¿Eterno desencuentro?

Por Ulises Bosia Zetina
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Cuando Grabois propuso una reforma agraria, se activó una tensión latente desde siempre al interior de las fuerzas del campo nacional. Sindicatos y movimientos sociales, por un lado, dirigencia política, por otro lado, dos racionalidades que se encuentran y se bifurcan. El antecedente de Moyano.

Mediodía soleado de octubre de 2010. El Monumental repleto de agrupaciones gremiales escuchaba al mayor jefe que dio la clase obrera argentina en los últimos veinticinco años, quien cumplía el ritual anual de ofrendar la lealtad de la CGT al General Perón, ante un atril –que en aquel momento hubiera sido impensado asaltar- signado por una consigna: “Es la hora de los trabajadores”.

Las palabras de Moyano eran seguidas atentamente, también, por la presidenta en funciones Cristina Kirchner y por el ex presidente Néstor Kirchner, dando lugar a una imagen que en el momento parecía de rutina, pero que, trágicamente, pocos días después se convertiría en un imposible más de nuestro país.

Moyano tenía un objetivo preciso en ese acto. Creía que después de una década de recuperación gremial, con las políticas neoliberales en el pasado, y ungido a la cabeza del PJ de la Provincia de Buenos Aires, era posible iniciar una nueva etapa en la relación entre los gremios y la política.

Ese mediodía, Moyano dijo, textualmente, que «los trabajadores tenemos que dejar de ser un instrumento de presión para ser un instrumento de poder». Es decir que la capacidad de movilización de la CGT que el acto volvía a evidenciar, ya no estaba solamente puesta al servicio de presionar por una u otra reivindicación gremial, sino para exigir su parte en el reparto del poder político. En vísperas de las elecciones de 2011, el antiguo criterio del tercio de las listas para el movimiento obrero se insinuaba como una sombra detrás del planteo de que haya trabajadores “en los tres poderes del Estado”, e incluso ese día Moyano se animó a anunciar un objetivo de máxima: lograr “tener a un trabajador en la Casa de Gobierno”.

Cristina, al escucharlo, decidió que debía contestar, y así lo hizo cuando le tocó su turno en el micrófono: «Compañero, usted que anda pidiendo un trabajador para que sea presidente, le digo que trabajo desde los 18 años, hice toda mi carrera de abogada laburando».

Del ser al representar

El contrapunto es revelador por múltiples sentidos. En cierta forma podría decirse que en los cuerpos de Moyano y de Cristina se habían personificado dos formas de pensar a la política argentina, dos racionalidades, dos sentidos comunes aliados pero diversos que, por primera vez, creyendo que el adversario compartido estaba derrotado, se animaban a sacar a la luz sus diferencias.

El poder sindical, herencia duradera de los “treinta años gloriosos” del capitalismo nacional, aquel de la mayor igualdad social y a la vez la menor libertad política, se le animaba a la nueva dirigencia política que estaba naciendo después del estallido de 2001. Calculaba que era un momento propicio para tensionar las reglas del régimen democrático nacido en el 83 y, por supuesto, desafiaba también a su sujeto político central, la clase media, que mantiene inoxidable una mirada de superioridad moral hacia el sindicalismo, en el que solo ve autoritarismo, corporativismo, conservadurismo, corrupción y machismo.

Moyano reclamaba participar de las decisiones políticas, apoyado con toda razón en la faceta más democratizadora del viejo país peronista, en el acceso plebeyo a una esfera que en gran parte del mundo estuvo siempre -y sigue estando-, reservada a las elites. Moyano parecía decir que los trabajadores no podían ser representados fielmente por los políticos, de quiénes desconfiaban, y que, en cambio, querían representarse a sí mismos. Más que re-presentarse, exigían presentarse por sí mismos. El mismo gesto que curiosamente tendrían, más adelante, los CEOs de Cambiemos.

Cristina, en cambio, discutía desde la tesis de la representación. Ella, abogada de padre colectivero y madre sindicalista, dejaba constancia de que provenía de la clase trabajadora y había conseguido ascender socialmente a través de su esfuerzo, había progresado. Su historia personal explica por sí misma al peronismo como “fábrica de clase media”.

Sin embargo, lo esencial no era mostrar sus improbables credenciales como trabajadora – ¿un recibo de sueldo?, ¿un carnet de afiliación gremial?, ¿un currículum? -, sino demostrar, mediante sus políticas de gobierno, que ella representaba los intereses de la clase trabajadora.

No se trataba del ser sino del representar. La democracia entendida ya no como un ámbito donde se sientan los voceros de los diversos componentes de la sociedad para ponerse de acuerdo, una democracia en clave de negociación paritaria, en la que cada uno defiende sus intereses y colabora desde su lugar. El Estado reducido a un gran Ministerio de Trabajo.

Cristina hablaba en nombre de una concepción democrática en la que es posible trascender la particularidad y representar al pueblo y, también, a la Patria. El enigma de la parte que se presenta como un todo, el principal misterio de la teología populista, la idea de que la política, o con mayor precisión, la dirigencia política, puede apuntar a la representación de la totalidad, aunque con plena conciencia de que esa tentativa va a quedar trunca, porque la sociedad es dinámica y las totalidades son siempre contingentes.

Si la problemática de Moyano era la participación del movimiento obrero en el poder político, la de Cristina era –y sigue siendo- la renovación de la clase dirigente, de la elite política nacional, sobre la que tenía un diagnóstico lapidario, en sintonía con el mandato callejero del 2001. La tragedia fue que esos objetivos, distintos, se volvieron antagónicos, no pudieron entenderse, armonizarse ni complementarse. Y eso condujo a la que, probablemente, fuera la ruptura más dolorosa y de más hondas consecuencias de aquellos años.

Diez años después

Juan Grabois irrumpió en la escena política con un planteo muy claro. Así como la sociedad actual descarta a una parte y genera una clase excluida, de la misma manera la política expulsa a los pobres. Tomemos cualquier medición de pobreza y preguntémonos si ese porcentaje se encuentra correspondido en las instituciones políticas. ¿Hay acaso un 30, un 35 o un 40 por ciento de personas pobres en el Congreso Nacional? ¿Cuántos intendentes pobres existen en el país? ¿Cuántos jueces o juezas? La presencia de trabajadores es minoritaria, pero existe. Los millonarios están «sobrerrepresentados». Incluso la propia paridad de género empieza a modificar ese rasgo patriarcal del sistema político. Sin embargo, el diagnóstico para los pobres es categórico. De ahí el referente de la CTEP deriva una misión: trabajar para que los pobres, organizados en movimientos sociales, lleguen a disputar el poder político.

Si en los años 40 el peronismo fue un movimiento que consiguió darle carta de ciudadanía a una clase trabajadora excluida, entonces en el presente se trata de integrar a los nuevos descamisados, los trabajadores y trabajadoras excluidos del siglo XXI. Así su propuesta entronca en la historia nacional.

Asumiendo la fractura de la clase trabajadora causada por las políticas neoliberales, y en nombre de la parte más perjudicada, Juan Grabois parece haber hecho un razonamiento análogo al de Hugo Moyano diez años atrás. «Los movimientos sociales tenemos que dejar de ser un instrumento de presión para ser un instrumento de poder». «Nosotros también existimos y nos hacemos presentes a reclamar lo que nos corresponde».

 

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Hace pocos meses Máximo Kirchner incorporó su opinión sobre el planteo de Grabois a la discusión, y lo hizo cara a cara, en un acto del Frente Patria Grande en Lugano, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires. El líder de La Cámpora eligió retomar a Agustín Tosco para darle la razón a Juan, pero «solo en parte», porque, recordó, el dirigente gremial pensaba que «para combatir la pobreza y las desigualdades, o la falta de derechos, no solo basta con sufrirlos, sino que también hay que comprenderlos, comprender las causas de esos sufrimientos». Es decir que si bien es indiscutible la ausencia de legisladores o legisladoras de origen pobre, con la consecuencia que eso implica en términos de la ausencia de su agenda entre las prioridades politicas, al mismo tiempo, desde su punto de vista, la condición de pobreza no conduce necesariamente a una comprensión de las razones del sufrimiento. Sino que, al contrario, hay influyentes fuerzas que trabajan para impedir el acceso de las mayorías populares a esa comprensión.

El planteo de Máximo remite a una discusión irresoluble, y muy antigua, sobre la posibilidad o no de representar «desde afuera» los intereses de un sector de la ciudadanía. Y sostiene que el conocimiento de las causas del sufrimiento y de la opresión es una de las vía posibles de acceso a esa representación. En cualquier caso, ¿quiénes son los portadores de la conciencia de los excluidos? Si en última instancia solo pudieran ser ellos mismos, ¿entonces cómo explicar que el portavoz de esta polémica sea un abogado que rechazó los privilegios de su condición social y unió su destino a quiénes más sufren?

Claro que además existe una segunda cuestión, que complejiza más la cuestión. Los movimientos sociales, al igual que los sindicatos, tienen su propia racionalidad. Cortan avenidas y toman edificios públicos para reclamarle a las autoridades, ocupan tierras y construyen asentamientos, defienden a trabajadores que suelen entrar en contradicción con las restricciones legales o con las fuerzas de seguridad, como sucede en las ramas de vendedores ambulantes o de carreros y cartoneros.

Esa racionalidad de choque y negociación, propia del ejercicio de la lucha social, frecuentemente entra en contradicción con la opinión pública, que la tolera cuando encuentra sus motivos altamente justificados, pero que suele ignorarla o estigmatizarla. «Piquetes y cacerolas» son más la excepción que la regla. Este desencuentro da lugar a una tensión política recurrente.

La dirigencia sindical o de los movimientos sociales tiene un importante poder, según le reconocen todos los demás sectores sociales. Representa a una cantidad significativa de personas, a muchas de las cuales puede incluso movilizar. Pero tiene muchas dificultades para convertir esa fuerza social en fuerza electoral.

Como deja en evidencia el antecedente de la CGT moyanista, el desencuentro no es nuevo, y parece ingenuo creer que pueda resolverse de una vez y para siempre.

La lógica de la acción directa, la presión y la negociación, es bien diferente a la de la seducción y la persuasión, centrales en cualquier campaña electoral. La urna no equivale al escritorio de un funcionario público. Las lógicas de una y otra instancia chocan irremediablemente, sus estrategias y metodologías difieren. Las acciones de los movimientos sociales son consideradas piantavotos por los jefes de campaña. Las urgencias de quienes sufren despidos, la pérdida de poder adquisitivo de su salario, o directamente el hambre, no pueden esperar a los tiempos electorales, y obligan a los referentes sociales a actuar. Pero para ganar las elecciones es central persuadir a grandes sectores de las clases medias, y hablar del acceso a la tierra de los pequeños productores a través de una reforma agraria los espanta…

La intervención de Alberto Fernández en las polémicas recientes, sobre la reforma agraria y la irrupción en los shoppings porteños, puede interpretarse también como una primera respuesta a estas tensiones. Fue interesante porque adoptó una visión integradora, que legitima la pertinencia y la legitimidad de los movimientos sociales al interior del Frente de Todos, sin por eso tener que coincidir necesariamente con los puntos de vista de Grabois ni con las acciones de los movimientos sociales. Al mejor estilo de Néstor Kirchner, parece apostar a encontrar un lugar para cada uno en una construcción colectiva que los excede. Alberto parece acordar con el Papa Francisco, quien suele argumentar que la unidad solo se puede construir desde la afirmación de la identidad de las partes, sin negarlas.

Se abre una nueva etapa en el país, cargada de tensiones y dificultades. La forma en que se administren las tensiones al interior del frente nacional será una de las claves de los próximos años, en las que las responsabilidades son de diferente jerarquía, pero les caben tanto a la dirigencia política del Frente de Todos, como a la de los sindicatos y movimientos sociales. Para bailar un tango se necesitan dos. El antecedente de 2010 es un amargo recuerdo. Volver para ser mejores, implica también revisar esta cuestión y ensayar nuevas respuestas.

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Etiquetas: Argentina, Populismos
Ulises Bosia Zetina

Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.