¿Qué hay en común entre lo que está pasando en los distintos países latinoamericanos? Es la pregunta fundamental para entender qué está sucediendo en América Latina. El golpe de estado en Bolivia confirma lo que se viene expresando en Brasil, Argentina, Ecuador, Perú y Chile.
Hasta el 11 de agosto Sudamérica no era el reino de la estabilidad política, pero sí se podía hablar de una correlación de fuerzas favorable para la restauración de los proyectos neoliberales que predominaron a finales del siglo pasado. El «populismo» o el «progresismo» estaba cercado en Venezuela, marginado en Bolivia y con serias dificultades de planificar su continuidad en Uruguay. Incluso México, con la llegada de López Obrador al gobierno, había tenido una casi nula intervención en la política del sur del continente (a excepción de su abandono del derechista Grupo de Lima).
El triunfo del Frente de Todos en Argentina por el 16% de ventaja el 11 de agosto, además de tener efectos en la política local, tuvo sus consecuencias a nivel regional. El éxito del macrismo en 2015 representó la posibilidad de «una nueva derecha democrática» (como se dedicó a describir José Natanson). Macri fue la vanguardia y el paradigma de la derecha regional. Fue el primer líder «antipopulista» que derrotó electoralmente a su adversario.
Su derrota también deja consecuencias regionales. El resultado electoral demostró que el sistema democrático con el voto popular hizo imposible el relanzamiento del proyecto neoliberal.
El liderazgo de Macri en la derecha regional fue fugaz y se desfiguró totalmente con la crisis económica desatada en 2018. Jair Bolsonaro tenía escasas posibilidades de ocupar ese lugar. El líder fascista de Brasil siempre estuvo lejos de cualquier proyección internacional positiva. Llegó al gobierno luego de un golpe de Estado, con el principal candidato opositor preso y proscripto, y dando lecciones de misoginia y xenofobia. Quien tibiamente esbozó ese anhelo de liderazgo antes de los sucesos recientes fue Sebastián Piñera.
En los últimos días, Argentina se transformó en un país modelo para muchos analistas, dado que a diferencia de lo que sucede en la región hay una transición política democrática y pacífica. Lo que se suele olvidar es que desde la llegada de Macri al gobierno, en pocos lugares del mundo hubo el nivel de movilización social que hubo en Argentina. Lo que tampoco se suele resaltar es que de manera democrática y pacífica se derrotó electoralmente al neoliberalismo de manera contundente. En Argentina se le dio un golpe brutal a una derecha neoliberal que se formuló en clave democrática y renovadora para toda la región.
Ecuador, Perú y Chile reñidos con la estabilidad democrática
La democracia fue el límite para el neoliberalismo en Argentina. Otro lugar donde el ajuste neoliberal y el aumento de los combustibles están reñidos con la democracia es en Ecuador. Allí Lenin Moreno no solo decidió perseguir a los líderes de la Revolución Ciudadana -de la que era parte cuando ganó la elección presidencial en 2017- sino que su política económica condujo a una rebelión popular de más de una semana, que lo hizo retroceder en sus medidas. En Ecuador el principal líder opositor está exiliado en Bruselas, quien fuera elegido vicepresidente está preso y los principales referentes del correísmo están refugiados en la embajada de México o fueron recientemente encarcelados con independencia del cargo institucional que ostentaran.
La debilidad de Lenin Moreno para implementar las políticas orientadas por el FMI se complementa con el apoyo de la derecha racista de Jaime Nebot y Cynthia Viteri, la represión a la movilización popular y la sistemática persecución a quienes eran sus compañeros de partido.
Perú y Chile fueron los emblemas del neoliberalismo en Latinoamérica durante las primeras décadas del siglo XXI. En el primer caso lejos se está de alcanzar cualquier tipo de estabilidad política. El cierre del congreso el último 30 de septiembre, por parte del presidente Martín Vizcarra, luego de movilizaciones que así lo exigían, conjugó la crisis de la dirigencia política con las permanentes acusaciones de corrupción. El neoliberalismo garantiza una estabilidad económica que no se traduce en estabilidad política en un país donde todos los ex presidentes pasan por la cárcel o terminan suicidándose antes de ser detenidos (como en el caso de Alan García).
Perú se parece más a los países europeos, en donde las decisiones importantes se alejan demasiado de la voluntad popular expresada en las urnas. Lejos de una virtud democrática estamos hablando de un déficit del poder popular.
El escenario más novedoso de todos es el de Chile. Un país hartamente presentado como paradigma por los «éxitos» del modelo económico -heredado de los Chicago Boys que colaboraron con Pinochet- y por la alternancia democrática representada en Bachelet y Piñera. Resulta que al momento no hay forma de frenar las masivas movilizaciones, inéditas en la historia del país.
En un principio, Piñera se negaba a derogar el aumento del metro y, al igual que Lenin Moreno, terminaría cediendo para calmar la tensión social. Pero a diferencia de Ecuador, esto último no sucedió. Lo que se cuestiona en las calles no son los 30 pesos de aumento del metro sino los 30 años del pospinochetismo. La necesidad de reconocer la desigualdad y su necesaria reparación fue expresada hasta por la primera dama Cecilia Morel, al decir que van a tener que terminar con algunos de sus privilegios y compartir más. Mientras que la demanda de una nueva Constitución -que podía parecer utópica semanas atrás- fue tomada por el mismo Piñera ante el masivo pedido de su renuncia.
La crisis del modelo chileno se conjugó con la demostración de fuerza y brutalidad por parte de los carabineros y el ejército. El Instituto Nacional de Derechos Humanos determina que ya hubo 20 muertos, más de 2.000 heridos y 5.000 detenidos. Es evidente que la democracia chilena no goza de buena salud, cuando su presidente le declara la guerra a su mismo pueblo y termina cediendo a cuentagotas a algunas de sus demandas.
En las crisis suscitadas en Ecuador, Perú y Chile hay algo común. Lo sucedido en estos países viene a certificar lo que se intuía con la experiencia de Bolsonaro en Brasil. El proyecto neoliberal en el siglo XXI no puede implementarse de manera estable sin estar reñido con los procedimientos más básicos de la democracia.
Bolivia lo confirma todo
Los golpes de estado no son una novedad en el siglo XXI en América Latina. Tenemos los casos de los golpes frustrados en Venezuela en 2002, Bolivia en 2009 y Ecuador en 2010. También los golpes «exitosos» de Honduras en 2009, Paraguay en 2012 y Brasil en 2016. Todos ellos tienen rasgos comunes en momentos distintos: fueron hechos contra gobiernos denominados «populistas» y cuya política internacional se alejaba del alineamiento automático con Estados Unidos. Las principales diferencias que definieron el éxito o el fracaso de la intentona golpista varían entre el contexto regional y la capacidad de resistencia local.
Luego del triunfo del Frente de Todos en Argentina, de la foto de Alberto Fernández con AMLO en su primer viaje como presidente electo, de la liberación de Lula en Brasil luego de 580 días en prisión y durante el desarrollo de la Cumbre de Puebla en Buenos Aires, en Bolivia se llevó a cabo un nuevo golpe de Estado. Las consecuencias aún son inciertas pero las certezas abundan.
El de Bolivia es un golpe de Estado sin adjetivos y prácticamente de manual. Cuenta con: campaña política y mediática de deslegitimación, movilización de los sectores más reaccionarios del país, ataques, persecución y secuestros de dirigentes del proceso de cambio, motín policial, advertencia de las fuerzas armadas, aval internacional del gobierno de Estados Unidos y represión masiva al pueblo. No hay ninguna novedad en la historia latinoamericana si no fuera por el contexto regional en el que se lleva adelante.
El golpe de Estado en Bolivia se está llevando a cabo en un contexto regional donde fracasan los proyectos neoliberales y son enfrentados en las urnas y en las calles. En términos geopolíticos, una vez que Estados Unidos vuelve a marcar como prioridad retomar su influencia en la región, podemos definirlo como un golpe de Estado defensivo. Es más similar al intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002 que a todos los golpes que se sucedieron desde entonces durante el ciclo progresista. No se busca fundamentalmente avanzar para frenar los procesos de integración latinoamericana o a los gobiernos progresistas sino defenderse ante la incapacidad de los proyectos neoliberales de generar un cambio estable en la región.
El caldo de cultivo local para el golpe en Bolivia está desde que Evo Morales llegó al gobierno. El rol de la OEA, el contexto de incertidumbre regional y el coyuntural aval de los gobiernos vecinos fueron determinantes en su implementación.
La destitución de Evo Morales en pocas horas demostró el nivel de fascismo de las élites locales: violencia descontrolada, quema y quita de whipalas de las instituciones y uniformes oficiales, racismo y misoginia explícita transmitida en vivo, etc. En ningún otro caso se hace tan evidente la contradicción entre la democracia y el intento de restaurar el orden neoliberal en la región.
El neoliberalismo antidemocrático
En 1973, cuando Estados Unidos apoyó el golpe de Estado de Pinochet en Chile, Henry Kissinger -entonces secretario de Estado- destacaba que entre la «libertad política» y la «libertad económica» ellos ya sabían qué elegir. El neoliberalismo aprendía así a caminar en América Latina de la mano de las dictaduras cívico-militares.
En la década del 90, cuando «el fin de la historia» de Francis Fukuyama era un best seller, triunfó la idea de que libertad de mercado y la democracia eran dos conceptos que van de la mano. Ambos habrían triunfado y se habrían hermanado ante la muerte del comunismo y sus regímenes autoritarios. Prácticamente todos los partidos políticos que hacían vida en la región acompañaron aquella idea.
Estamos en un momento decisivo de Nuestra América. Y nunca en la historia reciente se emparentó tanto el proyecto económico de las élites con las derivas profundamente antidemocráticas.
Macri fue idealista. Trató de vender una derecha democrática que fue útil circunstancialmente. Tan así fue, que acusarlo de que «era la dictadura» o que «no era democrático» podía parecer un anacronismo izquierdista hace unos pocos meses. Pero lo concreto es que ahora termina su mandato financiado por Trump, aliado regionalmente a Bolsonaro y avalando el golpe de Estado en Bolivia.
El proyecto neoliberal nunca promovió la democracia al ser una propuesta de las élites locales, que aumenta la desigualdad y concentra el poder económico. Nunca entendió a la democracia como el ejercicio del poder del pueblo o la distribución de poder entre la ciudadanía. Siempre se limitó a proponer una concepción democrática limitada a los procedimientos institucionales.
La novedad de esta época es que -al igual que en sus primeros pasos en América Latina- el proyecto es absolutamente antagónico con los más básicos procedimientos democráticos (respetar los resultados electorales, los derechos políticos básicos, la libertad de expresión, etc.).
Las élites con el golpe de Estado en Bolivia demuestran que están en condiciones de pasar por encima de la democracia y ya le quedan pocas propuestas amables para hacerle a los pueblos de la región. Pero también es importante resaltar que estos ataques a la democracia se hacen ante la amenaza de su poder y sus privilegios. La idea brechtiana de que el fascismo es el resultado del susto de las élites está a la orden del día.
Luego de un ciclo progresista y de la capacidad de organización y resistencia popular demostrada durante los últimos meses, las élites son más conscientes que nunca de que el poder del pueblo aún puede derrotarlos. Son los primeros en saber que la democracia aún se puede imponer sobre el neoliberalismo. La lucha está abierta y solo queda luchar.
De Mataderos vengo. Escribo sobre el mundo mientras lo transformamos. Estudié filosofía en la UBA. Integrante del Instituto Democracia.