Con el ingreso de las tropas rusas a territorio ucraniano se volvió a demostrar el carácter estratégico de las batallas en los medios digitales.
El final del mandato de Donald Trump tuvo su sello enfático, en sintonía con su gestión: a doce días del traspaso presidencial, un grupo de simpatizantes tomó el Capitolio. El millonario saliente de la Casa Blanca había incitado desde sus redes sociales a manifestarse en repudio por el supuesto fraude, por el cual perdió la elección. La empresa de Mark Zuckerberg decidió cerrar sus cuentas de Facebook e Instagram el mismo día con motivo de incitación a la violencia. Twitter por su parte la suspendió por doce horas y el 12 de enero la suspendió definitivamente. La red del pajarito azul había funcionado como canal de comunicación oficial del líder republicano llegando a 88 millones de seguidores digitales.
En aquel entonces la prensa occidental, horrorizada por los desmanes, habían construido del presidente elegido democráticamente un personaje bufonesco que ameritó la censura. Martín Becerra, en aquel entonces, con lucidez y detenimiento analizó los problemas para la democracia en este tipo de acontecimientos: ¿las plataformas deben censurar a un representante de una porción de la sociedad elegido democráticamente?, ¿dónde se dirime la figura de “incitación a la violencia”, en una instancia Judicial o Legislativa o bien en una empresa privada?. Esto no hizo más que traer, según Becerra, un problema nuevo al futuro para la democracia.
Fijate bien de qué lado de la mecha te encontrás
El investigador Evgeny Morozov acuña el término “feudalismo tecnológico”, para conceptualizar la expansión de firmas tecnológicas en el vacío de regulaciones y el poderío construido, los cuales superan ampliamente al de un Estado. Estos imperios dominan los datos personales, el tráfico de información, servidores, dispositivos, contenidos y cables submarinos. Se presentan como plataformas que no intervienen en la circulación de la información, salvo casos puntuales que vayan contra sus políticas de convivencia.
El político y pensador Antonio Gramsci sostenía que “vivir es tomar partido”, y esto es lo que hicieron las plataformas a pocos días de la invasión de Rusia a Ucrania el 24 de febrero: Twitter identificó cuentas de periodistas con la leyenda “Medios afiliados al gobierno, Rusia”, así fue el caso de Marco Teruggi (argentino), Esther Yáñez (española) y Sergio Pintado (uruguayo); agravado por el error grosero en confundir a un trabajador con un medio. Por su parte el canal de noticias Rusia Today (RT) y la agencia Sputnik corrieron la misma suerte. De manera aleatoria también ocurrió con la agencia China Xinhua, aclarando que corresponde al gobierno chino.
Resulta cuanto menos llamativo que agencias de noticias estatales o con parte accionaria mayoritaria de los Estados miembros de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) no tengan el mismo estigma, como la inglesa British Broadcasting Corporation (BBC), las francesas TV5 Monde y Radio Francia Internacional (RFI), la española Radiotelevisión Española (RTVE), o bien las estadounidenses Voice of American (VOA) y National Public Radio (NPR).
En su comunicado, la empresa define la etiqueta como “medios donde el Estado ejerce control sobre el contenido editorial mediante recursos financieros, presiones políticas directas o indirectas o el control sobre la producción y distribución” y exime explícitamente a la BBC y a NPR.
Hay una práctica habitual en el discurso neoliberal de asociar a lo estatal con un aspecto peyorativo. Sin ir más lejos hace un año, cuando la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) aprobó la vacuna Sputnik V del Instituto Gamaleya, la desconfianza de medios opositores en Argentina radicó en el accionista principal del laboratorio; por su parte, la BBC también sembraba dudas de su eficacia. La negativa de aprobar la Sputnik V en la Unión Europea actualmente deja en evidencia que en realidad obedecía a una disputa geopolítica.
La artillería más efectiva: el silencio.
Con el transcurrir de los días Zelensky reconoció que la OTAN “los ha dejado solos para defender a su Estado”, algo previsible, y por cierto mesurado, en vista a que la intervención armada de cualquier potencia podría provocar un estallido mundial en el que ninguna sociedad ni mandatario quisiera estar. Pero las guerras no se desatan sólo en el campo de batalla y con municiones.
Las potencias de la OTAN han decidido implementar sanciones económicas a Rusia. Empresas transnacionales con intereses en los Estados miembros “decidieron” retirarse del territorio ruso en repudio al accionar bélico. Lo novedoso radica en la decisión de las plataformas digitales como Youtube, Meta, Netflix y Microsoft que prohibieron en Europa la transmisión de RT y Sputnik, a pedido de la Unión Europea por “llevar a cabo acciones de desinformación y manipulación de la información contra la UE y sus Estados miembros”. Reino Unido también se sumó al bloqueo. Google, Twitter y Snapchat, por su parte, suspendieron toda publicidad en medios rusos y Apple canceló la descarga de las aplicaciones de dichas agencias de noticias también. TikTok argumentó la suspensión de las cuentas desde Rusia, por las penas impuestas por el Kremlin de hasta 15 años de prisión por ´noticias falsas`.
A principios de marzo se conoció el pedido de Ucrania a la Corporación de Internet para la Asignación de Nombres y Números (ICANN, por sus siglas en inglés) para desconectar a Rusia de la red interoperable de internet global, la cual no dio lugar a la petición debido a las consecuencias que implicaría desconectar a la población entera de un país, eliminando no sólo la circulación de la información en sus habitantes, sino que también debilitaría los mecanismos de ciberseguridad de empresas y agencias estatales, quedando en extrema vulnerabilidad.
En los últimos días Meta habilitó los discursos de odio de manera temporal contra Rusia y Bielorrusia en 12 países. En respuesta a esto, mediante el ente regulador Roskomnadzor, Rusia prohibió el uso de Facebook e Instagram, por considerarlas extremistas y favorecer el odio al pueblo ruso. Por ahora queda excluida de la sanción Whatsapp, del grupo Meta, por ser canal de comunicación y no de publicación de información.
¿Quién gobierna en la Red?
En febrero de 1996 en EE.UU. se sancionó la Ley de Telecomunicaciones, lo cual despertó el rechazó de les usuaries de la red. John Perry Barlow llevó la voz cantante en su “Declaración de Independencia del Ciberespacio” desde Suiza. El documento, visto a la distancia, es anecdótico, pero vale la pena recuperarlo e identificar el espíritu comunitario bajo el cual hoy las empresas de Silicon Valley suelen revestir su encanto.
El texto comienza hablándole a los gobiernos del mundo industrial “fatigados de carne y acero” y se presenta desde el ciberespacio como un futuro superador. Fue una idea prospectiva al ver cómo en el siglo XXI las empresas más capitalizadas son las relacionadas a las tecnologías digitales, en detrimento de aquellas que supieron ser íconos del capitalismo industrial pujante como General Motors, Kodak o la Standard Oil. Continúa su idea refundadora sosteniendo:
“Estamos formando nuestro propio Contrato Social. Esta gobernanza surgirá de acuerdo a las condiciones de nuestro mundo, no el suyo. Nuestro mundo es diferente un mundo sin centros de poder, libre donde cualquiera, en cualquier lado pueda expresar sus ideales, sin importar qué tan singulares sean, sin miedo de ser silenciado u obligado a conformarse.”
Hacia el final retoma la libertad de expresión a nivel mundial: “Nos esparciremos por el planeta entero para que nadie pueda arrestar nuestros pensamientos”. Se utilizó un concepto muy potente del liberalismo y se buscó depositar el poder en cada une de les usuaries. El manifiesto conserva al día de hoy cierta idea de libertad, de masividad y una audiencia ilimitada para cualquiera que pueda estar en la red. Personas que desde la comodidad de su casa o con alguna propuesta interpelan a millones de personas en cualquier parte del mundo inmediatamente. Se trata de personas que cultivaron su “éxito” en el reconocimiento de sus pares internautas, a los ojos de la comunidad, por la voluntad popular.
En el motivo de la declaración podemos identificar entrelíneas el rechazo a lo burocrático, anquilosado y totalitario del Estado en contraposición a la eficiencia, la agilidad y la pluralidad del ciberespacio; un discurso que cobra relevancia en tiempos donde el liberalismo toma impulso político.
La navegación en la red conserva cierto sentimiento infinito y comunitario por parte de les usuaries, sin embargo toda esa travesía se enmarca en la propiedad privada de las plataformas y sus reglas de juego. A esto se añade un debate irresuelto sobre cómo gestionar el tráfico de información garantizando el principio de neutralidad de la red.
Y ahora… ¿quién podrá ayudarnos?
Como antecedente histórico del uso de las redes sociales para la organización de acciones políticas, podemos remontarnos a la llamada “Primavera Árabe” (2010-2012). Allí el uso de redes sociales tuvo un rol predominante en la forma de “articular” las movilizaciones, a tal punto que hasta gobiernos, como fue el caso de Egipto, prohibieron el servicio de internet.
La situación actual cobra una relevancia particular al estar involucradas potencias mundiales. En un rincón del planeta, como el nuestro, sumamente occidentalizado, salir de la dicotomía “buenos y malos” se torna más dificultoso, como así también llegar a coberturas que puedan informar y analizar prescindiendo de valoraciones.
Sin novedad alguna, podemos sostener que los países con intereses actuarán de la manera más estratégica para conseguir sus objetivos y las redes sociales no quedarán exentas de ser un campo de batalla, bien lo explica Jimena Valdez. Las plataformas tomaron partido en el ciberespacio, replicando los conflictos en el mundo de “carne y acero” que Barlow detestaba.
Las plataformas habitan el vacío legal mundial, pero los Estados deberían ajustarse al artículo 19 de la Declaración de los Derechos Humanos (1948): “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. El ejercicio de expresarse e informarse es vital en la vida democrática de una sociedad, y su impedimento nos pone en las puertas del autoritarismo.
Los imperios digitales, escondidos tras la complejidad del algoritmo, enmascaran sus intereses y ganancias, gobiernan territorios propios e ineludibles para cualquier persona en el siglo XXI. Se arrogan la facultad de qué censurar, qué definir como tema relevante y hasta qué indexar a sus buscadores, algo que subyace en el debate del mal llamado “derecho al olvido”, cuando se trata de información de interés público.
Es dificultoso discernir los límites de lo digital y lo real. El ejercicio democrático se vale de elementos de ambos planos, como libertad de expresión, circulación de información y en que las partes de la sociedad puedan tener una representación a través de sus representantes en las redes. Un debate urgente se nos presenta cuando las personas en tanto ciudadanes son gobernadas por Estados y en tanto usuaries por las plataformas; el primero rinde cuenta de cara a la ciudadanía y las segundas de cara a los accionistas.
Rodrigo Picó es licenciado en Ciencia Política (UBA), posgrado en «Plataformas Digitales y Sociedad Interconectada» (UNdAv) y maestrando en Políticas Públicas y Gerenciamiento del Desarrollo (UNSaM). Un Hombre Sensible de Flores que responde al nombre «Pipa».