Un balance provisorio

El Reino de los clichés

Por Nicolás Fava
Compartir

Netflix lanza una ficción sobre un pastor que puede ser presidente; un sector del movimiento evangélico asegura que los estigmatiza y resalta la militancia feminista de una de las autoras. Estalla la polémica. Los algoritmos festejan. Miramos la serie. Reafirmamos prejuicios. Se anuncia otra temporada.

Las condiciones materiales

Más allá de las imprecisiones relacionadas con la liturgia religiosa o el proceso judicial, el mayor pecado narrativo en el que incurre la serie es mirar el fenómeno desde arriba. Tanto desde el punto de vista religioso como del político, el artificio reduccionista que «El Reino» elige como mecanismo para resolver el relato, pasa por alto los actores sociales involucrados en el desarrollo real de la articulación entre movimiento evangélico y poder político en la que se basa el argumento.

Por un lado, los fieles, el pueblo creyente, no aparece, o aparece en su ausencia como un sujeto pasivo frente al poder pastoral. Por otro lado, la disputa política institucional se resuelve totalmente desencajada de la conflictividad social, desde una lógica hiper tecnocrática y una hipótesis del complot que descansa en la intervención conspiranoica de servicios secretos, sugerentemente vinculados a Estados Unidos. Volveremos allí.

A trazos muy gruesos, con incongruencias notables, les autores se proponen representar un credo, un culto, una forma de espiritualidad o religiosidad, que utilizarán como atmósfera de un thriller político, criminal y místico. No se imaginan una religión nueva en un país X, no inventan un poder teocrático con retazos de las religiones existentes -a la manera de «El cuento de la criada», por ejemplo- ni sitúan su historia en algún no lugar, sino que eligen expresamente ubicar su relato en Argentina (una Argentina un tanto abstracta, imprecisa, sin sus particularidades socio-políticas, poco situada en un indeterminado momento histórico) y poner en el centro de la escena a un colectivo concreto pero deformado, con rasgos exagerados, casi caricaturescos. Un colectivo que en realidad es diverso y muy difícil de asir intelectualmente.

En la lectura del teólogo Nicolás Panotto, “la serie no logró captar elementos fundamentales de la identidad evangélica, proponiendo simbolismos y rituales que hablan más de un catolicismo caricaturesco filo-carismático, que de una representación evangélica. En muchos aspectos se acerca a la imagen de la Iglesia Universal del Reino de Dios, pero sin considerar que ella no forma parte del abanico evangélico nacional, e incluso no tiene legitimidad dentro de las corrientes más conservadoras.”

Dos momentos de la serie confiesan su afán recreativo. Les autores nos declaran a través de los personajes que están tratando de representar un movimiento religioso puntual en un país determinado: cuando el personaje de la pastora dice “nosotros, los evangelistas” (término que se utiliza, sí, para designar a ciertos referentes puntuales del ámbito evangélico, pero que no es usado por los y las evangélicas para la autorreferencia), y cuando, ya avanzada la temporada, aparece por fin el peronismo, a partir de una sugerencia del asesor al candidato, que recomienda no pronunciar la palabra “compañeros”.

La distancia entre las grandes estructuras y liderazgos cristianos y las personas comunes y corrientes que viven la fe a su manera es un elemento crucial para entender la dinámica del desenvolvimiento evangélico. Pases de una iglesia a otra, desentusiasmo con un pastor, simpatía por otros, complementación con otras formas de espiritualidad, etc. Quizás esto quede medianamente ilustrado en las figuras de dos personajes miembros de la iglesia, Tadeo y Remigio que, a partir de una sucesión de hechos traumáticos confrontan a su líder y, poniendo por encima sus creencias, deciden dar un paso al costado sin abandonar su fe sino reavivándola y relanzándola.

Existe un doble movimiento estructural en relación a este fenómeno. Si bien “El Reino” pretende proponer una lectura del funcionamiento macro o superestructural, que combina política con negocios y geopolítica (y que existe, como en otras culturas religiosas); en la cotidianeidad, sin embargo, en cada una las personas creyentes, militantes, las bases sociales que en definitiva hacen que una iglesia crezca o decrezca, operan otras estructuras, que no son las mismas que condicionan a las jerarquías eclesiales. 

Por su enorme pluralidad y su gran capilaridad social, para entender qué pasa con el movimiento evangélico en nuestro país hay que ver no sólo lo que los pastores dicen, sino lo que las comunidades hacen con ello. Recepciones, mediaciones, pequeñas rebeldías y sincretismos de todo tipo hacen de cada rebaño un sujeto popular imposible de plasmar en una temporada.

Una serie de batallas

Las primeras reacciones progresistas en redes festejaron la serie casi como un gol: por fin alguien pone el tema sobre la mesa, lo denuncia, le saca la careta a estos grupos anti derechos. No es incomprensible. En este punto vale recordar las crueldades que los fundamentalismos cometen en nombre de Dios, particularmente contra las mujeres. Niñas obligadas a parir; gays, lesbianas, trans consideradas desviadas o incapaces morales por algunas -sino la mayoría- de las iglesias de las diversas religiones.

No son situaciones aisladas ni privativas de algún credo en particular. Es lo que viven a diario las militantes feministas que acompañan a niñas, mujeres e identidades disidentes. Son problemas estructurales, transversales y vigentes en cualquier forma de religión o de organización más o menos sólida que para una militante se convierten en una cuestión personal. En buena medida, a favor de esta reacción, podríamos decir que la crítica frente al poder pastoral, a la religión, en cualquiera de sus formas, nunca será suficiente.

ACIERA, una de las federaciones evangélicas más importantes del país, que nuclea iglesias de muy diversas tradiciones, ritos, pastores y tamaños, se sintió aludida con la serie. En el -bastante virulento- comunicado oficial que publicaron en su sitio web (y luego decidieron bajar) llegaron a tildar a la producción de fascista y, si bien mencionaron a Claudia y Marcelo Piñeyro como autores, se detuvieron para elaborar su crítica en la reconocida militancia a favor del aborto legal de la autora, lo que explicaría su particular encono contra las iglesias evangélicas.

Medios como Sudestada o Feminacida cubrieron el hecho inmediatamente como una amenaza evangélica contra Claudia Piñeiro y numerosas referentas feministas se solidarizaron con la escritora, al tiempo que se desató la polémica sobre la realidad de las iglesias evangélicas en nuestro país. El principal argumento circulante en defensa de la serie, y de la autonomía de Claudia como escritora (expresada por ella misma en una nota) es el hecho de que se trata de una ficción. No se le puede pedir a una ficción que sea científica (con arreglo a los saberes de las ciencias sociales), o que sea un documental. Es decir, no se le puede pedir a una ficción que sea pedagógica.

La pirotecnia verbal en torno a este conflicto latente que de repente salió del closet, abrió un hito de debate inusual que permite que cualquiera pueda intervenir sobre el asunto. Se empezó a comentar en TV, se sometió al lenguaje memético de las redes, se charló en las mesas familiares, c-pikó en Twitter, se habló en las iglesias y entraron a la cancha hasta los científicos del CONICET. Pocas veces una interesante polémica afecta transversalmente, de algún modo, a casi toda la sociedad. Para cualquier persona interesada en la dinámica social, esto es un quilombo testigo.

No se trata de vedar el ejercicio de ficcionalización de una realidad concreta en nombre del hiper realismo social, sino del saldo artístico de la negociación entre representación e imaginación. Haríamos el mismo balance ante cualquier territorio, movimiento, escenario específico recreado perezosamente. Una villa, un sindicato, un medio de comunicación, un período histórico, cualquier corporación. Series como “El marginal” o películas como “Elefante blanco” o incluso “El secreto de sus ojos” han sido sometidas a la misma clase de crítica por el modo simplificado y hasta burdo en el que representan territorios complejos, discriminados y momentos de los más sensibles.

“El Reino”, como pieza de engranaje de una batalla cultural en curso, cumple su cometido y hace engranar a sus adversarios naturales. Pero no nos sirve para ver más allá, para desatar los nudos de la complejidad social del fenómeno del que se ocupa. De ahí que como es tan necesaria la libertad en el arte, es igualmente necesaria la libertad de crítica. Más aún cuando la serie toca fibras sensibles, no ya para el poder o un pastor determinado, sino para la gran masa de creyentes que existe en nuestro pueblo.

Desde un posicionamiento pretendidamente progresista, es decir comprometido con diversidades, la serie se constituye como un dispositivo de intervención política (en palabras de Marcelo Piñeyro: “Lo que hacemos es denunciar a las iglesias evangélicas que manipulan a la sociedad para imponer políticas conservadoras y quitar derechos”), pero desde una práctica no diversa desde el punto de vista de la religiosidad o la espiritualidad. No es una buena estrategia de prevención combatir caníbales comiéndoselos.

El antropólogo Pablo Semán, uno de los mayores especialistas argentinos en religiosidad popular, lo sintetizó de la siguiente manera: “Una polémica en la que cada uno tiene sus razones y sus yerros. En parte del mundo evangélico se ignora hasta qué punto causa dolor la oposición a la agenda de diversidad y de género que es fuerte en sus filas (…) Si faltó deconstrucción ahí, también faltó en otro lado: quienes no tienen ningún cuidado en referirse de maneras que ignoran (o no) cuán agresivos son sus planteos respecto de los grupos religiosos tampoco tienen en cuenta el hecho de que este país tampoco es tan plural en el campo religioso y que los evangélicos han sufrido por décadas estigmas, discriminaciones, violencias.”

Para el Dr. en Ciencias Sociales Marcos Carbonelli la serie tiene un tono pedagógico: “Nos dice: la realidad está doblada. Hay un pliegue que no ves y que ahora te voy a mostrar para que conozcas el real sentido de las cosas (…)” En un ejercicio contrafáctico el investigador se imagina qué ocurriría si, en lugar de evangélicos, otros grupos religiosos, sexuales o étnicos fueran caricaturizados por una ficción. Para Carbonelli, este sencillo ejercicio prueba que “los evangélicos son algo así como el permitido del progresismo: aquel conjunto social con el cual se pueden suspender la contextualización, el matiz y la diversidad para dar paso a simplificaciones”.

No obstante, la inquietud que «El Reino» plantea respecto de la creciente articulación entre movimiento evangélico y poder político es oportuna y fundada. En varias partes del mundo, pero en particular en Latinoamérica, las iglesias evangélicas -y sobre todo las neo pentecostales- vienen conformando un factor de poder clave y, en no pocos casos, a la vanguardia de discursos fundamentalistas que, como tales, amenazan las bases de la convivencia democrática, mientras que la población católica se reduce y cada vez más personas se acercan a distintas iglesias evangélicas. 

Según la Encuesta Nacional sobre Creencias Religiosas producida por el CONICET, entre 2008 y 2019 el porcentaje de personas que se reconocen evangélicas pasó de 9 a 15.3%, mientras que en el mismo período la población católica decreció desde el 76.5 al 62.9 %.

Un informe elaborado por el Equipo de Investigación Política y el Instituto Tricontinental de Investigación Social publicado en la Revista Crisis, asegura que sobran evidencias para vincular el explosivo crecimiento del movimiento evangélico en América Latina con una política planificada desde Estados Unidos, proponiendo una serie de líneas que contribuyen a la trazabilidad de la ruta de la fe a nivel continental a partir de diferentes acontecimientos, conexiones y documentos.

Pero no todo es lo mismo. Hay grandes iglesias que reciben financiamiento del extranjero (principalmente de Estados Unidos) a través de misiones, programas, donaciones y viajes de encuentro y capacitación, configurando una red de articulación continental; y pequeñas iglesias que pueden surgir en el garaje de un antiguo congregante de una iglesia tradicional que decidió emprender su propio camino como pastor y lee la biblia por sí mismo sin mayor formación. Iglesias vinculadas con centros de poder e iglesias marcadas por la precariedad periférica. En algunas, los pastores pueden ser tan o más pobres que los y las fieles; en otras, el poderío económico del pastor, su nivel de vida y el de su familia, no se oculta y hasta se ostenta como confirmación de la bendición que baja sobre la comunidad corroborando la elección del buen camino.

Decía Bertolt Brecht que cuando los parlamentos se convierten en un teatro, los teatros deben convertirse en parlamentos. Algo de eso hay acá. Una ficción tratando de impulsar un debate político latente, que se desarrolla en el subsuelo de la gran conversación que es una sociedad, pero no ha florecido todavía en el debate público. Aún así, la literatura suele ser un arma rebelde a cualquier estrategia. Y el arte, cuando es arte, sirve para abrir interpretaciones, no cerrarlas. Funciona casi siempre para combatir preconceptos y no para confirmarlos.

Vivimos en un mundo en que las frustraciones sociales se canalizan a través de reafirmaciones identitarias. Cada vez más colectivos y minorías compiten en la construcción simbólica de la diversidad por una cuota de representación y reconocimiento eligiendo un adversario preferencial. Al capitalismo en su fase neoliberal le viene bárbaro esta fragmentación social y las corporaciones son las primeras en comprender de segmentación, el nuevo dispositivo para implementar el viejo apotegma del divide y reinarás

En el catálogo de Netflix se puede encontrar películas recientes como “El Club” o “Los dos papas” que denuncian o satirizan a la iglesia Católica; “Poco Ortodoxa”, que hace foco en una particular comunidad judía ortodoxa de la ciudad de Nueva York; y “Nada que perder”, la película propagandística sobre la vida del líder de la Iglesia Universal en Brasil. Si la iglesia históricamente denunciada por abusos a las infancias es la Iglesia Católica, no deja de ser una pregunta de buena fe por qué, en el país del papa Francisco, no existe una producción de esta magnitud que evoque esa situación.

A veces naturalizamos la religión cuasi oficial de nuestro país como algo dado e imperturbable, mientras nos sorprendemos y hasta escandalizamos porque participantes de alguna otra cultura religiosa buscan o acceden a cuotas de poder. Nos alborota que un pastor consiga un espacio en radio o TV para expresar libremente sus prejuicios como cualquier cristiano, mientras el catolicismo sigue hegemonizando la educación de gestión privada en Argentina, sus sacerdotes tienen sueldos equiparados por ley a los del poder judicial y crucifijos enseñorean los juzgados en los que se decide sobre la libertad, el patrimonio y las relaciones familiares de las personas.

Micro mapa político de las iglesias evangélicas en Argentina

Hablar de evangélicos, en general, es un error. Como lo sería hablar de católicos, aún cuando el catolicismo tiene una estructura mucho más centralizada. Dentro del protestantismo, históricamente, existen numerosas corrientes, con importantes diferencias doctrinarias. 

Los estereotipos más difundidos actualmente hacen referencia a un difuso sector o movimiento interno que se denomina neo-pentecostalismo, término de cuño académico popularizado para referir a un conjunto de iglesias con particulares rituales, concepciones teológicas o lecturas de la biblia que algunos llaman literalistas -pero que en realidad son interpretaciones, como todas-, gran desarrollo comunicacional (y hasta empresarial) y aspiraciones políticas institucionales. 

El neo-pentecostalismo se desplegó en nuestra región desde los años 70, pero es particularmente influyente en Brasil, dentro del gobierno de Jair Bolsonaro (y antes aliados a Lula). Se trata en muchos casos de iglesias nuevas, no adscritas a ninguna corriente histórica, o iglesias antiguas “neo-pentecostalizadas”.

Sin embargo, ninguna iglesia se refiere a sí misma como neo-pentecostal, y la Iglesia Universal del Reino de Dios, por ejemplo, a la cual para muchos remite más directamente la serie, a diferencia de lo que sucede en Brasil, es todavía una rara avis dentro del espectro religioso argentino: las demás iglesias no se identifican para nada con ella, no forma parte de ninguna federación importante y sus referentes no han ensayado ningún tipo de intervención política electoral.

Para complejizar un poco más el panorama de la polémica desatada por “El Reino”, podemos proponer una breve cartografía del movimiento evangélico en nuestro país. A riesgo de caer en un nuevo reduccionismo, y obviando la existencia de numerosas iglesias imposibles de catalogar, diremos que existen cuatro grandes grupos, diferenciados por el vínculo que tienen con la política institucional y las tendencias ideológicas de sus discursos. Dos de esos grupos son mayoritarios y representativos de la población evangélica de nuestro país y dos son más bien marginales.

El primero de ellos está representado nítidamente por ACIERA, que es la federación más grande (al menos eso dicen los informes del Departamento de Estado norteamericano sobre Argentina) y la que más vinculación tiene con las tendencias espirituales del país del norte. Algunos de los referentes de ese espacio fueron candidatos de Cambiemos y otros están hoy en diversos agrupamientos como UNO. Pero es una federación tan grande, que nuclea tantas iglesias que son tan importantes, que difícilmente las cúpulas piensen lo mismo que los pastores a los que representan y estos igual que sus fieles. En segundo lugar, hay un sector, casi tan populoso pero menos importante, representado claramente por FAIE, que nuclea más bien a iglesias tradicionales, con cierta tendencia progresista, de militancia a favor de los Derechos Humanos, el ambientalismo y hasta políticas de géneros y educación sexual.

Para entender más claramente las diferencias entre uno y otro sector de los mayoritarios vale recordar dos acontecimientos. Su ruptura durante la dictadura y el posicionamiento durante el golpe en Bolivia. ACIERA es, de hecho, una especie de desprendimiento de FAIE. Se dividieron en 1982 a partir de un claro posicionamiento de FAIE contra la dictadura a partir del cual se fundó el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Hablando con pastores progres, nos podemos enterar que algunas de las primeras reuniones de Madres de Plaza de Mayo se hicieron en iglesias evangélicas o que importantes fundadores de la teología de la liberación fueron protestantes.

Traída a la actualidad, esa fractura se actualizó con bastante nitidez durante el gobierno de Macri y particularmente en un posicionamiento respecto del golpe de Estado en Bolivia que hemos cubierto en otra nota de Oleada.

En los extremos, de uno y otro lado de la grieta, por decirlo de algún modo, encontramos expresiones minoritarias, pero más intensas y comprometidas ideológicamente. Es el caso de la Iglesia Universal del Reino de Dios, con uno de los discursos más extremistas, por un lado, y de pequeñas iglesias con marcado compromiso con diversidades, como la de la comunidad Dimensión de Fe de la Pastora Gabriela Guerreros, Obispa de la Iglesia Antigua de Las Américas. 

Gabriela, que se solidarizó con Claudia Piñeyro por lo que calificó como un ataque por parte de ACIERA, celebró la ficción y el debate que produjo y destacó que es notable que para la producción de la serie hubo muy poca investigación sobre el mundo evangélico. A la Pastora, la historia le remite al proceso de alineamiento con el poder político y judicial de las iglesias pentecostales conservadoras en Colombia, llegando a puestos de poder a través de financiamiento vinculado con el narcotráfico. Y remarcó: “ACIERA no es la voz de las iglesias evangélicas, sino una expresión que nace en los momentos más oscuros de nuestro pueblo”. Vale la pena escucharla.

Hay un elemento que pasó por alto en casi todos los análisis. La serie no habla específicamente de un poder evangélico autónomo, sino de un poder político, abstracto, opaco, vinculado a los intereses de Estados Unidos que necesita del capital social del pastor de una iglesia para llevar a cabo su programa económico. Esto es por demás interesante y sí refleja una dinámica que se está convirtiendo en patrón en América Latina. 

Fuerzas conservadoras en materia cultural abriendo la puerta al partido neoliberal, más preocupado por los resortes económicos y geopolíticos de la vida social. En la serie, esto está reflejado ilustrativamente en la negociación acerca de la nómina de ministros para el posible gobierno. Al Pastor le interesan las carteras culturales, desde donde entiende que se puede influir en “la mente” de las personas, mientras que al asesor y comisario de aquel poder en la sombras le interesa quedarse con la economía, las relaciones internacionales, etc. 

Se trata de una estructura que se repite. En términos generales, con la “invitación” a supuestos “outsiders” por fuerzas tradicionales, para que se “metan” en política y así capitalizar políticamente su prestigio. En términos más precisos, se trata de una alianza táctica entre diversos sectores de la derecha que ha dado frutos particularmente en Brasil, donde Bolsonaro le confió a chicago boys los bolsillos y a referentxs evangélicos la educación y la cultura del pueblo brasilero. 

Esta experiencia de articulación tuvo un episodio logrado también en el golpe en Bolivia, donde la biblia como símbolo y el discurso discriminador hacia la cosmovisión andina de algunos líderes conservadores radicalizados tuvo como consecuencia la llegada al gobierno de Jeanine Añez, otrora candidata por el Movimiento Demócrata Social, de marcada orientación pro mercado. Es algo que en nuestro país (acaso por la existencia de un movimiento nacional capaz de seducir y contener a casi todo el mundo) pareciera muy lejos de suceder. 

Quizás fue Cristina la que por primera vez planteó contundentemente el problema político en el Foro Internacional de CLACSO realizado en Buenos Aires en 2018. Mientras cada sector del heterogéneo frente antineoliberal que se estaba gestando hacía su propio juego en relación a las iglesias evangélicas (actores políticos de peso como Jorge Capitanich se mostrarían luego apoyados por pastores), CFK habló de “unidad con los pañuelos celestes”, ganándose duras críticas de importantes referentas como Rita Segato. Ya en el gobierno, uno de los primeros gestos de Alberto Fernández fue el de reunirse públicamente con diversas entidades representantes de iglesias evangélicas en un encuentro institucional y un acercamiento político probablemente histórico.

No nos representa

La religiosidad popular es un fenómeno complejo que se mueve en el subsuelo de la patria y la demoscopía política electoralista no logra captar. Así como muchas veces es ciega de sectores emergentes o invisibilizados como la economía popular o el feminismo popular.

Hay que ver «El Reino» como un buen producto de la industria del entretenimiento, cuyo fin último no es siempre ni en última instancia el arte. La empresa Netflix ha declarado que su principal competidor es el sueño y en esta pulseada también gana la batalla. 

Técnicamente bien producido y con una economía de la información que mantiene a la audiencia en vilo, no puede decirse, sin embargo, que el guión sea ni creativo, ni re-recreativo. Ni siquiera que esté a la altura de la capacidad interpretativa de sus grandes actrices y actores. Los personajes no tienen complejidad, no tienen pliegues ni matices: el malo parece malo, la heroína parece heroína, el funcionario parece funcionario, el mesías parece el mesías y representan perfectos estereotipos de un determinado imaginario social, inspirado en una visión que no llega a ser crítica sino meramente negativa del fenómeno que aborda.

Con todo esto, la serie termina siendo una fantasiosa distopía progresista inspirada por el temor, el prejuicio y probablemente el desconocimiento. Lo más interesante que «El Reino» nos deja es la polémica que ha desatado, enfrentando dos perspectivas sesgadas. El modo de encarar este debate, un tanto maniqueo, obliga a posicionarse de un lado u otro de una contienda sectorial. Profundizar un poco en el análisis, complejizar la mirada, puede generar confusión. Pero, vos, ¿de qué lado estás? ¿Te gustó o no te gustó? ¿Estás con Netflix o con los evangélicos? Quizás valga la pena, no obstante, rebelarse ante la simplificación y eludir cualquier forma apriorística de corrección. Pensar correctamente es hacerse las preguntas adecuadas. 

En un provisorio balance de esta polémica que seguramente seguirá por vías inescrutables y contingentes podríamos afirmar que la serie y la polémica desatada viene a recordarnos tanto la importancia del derecho a expresarse libremente como la necesidad de encarar sin hipocresías un obligado debate pendiente.

Fecha de publicación:
Nicolás Fava

Estudiante avanzado de Derecho (UBA). Oriundo de Eldorado. Revolucionario de tereré. Integrante del Instituto Democracia.