The Joker o el desborde de la tolerancia

Por Ezequiel Ivanis
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The Joker es una película de época, es hoy, temporal. Su potencia no es la predicción sino la capacidad de decir lo indecible contemporáneo, lo indecible latente y prohibido. Es la construcción artística de un mundo existente pero ocultado. 

La película es atractiva, desafiante, visceral, pero sobre todo adictiva. Y esa adicción es culpa de Arthur Fleck que actúa como un significante vacío de la realidad social. Quien mira The Joker se identifica con el personaje y descarga junto a él toda su frustración, su enojo, su hastío, su intolerancia. The Joker es la indignación que estaba ahogada e impronunciable. Es el desborde de nuestra eterna tolerancia. De la tolerancia de los de abajo con la intolerancia de los de arriba. The Joker es esa indignación hecha acción, ese hastío ya intolerable que ha desbordado por un mundo hipócrita, cínico, cruel y despiadado del cual no queremos (o no podemos) dar cuenta. 

Arthur Fleck, como los de abajo, no tenía un enemigo fijo, ni siquiera tenía un enemigo. Era el mundo contra él. El acontecimiento contra él. La suerte contra él. El mérito contra él. Hasta que se desata un cambio radical en el personaje y deja de ser una triste repetición diaria para ser un payaso indeterminado y, por tanto, temible. Esa metamorfosis solo es posible cuando mata a su madre y se vuelve libre, incluso para morir; cuando es consciente de que tiene una vida y que merece vivirla, que merece saber, que merece compasión, que merece perdón, que merece lo mismo que los que merecen merecer. Así pudo deshacerse de esa prisión impuesta que lo hacía “Happy”, que lo hacía reír cuando quería gritar. Su primer enemigo será su propio padre, un magnate “desinteresado” que coloca su fortuna personal en juego para salvar a la ciudad. Demasiado conocido para nosotros. The Joker pudo personificar todo ese hastío, múltiple, difuso y justificado por los medios de comunicación en un solo enemigo: el de arriba. Y hacía él fue. 

Arthur Fleck no es el sujeto de la revolución. Por el contrario, es un significante en el que cada quien carga, a su antojo y en base a sus angustias, sus propias intolerancias. De hecho él mismo lo dice “Soy a-político”. Los que estamos obligados a cargar de sustancia de lo político a ese significante somos nosotros, los anónimos, los de abajo. 

No hay individualidad posible en The Joker. Él es un hombre sano que juega con los niños en el colectivo, que no posee armas, que ríe amargamente. Imposible de ser violento, se contenta con soñar una aparición en la televisión, un amor clandestino. Es un hombre cualquiera, genérico, colectivo. Pero él es el loco enfermo. Los sanos son los del discurso violento, los que se ríen del Otro frente a una audiencia multitudinaria (en la película nos parece burdo, pero Marcelo Tinelli tuvo su propio programa de televisión basado en eso). Tinelli, Legrand, Susana Giménez, la casta política, la elite económica y los famosos y famosas que viven una vida de vidriera son los violentos que merecen la peor de las violencias: la realización de la justicia, la igualdad, la responsabilidad y el sentido común.

The Joker, yo, vos, debemos guardar una responsabilidad suprema por nuestros actos. Debemos pagar las boletas de gas, luz, teléfono, cada mes. Pagar todo lo que consumimos. Trabajar por lo que deseamos (y por lo que nos dicen qué desear también). Debemos mantener la monogamia. Abstenernos de la marihuana. Abortar clandestinamente con riesgo de vida. Respetar al Otro, aunque sea tan vil como un presidente del FMI. Ante cada uno de nuestros actos se nos presenta una responsabilidad enorme, asfixiante, intolerable. Un cúmulo de responsabilidad alimentado por la culpa religiosa y televisiva. Ellos, los magnates, adolecen de cualquier ética de la responsabilidad. Tienen testaferros, abogados, lazos de salvaguarda, cielos comprados. Están viviendo a costa nuestra, poniendo en riesgo ciudades enteras, fertilizando con glifosato, vertiendo cianuro, arrasando bosques, quemando pastos, produciendo armas, aumentando medicamentos, regulando la felicidad. Todo ese riesgo humano, esa producción de miseria, de enfermedades, de tristezas, de locos, de Jokers, ¿para qué? Para aumentar sus ganancias y su exclusividad. Hoy el 1% de la población mundial posee el 45% de la riqueza mundial. Es asqueante, indigno e inhumano.

Otra política y otra vida son posibles. Necesitamos inaugurar una nueva democracia. Total. Radical. Igualitaria. Una democracia de identidades comunes que asesinen a esos “súper” súper yos ficticios. Una democracia totalizante que no permita cumplir el lema rousseauniano de que alguien sea tan pobre como para venderse, ni alguien tan rico como para comprarlo. Una democracia que se indigne por las familias que viven en la calle, bajo la lluvia, entre la basura y la desesperanza; mientras les pasa por encima un dudoso magnate con una, también dudosa, rubia cuyos besos no son más que la frialdad de la frivolidad.

Una democracia radical y total, que no permita la mentira, el engaño, ni el silencio. Que imposibilite cualquier acción que reproduzca injusticia e inequidad, una democracia de los de abajo. 

Para los de arriba solo queda un mensaje. Tal vez no hoy en Chile. Tal vez no ayer en Ecuador. Tal vez no antes de ayer en Francia, El Líbano o Perú. Pero sepan que mañana, tal vez, sí. Esa vulnerabilidad y espanto es el que deben siempre tener sobre sus riquezas. En cambio en nosotros, los de abajo, ese «mañana, tal vez, sí» es la conciencia de que no tenemos nada que perder salvo nuestra tolerancia.

Fecha de publicación:
Ezequiel Ivanis

Quiso ser astrónomo pero terminó estudiando ciencia política. Docente universitario. Hoy se encuentra a cargo de la Dirección de Investigación de la UNLa. Coordinador del Instituto Democracia.