casi todo rosarino en Buenos Aires con el agregado de la nostalgia producto del exilio forzado cuando era apenas una nena de 9 años y se quedó sin papás y sin casa.
Al día siguiente conocimos el río Paraná. Es el más largo de toda la Argentina, nos dijo Martita agitando las manos de uñas largas fucsias nacarado mientras las pulseras doradas le hacían ruido y se le volaban los rulos color rubio Susana Gimenez por el viento que había en la costa. Fuimos al monumento y nos sacamos dos fotos al lado del fuego que nunca se apaga. Más, no. Había que cuidar el rollo. Corrimos por las escaleras, nos trepamos por las paredes y después nos llevaron a comer a la mejor cantina de Rosario, dijo Ceci. Cuando llegamos me enteré que servía solo pescado. Si sólo sirven una cosa no puede ser el mejor lugar, pensé, pero igual almorcé papas fritas con huevos fritos así que la cosa no salió tan mal.
El último día Sergio nos llevó solo a nosotros a conocer la casa en la que mamá vivió de chiquita. Se había tenido que ir de un día para el otro. Un día vivía con sus papás en el departamento de un monoblock de Rosario Norte, al otro en un edificio de Saavedra con sus abuelos porque a sus viejos se los llevaron los milicos de su cama mientras ella y su hermana dormían en el otro cuarto. Fue un diez de junio. Seguro el día estaba frío como este. El cielo era todo gris oscuro, los árboles de la plaza pelados, la calesita tapada con una lona también gris con bordes blancos. En el invierno del 76 la dictadura había empezado hace apenas tres meses pero en Rosario los chuparon a todos muy temprano.
Los hicieron mierda, me decía papá, a los perros los hicieron mierda porque los habían entrenado para no cantar, cuando lo mejor era tener un tiempo prudencial, media hora. Media hora desde que te agarran para darle ese tiempo a tus compañeros. Los perros no se armaron para eso, se pensaban que podían no cantar. ¿Sabes lo que es que te picaneen los huevos, te arranquen un dedo y no cantar? Ningún ser humano aguanta eso. Me miraba con cara muy seria con sus ojos grises por encima de los anteojos gigantes de marco nacarado que le adornaban una cara llena de barba y pelo largo. Yo tenía diez años pero entendía que no se refería a perros como el nuestro, Pulga, o como Casper el de la abuela que era un perro insoportable con los dientes para afuera, medio afónico y ladraba todo el día. Mi otra abuela, Haydee, la viva, decía que los peronistas sabían manejarse mejor porque habían aprendido antes, durante la resistencia. Se habían curtido en la mala. Había experiencia en escaparse de la cana. Durante la proscripción ella pasó a la clandestinidad. Quienes la conocieron en esa época la siguen llamando Blanca, su nombre de guerra. Llegó a dirigir alguna columna de la provincia de Buenos Aires, se turnó con Alicia para cuidar al gordo Cooke en el hospital cuando lo cagaron a tiros y militaba con el cura Mugica.
La militancia de base de verdad, decía, eso antes de que la oligarquía encontrara la manera de infiltrarse en el movimiento. Después de que supieron que la única forma de quebrar al peronismo era meternos en nuestras filas a sus hijos. Se le llenaba la cara de asco, las arrugas alrededor de la boca, los ojos negros. Los irrespetuosos esos que le gritaron cosas horribles a la mujer de Perón en la plaza. Se le llenaba la cara de odio y desprecio de señora grande, un desprecio cargado de desprecios de toda la vida. A mí nadie me lo va a contar, yo estaba ahí. En casa se hablaba mucho de oligarrrcas, con la erre fuerte como el trabalenguas de erre con erre guitarra erre con erre carril ruedan que ruedan las ruedas del ferrocarril. Si bien siempre había pensado que sabía que eran, lo terminé de entender con la película de Evita.
El once de junio de 1976 mamá y Gabi se levantaron y encontraron toda la casa revuelta, faltaban muchas cosas. Los cajones de la cómoda del living estaban abiertos, había fotos y libros por todo el piso. La televisión seguía en el modular. Faltaban sus papás. Hicieron lo que su mamá, Lili, les había explicado apenas unas semanas antes. Si un día ustedes se levantan y no estamos o no volvemos a la noche, le avisan a Norma que ella va a saber qué hacer, les había dicho.
Primero le tocaron la puerta a la vecina de enfrente, que sin sacar la traba les dijo que no les iba a prestar el teléfono y les dio unas monedas para tomarse el trole. Años después se enteraron de que era la madre de un Sargento. Gabi escribió una nota que decía que ella y Laura iban a estar en lo de Norma, por si sus papás volvían. Fueron entonces hasta su casa sin más que una campera y una bufanda y desde ahí se comunicaron con sus abuelos que esa misma tarde llegaron a Rosario en avión para llevárselas a Buenos Aires.
El año y medio siguiente transcurrió difícil, oscuro. Una vez llamaron a la casa de Tina y Tino para decirles que su hija estaba viva pero se encontraba del otro lado de la Cordillera, en Chile y necesitaba plata y ropa para volver. Tina y Tino armaron una valija llena de ropa para todas las estaciones y sacaron plata del banco. La mandaron. Liliana no volvió. A los meses llegó una carta firmada por su hija. Decía que estaba en Francia. Esta vez se dieron cuenta que era falsa porque firmaba Liliana cuando ella siempre se había despedido escribiendo Lili. Meses después de eso en un cumpleaños Tino se atragantó con su propia dentadura riéndose y a las semanas murió por una infección intrahospitalaria producto de la operación. Me contaron que le quedó polvito de guante adentro del esófago, pero yo creo se murió de tristeza, de impotencia de no poder encontrar a su hija.
Cuando Tino murió Tina tuvo que salir a trabajar. De señora casada y abuela de cinco pasó a madre soltera de dos. Había que pagar muchas deudas y un alquiler porque Tino era de gastar la plata, no de ahorrarla y además no había planificado morirse a los cincuenta y pico. No había tenido tiempo, se había gastado los últimos dos años en buscar a su hija recorriendo comisarías, hospitales y despachos. En ese tiempo también despidió a su madre, la bobe de mi mamá. Tino se murió tragándose la sonrisa.
Nació al mismo tiempo que los 90. Es nieta de desaparecidxs y creció con un cuadro de Perón en la cocina. Criada en el conurbano bonaerense, porteña por adopción. Es militante e hincha apasionada de Racing.