Es cierto que el suyo no es un derrotero habitual: de Varela Cid al alfonismo, de Alfonsín a Cavallo, de Cavallo al duhaldismo pasando antes por la gestión financiera público-privada, para terminar en el Grupo Calafate y después, el camino que conocemos todos: jefe de gabinete de Néstor y Cristina, distanciado en 2008, massista y randazzista, antes de volver a amigarse con Cristina.
El anuncio de que Cristina Fernández no será candidata a presidente, sino a vice, en una fórmula que encabezará Alberto Fernández – con quien se reencontró a principios de 2018 después de diez años de distanciamiento – puso fin al misterio que gobernaba todas las especulaciones electorales, descolocando a propios y ajenos y alterando de manera radical el mapa político de cara a unas primarias que están cada vez más cerca.
La importancia de esta decisión trasciende con mucho el impacto generado por el factor sorpresa y la posibilidad de ampliar el espectro electoral. Dada la naturaleza del frente patriótico cuya construcción impulsa la ex presidenta, la definición del liderazgo trae aparejados movimientos internos con consecuencias difíciles de calcular.
Enroque Largo
Por su gran contenido táctico y estratégico, es común comparar la política con el juego del ajedrez. Una peculiaridad de este juego es que la mayoría de los movimientos pueden retrotraerse o repetirse – un alfil puede avanzar y retroceder – pero el enroque, en sus variantes corta y larga, solo puede ser realizado una vez. Es un movimiento doble, ofensivo y defensivo, que pone el rey a resguardo y lleva la torre al centro, donde gana actividad. De las dos variantes, el más inusual y arriesgado es el enroque largo, donde el rey se desplaza mucho y queda en una posición algo expuesta. A cambio, abre el juego y permite atacar con más facilidad.
El video de Youtube en el que Cristina anunció la candidatura de Alberto Fernández, y su histórico – qué duda cabe – paso al costado, fue un enroque largo. Le permitió correrse del centro, restarle poder de fuego a los embates judiciales contra su figura y llevar al centro a uno de sus hombres fuertes, el gran responsable de la ola de triunfos electorales que el peronismo no para de cosechar en las elecciones provinciales a lo largo del país. Con la sorpresiva designación de su candidato, el kirchnerismo pasó, decididamente, a la iniciativa.
Propios y ajenos no tardaron en evaluar la jugada. Desde la oposición, política y mediática, se dijo que expresa debilidad, que es un error – otro más – de campaña, que es una traición a los que le siguieron siendo leales, que pretende reeditar la fracasada fórmula setentista de Perón y Cámpora. Con un poco más de entusiasmo, y también de razón, de este lado de la grieta la mayoría saludó su inigualable capacidad de sorprender y generar un panorama nuevo con un golpe de muñeca.
Es cierto que muestra una disciplina interna formidable: en el Patria, queda claro, no se filtra nada que Cristina no quiera. Es cierto que habilita un acercamiento de dirigentes distanciados y abre la puerta para el retorno al nido de la diáspora panperonista. Y es cierto que nadie la vio venir: el sábado por la mañana muchos nos espabilamos de golpe con la noticia que nos corroboró, una vez más, que al menos por estas latitudes la política sigue siendo mucho más, en tiempos de los focus groups y la tiranía de las encuestas, que el fino arte de contar porotos.
Todo eso es cierto, y seguramente habrá algún libro de historia o manual de ciencia política que dedique su página a la jugada de ajedrez que nadie vio venir. Pero las implicancias de la decisión de Cristina van más mucho más allá de su efecto sorpresa. Implica, con seguridad, un reordenamiento del Frente que tiene todas las de ganar en las próximas elecciones.
Pasos al costado
El anuncio de la candidatura de Alberto generó de inmediato una catarata de apoyos por parte de la práctica totalidad de los gobernadores peronistas – con la obvia excepción de Urtubey y la menos obvia del gringo Scharetti -, muchos de los cuales coqueteaban hasta hace un mes con la cada vez más escuálida Alternativa Federal. En rigor, muchos de esos acercamientos ya se venían concretando. También en rigor, el gran artífice de esos acercamientos fue el propio Fernández, y las negociaciones que los hicieron posibles estuvieron en consonancia con el anuncio de la ex-presidenta: en Santa Fe y Entre Ríos, Unidad Ciudadana bajó sus candidaturas en pos de la unidad. Con el diario del lunes, se puede ver allí antecedentes o ensayos de este paso al costado. Todos salieron bien.
Con distintos grados de efusividad, la designación de Alberto como precandidato recabó rápidamente las respuestas abiertamente favorables de Lucía Corpacci, Roxana Bertone, Domingo Peppo, Gildo Insfrán, Gerardo Zamora, Sergio Casas, Alicia Kirchner, Carlos Verna, Juan Manzur y Alberto Rodríguez Saá, y las un poco más cautas de Sergio Uñac y Gustavo Bordet. Doce gobernadores en dos días. La cosecha puede sorprender: si Alberto ya era su mano de derecha, y si Cristina, después de todo, no se bajó de la boleta: ¿qué es lo que cambió? Una línea posible se desprende del saludo que dedicó a la nueva fórmula el chaqueño Peppo, acaso el más elocuente de los gobernadores en su felicitación: “No se trata de ganar una elección, sino de contar con hombres y mujeres que puedan gobernar y reconstruir la Argentina”, declaró en un tweet.
Y es que la victoria, a pesar de los pocos festejos – equivocados o fingidos – que se dejaron oir en Balcarce 50, parece estar al caer. Con el grueso de la masa electoral y territorial de Alternativa Federal incorporada al armado fernandista, los candidatos de la enflaquecida segunda marca peronista debieron apurarse a ratificar sus candidaturas, en un mensaje inconexo y disonante: Lavagna aceptó, finalmente, competir en unas PASO de Alternativa Federal en las que podría no enfrentarse con nadie; Massa se anotó como precandidato, pero todavía no dijo por qué frente. Se invitó a los radicales, que están negociando posiciones en Cambiemos y se habló del socialismo, cuyo peso fuera de Santa Fe es prácticamente nulo. Las cosas no están mejor en el redil oficialista, donde el Círculo Rojo ya no tiene razones para seguir sosteniendo lo insostenible: si les preocupaba una venezuelización de la argentina o, más realistamente, una puja redistributiva que los tuviera como claros perdedores, tanto las palabras de Cristina en la Feria del Libro como el anuncio de la candidatura de Alberto mandaron una señal clara: el “es con todos” también los incluye a ellos.
Tema del traidor y del héroe
Todos los medios del país debieron publicar el sábado una breve biografía política del flamante precandidato a presidente. Un recorrido por los distintos portales muestra un generoso recurso al copy-paste, que evidencia, además del estado famélico del periodismo vernáculo, un llamativo nivel de desconocimiento. Sin repetir y sin soplar, muy pocos periodistas, incluso entre los que se especializan en política, sabían decir dónde estaba Alberto antes de 2003.
Es cierto que el suyo no es un derrotero habitual: de Varela Cid al alfonismo, de Alfonsín a Cavallo, de Cavallo al duhaldismo pasando antes por la gestión financiera público-privada, para terminar en el Grupo Calafate y después, el camino que conocemos todos: jefe de gabinete de Néstor y Cristina, distanciado en 2008 y devenido peronista disidente, massista y randazzista, antes de volver a amigarse con Cristina y ser el artífice del reencuentro de la ex mandataria con el PJ, cuya sede central no había pisado en 15 años. En el medio, por supuesto, no hay calificativo que no se le haya aplicado. El de traidor es uno de ellos: después de la 125, a la que se opuso, Alberto fue un crítico feroz no sólo de la política económica de Cristina, sino incluso de algunas de sus medidas más emblemáticas, como la Ley de Medios. “Es un vocero del Grupo Clarín”, llegó a decir la entonces presidenta en una entrevista.
Pero decir que Alberto Fernández no es un candidato del paladar cristinista sería una verdad a medias. Pese a su presencia ubicua en todas las esferas del poder y su nivel creciente de exposición pública, es inmensamente desconocido para la mayoría de la población argentina. Su cuenta de twitter, ahora engordada, contaba hasta hace unos días con menos de 60.000 seguidores. Para ponerlo en perspectiva, Cristina tiene 5,5 millones y Macri, 4,8.
No es ningún secreto que Alberto no aporta votos propios: no los tiene. La ecuación cobra más sentido cuando se ponen en la balanza los votos aportados por esa liga de gobernadores que dio su visto bueno a la entronización del ex jefe de gabinete, leyendo en ese gesto un giro moderado hacia el centro, hacia el llamado “peronismo blanco”. Pero, ¿puede esto ser todo? ¿Entregó Cristina, la única candidata cuya intención de voto no para de aumentar – lo dice el propio Alberto – su posibilidad de volver a ser presidenta a cambio de un 10% de los votos con el que de todas maneras se hubiera hecho en un escenario de balotaje ante un gobierno que no tiene absolutamente nada que mostrar? Es una posibilidad, pero si uno atiende al mensaje que ofreció Cristina, a modo de explicación, en el video en el que anuncia que no va a ser candidata, se ve con claridad que la decisión pasa por otro lado. Hay, una vez más, que distinguir lo cierto de lo importante.
En ese discurso, inusualmente breve y conciso, Cristina destaca de Alberto el haber sido el encargado de “organizar, acordar y buscar siempre la mayor amplitud posible del gobierno”. Sostiene que la fórmula busca “convocar a los más amplios sectores sociales y políticos, y económicos también, no sólo para ganar una elección, sino para gobernar”. E insiste, una vez más, en que “la coalición que gobierne deberá ser más amplia que la que haya ganado las elecciones”.
En su editorial del número de abril de Le monde diplomatique, José Natanson afirma, en tono con el libro que acaban de publicar Martín Rodríguez y Pablo Touzon, que “la grieta” es expresión de la imposibilidad hegemónica en la Argentina poskirchnerista. Recostados sobre su tercio intenso, tanto el macrismo como el kirchnerismo conservarían su cuota de poder y podrían incluso ganar un balotaje, pero no construir una mayoría. Una suerte de reedición del empate hegemónico de los 60.
El discurso y la decisión de Cristina parecen enfilarse en esa misma línea de razonamiento: no se trata de ganar, sino de formar una mayoría social que permita atravesar el período de fuerte turbulencia que tiene por delante la Argentina. Se trata de lograr, como ella misma dijo en la presentación de su libro, un nuevo contrato social entre el capital y el trabajo. Eso quiere decir muchas cosas.
¿Que implica la designación de Alberto?
Un Frente Patriótico es un espacio donde confluyen intereses antagónicos en pos de alcanzar un bien común o, por lo menos, evitar un deterioro general. En un Frente Patriótico hay, por lo tanto, fuertes tensiones internas, que se dirimen en razón de su correlación de fuerzas, y en cuya resolución la conducción del movimiento es central. Si la Nueva Mayoría era encabezada, como parecía que iba a ocurrir, por Cristina, entonces el equilibrio interno podía ser inclinado a favor de aquellos sectores sociales y políticos que habían sido el principal impulsor de su candidatura.
La designación de Alberto Fernández implica una concesión no sólo de Cristina sino de su base social en pos de alcanzar la paz social. Para decirlo de otra manera, Alberto Fernández es el héroe del momento no a pesar haberse enfrentado a Cristina, sino por ello mismo. Es la garantía de que el círculo rojo será parte su programa de gobierno.
Sus primeras definiciones en este sentido son elocuentes: el llamado al economista liberal Guillermo Nielsen, la explicitación de se “honrarán”, negociación mediante, los compromisos con el FMI, e incluso el guiño a Magnetto en la entrevista que brindó a Página 12, son gestos que van en sintonía con la definición que había ofrecido pocas semanas antes ante el mismo medio: el desarrollo estructural se genera por la inversión privada. Se trata, en definitiva, de recomponer la ganancia empresarial como base para la recuperación productiva que permita salir de la crisis. De los sectores que hoy rechazan a la ex presidenta, el único que sí parece dispuesto a disciplinar es el de la Justicia Federal, convertido ahora en una suerte de supra-poder ajeno a cualquier constricción legal en su accionar.
Así las cosas, lo que estará en juego en la guerra de posiciones que se librará de acá hasta, al menos, diciembre, es el lugar que ocuparán en la coalición electoral los representantes de los diversos sectores sociales y políticos que la integren, desde los cuales serán vectores de la batalla por la recomposición del ingreso en los años sucesivos. Se tratará, también, de instalar dirigentes que puedan disputar espacios de representación por derecho propio. Si su gobierno será de transición, el propio Fernández dio una pista de a quién ve, hoy por hoy, mejor posicionado para pelear por ese cargo en el futuro: “De su generación, el que más se preparó para ser presidente es Sergio Massa”, dijo en una nota reciente, poco antes de ser ungido.
Periodista y profesor de Historia, doctorando en Historia Antigua. Le interesan los orígenes del Estado, la política y la democracia. Hincha de San Lorenzo, fundamentalista del asado. La pastafrola es de membrillo.