La alt-right de nuestro país sumó un nuevo episodio: tras amenazar de muerte a la vicepresidenta Cristina Fernández en su cuenta de Twitter, el periodista e influencer Eduardo “El Presto” Prestofilippo fue detenido en su casa en la ciudad de Córdoba tras resistirse al allanamiento de su domicilio. ¿Qué se esconde detrás de las reivindicaciones y declaraciones de esta (no tan) nueva tendencia política? ¿Quién alimenta estos discursos de odio?
Poco tiempo pasó entre la detención del director del portal Data24 e influencer Eduardo “El Presto” Prestofilippo en su domicilio del barrio Nueva Córdoba, y el posicionamiento del Trending Topic #LiberenAlPresto en lo más alto de las tendencias en Twitter. En cuestión de minutos, miles de tweets de distintas cuentas se hicieron eco del mismo reclamo: “El Presto” no podía pasar un minuto detenido. La denuncia había sido anunciada un día después de que el youtuber twitteara una amenaza mientras se definía en el congreso si se trataba o no el proyecto de Reforma Judicial en el Senado: “Vos no vas a salir VIVA de este estallido social. Vas a ser la primera – junto con tus crías políticas– en pagar todo el daño que causaron. TE QUEDA POCO TIEMPO”. La advertencia iba dirigida a la Vicepresidenta Cristina Fernández. Su detención no fue a raíz de la amenaza en sí sino por resistirse a un allanamiento en su domicilio.
El tweet de Eduardo Prestofilippo no se destacaba por su virulencia si tomamos cualquiera de sus múltiples y explosivas declaraciones en los videos de su canal de Youtube. Haciendo un rápido sobrevuelo por alguna de sus entregas notaremos que son más que habituales las instigaciones a agredir a funcionarios, invadir sus viviendas y tomar la acción directa como metodología contra las instituciones democráticas. Lo problemático es que lo que se presentó como el exceso de una persona puntual (o un grupo marginal de personas ubicadas en el extremo de un espectro ideológico) es en realidad la característica fundante de una nueva expresión política con aspiraciones hegemónicas.
¿La rebelión de los privilegiados?
En la Argentina se percibe el fenómeno de la alt-right como algo lejano, como un fenómeno al cual somos impermeables por la propia cultura política e institucional de nuestro país. No resulta suficiente con Donald Trump accediendo a la Casa Blanca mediante el voto popular en 2016, Bolsonaro tomando el poder de la misma manera en 2018 y el creciente número de bancas ganadas por distintas versiones del neo-fascismo en el Parlamento Europeo desde el crack financiero de 2008. En general, para desarmar cualquier tipo de llamado de atención alrededor de este fenómeno, se acude a la figura retórica de la “excepcionalidad argentina”. Pablo Semán es elocuente en su ensayo “El péndulo y el tobogán”. Respecto a esto, critica la posición que sostiene que “Argentina es excepcional por la experiencia peronista, que la misma excepcionalidad debe imputarse a la transición democrática, y que las fuerzas armadas en Argentina son diferentes”. A este tipo de conceptos los llama “saberes vencidos”, argumentos autocomplacientes que quedan vetustos frente a la experiencia actual y al nuevo escenario que se abrió tras la pandemia.
Hay un hilo que une las primeras manifestaciones contra el ASPO decretado por Alberto Fernández y las distintas expresiones de odio que surgieron en el mundo y llegaron hasta nuestras latitudes. El discurso encadena determinados reclamos, en apariencia incoherentes y hasta contradictorios: no es raro encontrar en una misma concentración a detractores de todo lo que sugiera una mínima intervención estatal, y a pocos metros grupos ultra-nacionalistas que reivindican a Bionidini. ¿Qué sugiere la toma del espacio público por sectores cuya propuesta se limita a la proclama de consignas de odio?
Daniel Feierstein en su libro “La construcción del enano fascista” enumera las tres principales formas que toma el fascismo: la ideológica, la de régimen de gobierno y la de prácticas sociales. Mientras las primeras dos conservan un anclaje más directo a las experiencias europeas de la primera mitad del siglo XX, la tercera forma se extiende hasta nuestros días y se hace presente de manera cuanto menos alarmante. El sociólogo es preciso en señalar que nunca se hizo tan palpable el fascismo social en nuestra historia. Si bien las distintas dictaduras que tomaron el poder en nuestro país fueron destrozando el tejido social a través de la represión (con especial crueldad en el golpe de 1976), el monopolio de la violencia siempre lo tuvo el aparato estatal (en ocasiones operando a través de grupos para-estatales como la Triple A a mediados de los ‘70). Esta coacción ejercía sobre la sociedad civil tal disciplinamiento que no era necesario movilizar a las masas contra minorías sobre las cuales proyectar frustraciones causadas por medidas de una élite o fluctuaciones del capital, como lo hicieran los fascismos clásicos de Italia, Alemania o España. Hoy la realidad es distinta.
El ejercicio del poder y la movilización
Cambiemos ganó en 2015 tras una larga marcha que sobrevoló las convocatorias multitudinarias clásicas de la liturgia peronista. Más allá de operaciones contra figuras claves del entonces oficialismo y el intento de apropiación de convocatorias que los precedían (como las de 2012 contra el cepo al dólar o las de 2015 por Nisman), no hacía de la ocupación de la calle una práctica propia. Basta ver la solitaria danza de Mauricio Macri en su asunción. Ya al frente del Estado, a la Alianza Cambiemos no le tembló el pulso para aplicar de manera brutal políticas en detrimento de los bolsillos y derechos de les trabajadores. Una de las consecuencias políticas de esto fue la consagración de una unidad opositora que le quitó la posibilidad de conseguir la reelección en 2019. Sin embargo, en el andar supo hacerse del ejercicio de la movilización. La última gran acción populista de un líder discursivamente anti-populista fue la “marcha del millón” en el tramo final de la campaña electoral de 2019. Lo que se presentaba como la última apuesta de campaña de una coalición derrotada por el peronismo unido luego de cuatro años de gobierno, resultó ser una nueva apuesta metodológica para ganar el espacio público. La principal fuerza de derecha de nuestro país tomó nota de otras experiencias reaccionarias alrededor del mundo: lo que históricamente se replegó en fundaciones, think tanks, estudios de TV y universidades, hoy en día ocupa las calles y -lo que es más peligroso- no teme lanzar proclamas de odio contra minorías civiles, gobiernos progresistas y cualquier tipo de atisbo democratizador. En los ‘70 fue un silencio cómplice (padre del “enano fascista” del que hablaba Oriana Fallaci). Hoy en día es un grito convocante.
No es menor la expresión que eligió el ex-presidente Mauricio Macri en su carta contra el gobierno de Alberto Fernández el domingo pasado. Durante muchos años le fue imposible a la derecha nombrarse como tal. Mientras en los ‘90 proliferaban los partidos que no dudaban en adoptar la izquierda como nombre además de orientación, los sectores identificados con el liberalismo social y el conservadurismo económico debían camuflarse bajo otro tipo de nominaciones. En sus apuestas electorales, apuntaban a representar lo que se escondía debajo de la “espiral del silencio”: aquel sector de la opinión pública temerosa de expresar sus ideales de sociedad en tiempos donde el progresismo parecía ser hegemónico. Hoy en día ese silencio se rompió, produciéndose un desplazamiento desde la vergüenza hacia la sensación de rebeldía.
La periodista y profesora en Letras Natalí “La Inca” Incaminato analizó en una columna del programa El Hecho Maldito de la radio Futurock este fenómeno, focalizándose en la juventud que adopta las banderas de estos grupos de odio y señaló dos líneas: la que entiende que existe una suerte de conspiración marxista-queer que coacciona contra el individuo ocultándole “la verdad”; y una visión “parasitista” de la sociedad, en la que grandes grupos de personas “viven del Estado”, la visión más típicamente “gorila”. Para Incaminato ambas líneas están impregnadas de un fuerte racismo, una xenofobia marcada y un machismo inocultable, y lo que las emparenta de forma más directa es su plena identificación con un “despertar”. Esta suerte de revelación (en su sentido más bíblico) la diferencia de grupos marginales que existieron en otros momentos. Si a fines de los noventa a los skin-heads nostálgicos del Tercer Reich había que ir a buscarlos a un rincón del Parque Rivadavia, hoy se los puede encontrar envalentonados enfrentando una marcha por la legalización del aborto en el centro neurálgico de la geografía política.
La victoria de Mauricio Macri en 2015 (encadenada al avance conservador en otros puntos del globo) destrabó ciertos discursos. El de Eduardo Prestofilippo es tan solo uno de los casos en los que las redes aparecen como campos de batalla. No es menor que durante el período marcado por el ASPO estos discursos se hayan presentado de manera más violenta. La decisión ética por parte del campo popular de respetar las medidas sanitarias dispuestas por el gobierno, subrayaron de manera involuntaria el accionar de grupos opositores que, sin ningún tipo de cuidado por sus vidas y las de sus compatriotas, no dudaron en salir a la calle a tomar el espacio público por asalto. Al mismo tiempo, accionaron como lo vienen haciendo en otros países desde hace tiempo con sobrado éxito: las redes sociales -en especial Facebook y Twitter- se vieron plagadas de convocatorias a través de hashtags tanto a la movilización como al insulto y las amenazas al gobierno, sus funcionarios y aliados. El martes 15 de septiembre se publicó en Buzzfeed el relato de una ex-empleada de Facebook arrepentida de la forma en la que la red social operó por acción y omisión en detrimento de procesos políticos de países como Brasil, Bolivia, Ecuador o España. Considerar que grupos fundamentalistas del liberalismo económico y el conservadurismo social son “libertarios” que “sólo existen en redes sociales” es negar el papel clave que jugaron estos espacios de acción en el Golpe de Estado de Bolivia y la posterior persecución a Evo Morales; el impeachment a Dilma Roussef y la victoria de Jair Messias Bolsonaro y la proscripción de Rafael Correa en Ecuador, entre tantas otras. En un contexto en el que las redes sociales son nuestra principal ventana, esta nueva forma de la derecha las utiliza como principal campo de batalla. Si bien es cierto que detrás de los hashtags más convocantes de los influencers neo-fascistas operan consultoras internacionales como Atlas Network o CLS Strategies especializadas en creaciones de trolls, no es menor que estas iniciativas orientadas a desestabilizar gobiernos se emplacen en territorios fértiles para los discursos de odio.
Burlarse de un joven gritándole a un balcón o restarle importancia a un periodista extravagante por haber fracasado en una intentona electoral, es quedarse en un solo fotograma de una película que viene proyectándose hace mucho tiempo. Observar los procesos de odio sin correrse de la óptica electoralista es, cuanto menos, ingenuo. ¿En qué momento las derechas -sobre todo en sus formas más extremas- se limitaron al respeto de los procesos electorales? El de 2015 fue tan solo un paso que les sirvió para adoptar la musculatura de la movilización. Pablo Semán es claro al respecto: “Nada de la actualidad se explica por el pasado sino por un presente que moviliza el pasado y lo redefine con todo lo que agrega ese presente. La historia no se repite”. Prestofilippo, Javier Milei, José Gómez Centurión y José Luis Espert pueden sumar no más que el 10% en una futura elección. Pero Mauricio Macri o Patricia Bullrich sumaron casi el 41% y son elles quienes hoy proclaman contra “medidas soviéticas” y se presentan como “la luz frente a la oscuridad”. Unos corren los límites, los otros absorben los discursos, convocan las movilizaciones y -a menos que los comencemos a tomar en serio- ganan elecciones. Y sino, tienen otros métodos.
Integrante del Instituto Democracia. Periodista y productor audiovisual. Posgrado en Comunicación Política y Opinión Pública (FLACSO).