El Estado, una vez más, ha retornado. La pandemia lo sacó de su zona de confort y lo condujo por caminos insospechados. Ahora, recompuesto, vuelve a escena. Lo que aún no podemos saber es su alcance, su sentido y su profundidad. Más que nunca deberíamos entender al Estado como una relación social.
La pandemia de coronavirus, por novedosa y espontánea que parezca, parece reproducir eventos similares del pasado reciente, aunque quizá de manera más virulenta y expansiva. Aunque es tratada en la prensa como un acontecimiento inesperado e impredecible, el fenómeno parece responder de manera cíclica como una crisis económica global. En 2018 la Organización Mundial de la Salud advirtió la posibilidad de una pandemia. Entre 2011 y 2018, la OMS rastreó 1.483 epidemias en todo el mundo, incluyendo males como el ébola y el síndrome respiratorio agudo severo (SARS). El informe denunciaba “falta de voluntad política” de los gobiernos y sostenía que “la meta consistente en poner fin a las epidemias para 2030 no se puede alcanzar ni mantener sin un marco de cobertura sanitaria universal que reúna a los servicios específicos de cada enfermedad”. Detrás de las pandemias no sólo está la expansión de la acumulación de capital bajo la forma más virulenta de neoliberalismo (expansión del agronegocio, disminución de la biodiversidad, red global de viajes, contacto mayor del hombre con reservorios naturales explotados para su distribución en el mercado mundial), sino también el debilitamiento de los reflejos políticos y las capacidades estatales. Ahora que la pandemia finalmente llegó y puso en cuarentena a más de un tercio de la humanidad, la pregunta sobre si el Estado está nuevamente de regreso y si la globalización neoliberal forma parte del pasado, resurgió en gran parte de la opinión pública interesada.
Crisis del sistema sanitario
La pandemia reveló las desigualdades y la precarización, el desmantelamiento del sistema de salud y dejó al descubierto la retórica del ajuste fiscal. Un indicador de esta escasa protección social es la forma en que una gran porción de la población trabajadora en Estados Unidos sufre la pandemia. Casi 30 millones de personas en EEUU no tienen ninguna cobertura sanitaria y otros 27 millones tienen una cobertura muy insuficiente. Las propuestas del candidato demócrata socialista Bernie Sanders sobre una cobertura de salud pública y universal durante su campaña a las primarias, parecían destempladas y observadas como parte del repertorio comunista, y no sólo por los republicanos. Como resultado del escaso desarrollo del sector público, EE.UU. es uno de los países con un número más bajo de camas hospitalarias por cada mil habitantes en la OCDE. La mayoría no tienen sick leave, es decir que los que no trabajan por estar enfermos, no reciben ningún salario o ayuda financiera, sea privada (provista por su empleador) o pública (por la seguridad social). Ello implica que los empleados suelen resistirse a dejar su puesto de trabajo porque ello les supondría interrumpir la entrada de dinero. Esta es la causa de que muchas personas enfermas, infectadas por el coronavirus, continúen trabajando y contagiando. Los test son carísimos e inaccesibles para una porción de la sociedad. Adicionalmente, el presidente Trump recortó en un 20% los programas federales para urgencias infecciosas, eliminando a la vez la unidad de pandemias dentro del Consejo de Seguridad Nacional.
Últimamente y, de nuevo, como resultado del gran enfado popular, ha ido tomando decisiones, como el paquete de 2,2 billones de dólares que incluye pagos directos a los contribuyentes estadounidenses, fondos para los estados y un fondo de rescate para las industrias afectadas, recalculando su opción de no darle importancia a la “gripe china”. Con ese paquete, el más grande de la historia de los Estados Unidos, se espera que contrarreste la caída de la bolsa y la recesión, mientras el presidente se juega su reelección. La situación, de extenderse en el tiempo, sería catastrófica y sólo podrían remontarse a las consecuencias de la crisis del 30’. El secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, predijo que el desempleo podría alcanzar el 20%. Un informe de la institución financiera Goldman Sachs estima que el producto interno bruto de EE.UU. en el segundo trimestre podría contraerse en un 24 por ciento. La crisis del sistema sanitario, por ejemplo en Nueva York, tiene que ser remediada por la intervención militar, en un país que no está preparado para una pandemia.
En contraste, los países con sistema público de salud, como Dinamarca, Canadá o Corea, han sido especialmente exitosos a la hora de testear gratuitamente o a bajo costo a todos aquellos pacientes con síntomas de tos o fiebre. Los problemas aparecen incluso en Gran Bretaña, orgullosa de su sistema público, universal y gratuito de salud. El Servicio Nacional de Salud (NHS) está resentido, tras años de austeridad presupuestaria y achicamiento del Estado por parte de gobiernos del Partido Conservador. El personal del NHS usa máscaras improvisadas con tubos de snorkel, comprando kits en ferreterías y antiparras para protegerse del coronavirus. En América Latina, golpeada por la austeridad permanente y la menor cantidad de recursos, una generalización de la pandemia podría ser virtualmente explosiva. Las imágenes que provienen de Guayaquil podrían ser apenas una inquietante prefiguración allí donde gobiernos displicentes o rabiosamente pro mercado han priorizado la “economía”, como el Brasil de Bolsonaro.
¿Derrumbe del neoliberalismo?
Las pandemias, como las crisis, inflacionan las teorías derrumbistas del sistema, ya sea por colapso económico, virósico o una intoxicación milenarista. Florecieron pronósticos e hipótesis sobre la crisis y el derrumbe del neoliberalismo. Zizek nos cuenta que el comunismo podría estar más cerca ahora. ¿Quién sabe? La solidaridad y el bien común, podrían servir para pensar la existencia de un nuevo comunismo basado en la confianza en las personas y la ciencia . Más dudosa es su afirmación de que la pandemia sea una forma especial de ‘técnica del corazón explosivo’ en el sistema global capitalista. El filósofo Giorgio Agamben sostuvo que la pandemia era una estrategia más del dispositivo neoliberal para el control de los cuerpos y las poblaciones. Escribió que la cuarentena y otras medidas preventivas adoptadas por el gobierno italiano fueron el resultado del instinto despótico de las clases dominantes, que son visceralmente apasionadas por el “estado de excepción”, sumando una cuota más a las teorías conspirativas de todo tipo que hemos oído en las últimas semanas (que China lo inventó, que nació en los cuarteles generales del Pentágono, que un laboratorio militar lo dejó escapar o que fue culpa de “la suciedad de los chinos”). En todo caso hay motivos suficientes fuera de la pandemia para encontrar dispositivos de control securitario a la vuelta de la esquina.
Pero la versión más popular en los círculos progresistas es que quizá no el capitalismo, pero sí el neoliberalismo y la globalización colapsarían en favor de un nuevo Estado keynesiano. ¿Podría ser arrasado por un cataclismo natural el neoliberalismo? Bueno, depende. Como sea, ni el keynesianismo ni el viejo comunismo son hoy posibles tal como existieron en su época. Tampoco le seguirá ninguna sociedad más equitativa ni justa de no mediar fuerzas sociales y políticas que reorganicen políticamente la sociedad. Antonio Gramsci en su momento le dio el nombre de hegemonía o un nuevo sentido común. También podríamos abandonarnos a la idea de que el capitalismo se derrumbaría por sus propios medios, sin necesidad de que un Comité Central decrete su final. Y podríamos apartarnos de “modelos engañosos” de cambio social e institucional y asegurar sin más su final. Sólo que no queremos. Podría ser más peligroso aún que la amenaza actual. El menú de opciones podría también incluir una sobreoferta de pesadillas fascistas.
Neoliberalismo y capitalismo abigarrado
La crisis del orden neoliberal es un hecho, antes del coronavirus, y mucho más con sus efectos expandiéndose. El capitalismo neoliberal arrastra una crisis cuyo desenlace no conocemos. En lo referente al régimen mundial de libre mercado ha tenido últimamente sus cortocircuitos (guerra comercial de EE.UU. con China, por ejemplo). ¿Estamos ante su ocaso? El neoliberalismo fue un intento a nivel global de romper con los compromisos sociales del fordismo atlántico de posguerra. Se aplicaron una serie de políticas neoliberales para modificar el equilibrio de fuerzas a favor del capital, como la liberalización de los mercados para promover la competencia; la desregulación de la legislación y una transferencia de poder al mercado, basado en la idea de que éste era más eficiente y prudente en la asignación de recursos; la privatización de empresas y servicios para expandir las ganancias privadas como eje potenciador de la dinámica de innovador e inversión; la reducción de los impuestos directos sobre los ingresos corporativos y personales de las clases altas con el objetivo de incentivar la inversión; y la internacionalización del capital a través del libre flujo de bienes y servicios, inversiones, transferencia de tecnología y movilidad del capital, lo que desarmó al sector asalariado que quedó atado a la legislación nacional mientras debía competir a nivel internacional por el empleo disponible.
La forma y el contenido en que estos elementos se combinaron y el resultado de los mismos no ha sido uniforme y la idea de un mundo “plano” y un neoliberalismo planetario generalizado no se condice con la desigual realidad de regiones y países. Lo que presenciamos es más bien lo que Bob Jessop denominó un “capitalismo abigarrado”, en el que se combinan diferentes tipos de capitalismo y grados de profundidad de diversos regímenes económicos, políticos y sociales. El mundo anglosajón lideró en los años ochenta dicha transformación, y algunos países europeos continentales adoptaron parte de dicha agenda, consolidando regímenes híbridos mediante arreglos institucionales mixtos. En la UE el régimen de Bruselas ha limitado la soberanía estatal e impulsado arreglos de tipo neoliberales que dificultan la reversión hacia regímenes de regulación neokeynesianos. En diversos países periféricos, estos cambios fueron impuestos por la economía transnacional liderada por las principales potencias capitalistas y respaldados por las élites políticas y económicas al interior de los países afectados.
Mientras que América latina abrió su economía y fue conducida hacia la exportación de materias primas como resultado de su inserción dependiente en el mercado mundial bajo los auspicios de los organismos financieros internacionales, países del sudeste asiático vieron al Estado cumpliendo un papel activo en liderar el flujo de inversiones y producción industrial para la exportación. Las promesas de un capitalismo del conocimiento que aumentaría la productividad y evitaría las crisis dio paso rápidamente a uno dominado por las finanzas globales que profundizó las desigualdades, la precarización y la desprotección que se había consolidado con el compromiso social de posguerra. La asociación del libre mercado con una democracia robusta fue siempre un tema espinoso, pero tampoco devino de manera masiva un estatismo autoritario que las corrientes neomarxistas de los años 70 habían previsto.
La dictadura de los mercados se combinó con diferentes tipos de regímenes políticos, ya sea democracias liberales conservadoras como la del reaganismo o de la tercera vía laborista de Tony Blair, pasando por regímenes autoritarios como el de Corea o el social cristianismo protector del modelo renano. En resumen, encontramos diversas tipologías de neoliberalismo, diversos arreglos espaciales y gobernanza multinivel (un claro ejemplo es la UE) que son el producto del desarrollo desigual de los cinco elementos mencionados y la combinación de dichos espacios y regímenes políticos a nivel global. La difusión de políticas neoliberales no fue un proceso espontáneo de mercado, sino una profunda orientación política que implicó decisiones a nivel estatal de primer orden para reconfigurar las relaciones de fuerza impuestas en la posguerra. Y las consecuencias son alarmantes por la profundidad del retroceso sin precedentes de todos los niveles sociales, de ingreso, de seguridad social, que implicaron un reordenamiento radical de las relaciones sociales. Pero también resultó que el régimen así impuesto resbaló por la pendiente de crisis permanentes, cuya máxima expresión la tuvimos en el derrumbe financiero de 2008.
Estado y democracia
La sociedad capitalista actual enfrenta problemas de crecimiento, deuda y de insustentabilidad ambiental y social de corto y mediano plazo. Ahora también de legitimidad política. Hay problemas con la democracia. El capitalismo y la democracia se han considerado adversarios durante mucho tiempo, hasta que el acuerdo de la posguerra pareció lograr su reconciliación. Hasta bien entrado el siglo XX, las élites capitalistas habían temido que las mayorías democráticas abolieran la propiedad privada, mientras que los trabajadores y sus organizaciones temían que los capitalistas financiaran la vuelta a un régimen autoritario que defendiera sus privilegios. Mientras que capitalismo y democracia lograron conjugarse durante la era dorada del Estado de bienestar, esa ilusión se iría disipando con la crisis de las últimas décadas. La legitimidad de la democracia se basó en que el Estado era capaz de intervenir para corregir las inequidades e injusticias del mercado en beneficio de los ciudadanos. Pero décadas de desigualdad, de descenso de las prestaciones sociales universales del Estado, crearon el clima perfecto para la desafección política.
No es que un esquema de gobernanza multinivel como el de la UE no haya favorecido la participación de la sociedad civil en los asuntos públicos, la idea que teníamos acerca de la soberanía nacional y la unidad y función del Estado nacional quizá sea ya un recuerdo del pasado. Es posible. Pero el decisionismo de Bruselas y el debilitamiento de la soberanía estatal de las naciones más débiles como Grecia o España, han horadado el poder popular en la toma de decisiones y desbalanceado la situación en favor de una Europa del capital. El resultado es el descenso en la participación electoral y el declive de los grandes partidos institucionales. La participación en el conjunto de la UE ha bajado de forma constante en las últimas cuatro décadas, desde el 62% de la primera votación europea en 1979 al 42,6% en 2014. El neofascismo y el radicalismo por izquierda aparecen nuevamente acechando al sistema político. Sobre todo el primero, que ha crecido en casi todos los países europeos acumulando una cantidad de escaños impensados años atrás. El Brexit parece expresar esa crisis orgánica en la que la relación de partido, clase e interés parece desquiciada. La situación hace parir a los Trump y los Jonhson. La pandemia se sobreimprime sobre esta situación. Y pone de manifiesto, a los ojos de millones de personas, las formas autodestructivas de su propia existencia. Por ejemplo la salud pública. El desfinanciamiento del sistema sanitario se vuelve no sólo contra las capas sociales más vulnerables, que son las más afectadas, sino contra las clases acomodadas y, lo más importante, contra el sistema mismo.
Como lo describió Karl Polanyi en «La gran transformación» (2007), si los mercados se dejaran de regular, la sociedad sería rápidamente destruida, porque habría un alargamiento progresivo de la jornada laboral y una reducción de los niveles salariales hasta que la población trabajadora no pudiera reproducirse. Lo mismo ocurriría respecto a las regulaciones ambientales, sanitarias o sobre el fraude. Polanyi sostuvo que el capitalismo sobrevivió porque el movimiento hacia el libre mercado se combinó con «el contra-movimiento protector», tendiente a proteger a la sociedad del mercado por la regulación gubernamental y la actividad del sindicalismo. El grano de verdad del catastrofismo está en que la clave de la estabilidad del capitalismo como sistema socio-económico depende de que se contenga su propia dinámica autodestructiva por medio de fuerzas compensatorias. Y lo que antes de la pandemia parecía haber desaparecido son esas fuerzas contrarrestantes. Cuanto mayor es el dominio sobre la sociedad de la comunidad de negocios, más irracionales se vuelven las políticas económicas nacionales, como lo ejemplifican los críticos años veinte. Por eso, Streek había afirmado que “en la era neoliberal, el avance capitalista puede apoderarse de la propia política, que debería contenerlo por su propio bien, y convertirla en vehículo de su propio progreso autodestructivo”.
Pero esa independencia que la economía de mercado adquiere respecto a la política es pura ilusión. El “economicismo” presente, por ejemplo, en las teorías económicas neoclásicas, termina reificando las acciones formales y calculadoras que ocurren en el mercado, haciendo caso omiso de las condiciones extraeconómicas que son indispensables para el funcionamiento del mismo. La pandemia parecería despejar esa ilusión ideológica. A lo largo y ancho del planeta los Estados intervienen manipulando la tasa de interés para amortiguar la recesión, inyectando millones de dólares para evitar un colapso económico y el desempleo masivo, otorgando masivos alivios fiscales para empresas y consumidores. Además, progresivamente los gobiernos inyectan liquidez al consumo para evitar una recesión profunda. Nacionalizan o toman el control completo del sistema de salud, aceleran el gasto público y por el momento se han olvidado de la religión de la austeridad.
Pero el rescate de grandes empresas no constituye una contratendencia. Luego de la crisis de 2008, los Estados han gastado billones de sus reservas para sostener a los bancos. El ciclo financiero retomó su espiral enloquecida. Igual que en cualquier pandemia-crisis “colapsos cada vez más intensos que parecen poner a todo el sistema en un precipicio, pero que en última instancia se superan mediante una combinación de sacrificios masivos que despejan el mercado/población y una intensificación de los avances tecnológicos; en este caso prácticas médicas modernas más nuevas vacunas, que a menudo llegan demasiado poco y demasiado tarde, pero que sin embargo ayudan a limpiar las cosas tras la devastación”. Pero el Estado no es el “comité ejecutivo de la clase capitalista”. Si lo fuera, en vez de regular su actividad aceleraría el desorden y el caos.
El futuro de la economía y del Estado
Si en pocas semanas esta amenaza es controlada y la economía logra responder modificando su trayectoria descendiente, entonces la estabilidad institucional posiblemente no tenga consecuencias irreparables. Algunos gobiernos centrarán su actividad en rescatar a las empresas, como Trump a la industria de las aerolíneas, del gas y el petróleo o la industria de los cruceros. Y por supuesto a los grandes bancos si hiciera falta. Y el costo real para la sociedad viene después cuando llegue la factura a la puerta de cada hogar bajo la forma de programas extensivos de austeridad y recortes a los servicios sociales. Como lo recuerda Naomi Klein, después del huracán Katrina grupos de expertos de Washington como la Fundación Heritage se reunieron y crearon una lista de soluciones “pro mercado libre” para el Katrina. Pero una parálisis de meses o años pondría al sistema de las nacionales y los modelos de acumulación que lo sostienen al borde del colapso.
Los gobiernos y gestores estatales tienen muchas dificultades para actuar contra los intereses básicos de la clase dominante. Están sometidos a constricciones básicas del mercado, los medios hegemónicos masivos y otras presiones que acotan su rango de opciones. Podría decirse que, regularmente, los gobiernos promueven las ganancias empresarias que favorecen la recaudación fiscal y la estabilidad de la moneda. Por ese motivo parece establecerse una conexión íntima entre poder estatal y clase capitalista. Bajo el capitalismo neoliberal estas restricciones a la libertad de maniobra por parte de los gobiernos se ven reforzadas por las presiones del mercado mundial y la rapidez con que una “huelga de inversores” puede desestabilizar el orden político de un país, entre otros factores institucionales de gobernanza internacional que restringen las opciones disponibles. Aunque las consecuencias deletéreas del orden neoliberal han sido establecidas incluso por muchos intelectuales del establishment, el sesgo de los gobiernos hacia la ampliación de beneficios hacia las grandes corporaciones no fue cuestionado ni siquiera en los peores momentos de la crisis. El Estado se ha presentado como un campo de juego desigual cuya arquitectura institucional favorece estrategias de acumulación neoliberal por sobre otras disponibles. Pero los recursos de poder que posee la élite gobernante no son los mismos que los poderes económicos de la clase capitalista. Por ese motivo suelen cortocircuitar más seguido de lo que suele recordarse.
El Estado tiene la responsabilidad fundamental de la estabilidad del orden social y es el regulador supremo de la economía. Si no puede resolver la crisis, no solo sumergirá al conjunto de la sociedad sino que perderá indefectiblemente su capital político. La consecuencia es la crisis estatal y de legitimidad. Es por ese motivo que en períodos excepcionales, los Estados se ven obligados a reaccionar de manera en que no lo hubieran ni siquiera pensado en tiempos normales. Y es también cuando se abren ventanas de oportunidad para la emergencia de nuevas narrativas políticas, nuevos imaginarios, nuevos compromisos. Surge el momento de la autonomía estatal. La cristalización de estructuras institucionales pasadas comienza a desbloquearse. Los consensos establecidos, los lugares del sentido común, desaparecen rápidamente. Lo que antes parecía una locura ahora aparece como medidas sensatas de supervivencia. Es en esos momentos excepcionales en que todo se revoluciona y se quiebran los moldes del pasado. Hoy, la hondura de ese quiebre depende de la intensidad, extensión y duración de la crisis sanitaria que agobia al planeta. El Estado evoluciona a través de una serie de crisis políticas y económicas a medida que el modo preexistente de intervención estatal dentro de la sociedad civil y la economía resulta cada vez más disfuncional. El resultado de tales crisis no se puede predecir, pues depende de múltiples factores. Las relaciones de fuerza, el repertorio de acción colectiva disponible, los compromisos institucionales establecidos, la profundidad del drama que golpea a las sociedades y las condiciones internacionales son algunos de los elementos que entran en diferentes combinatorias nacionales. Ayer nomás, la idea de la superación progresista del orden neoliberal en un conjunto de países del centro capitalista parecía remota. Hoy es una opción sin garantía.
La crisis del 30 implicó a mediano plazo un cambio completo de la arquitectura financiera y de producción y consumo nacionales, de donde surgió la guerra y el compromiso de posguerra. La pandemia sacudió las bases filosóficas del neoliberalismo. Incluso una institución tan poco comprometida con los votos como el Consejo Europeo no podría ser impermeable a la nueva situación. La intervención del Estado pone en cuestión la privatización de los sistemas de salud, el valor de instituciones públicas y la liquidación progresiva de múltiples derechos sociales. La salud de los estratos más enriquecidos no puede asegurarse si la salud no es un bien generalizado a toda la sociedad, y por extensión, a los empleados de los que dependen. Este movimiento de recuperación pública-estatal desliga los derechos ciudadanos de los ingresos monetarios, tendiendo potencialmente a introducir mecanismos de desmercantilización, regulaciones sobre comercio e inversiones financieras, entre otras medidas. También legitima una nueva orientación contra la depredación de la fuerza de trabajo y la precarización. El valor de la solidaridad y la idea de que somos una sociedad y una comunidad se han revalorizado. La crisis ambiental se verá puesta en cuestión. Como subproducto de un nuevo enfoque en la salud púbica, podrían reconsiderarse la destrucción de hábitats, la desaparición de especies silvestres y de bosques nativos y el cambio climático global para evitar mayores crisis ambientales, sanitarias y económicas.
Incluso la idea de la gobernanza podría caer del otro lado de la línea, rearticulando de manera diferente las lógicas sociales, las formas organizativas y reinstalando la lógica del conflicto en el centro de la política multiescalar.
Por supuesto que todo esto podría no ser más que especulaciones arbitrarias. ¿Cuántos miles o millones de muertos, cuántos puntos del PBI y qué tasa de crecimiento del desempleo podrían soportar las instituciones encargadas de conducir la situación? Podrían ser respuestas nacionales o por bloques, o quizá un shock global con repercusiones más allá de nuestras hipótesis. Esto vale también para América Latina, fragilizada por el retorno a las políticas de austeridad y ajuste en la mayoría de los países de la región. Ante la crisis careció por completo de articulación e integración para definir políticas compartidas, lo que demostró un retroceso grave respecto a la acción conjunta llevada a cabo por la UNASUR frente a cada desafío. Pero nuestro continente es rico en recursos políticos, reservas democráticas y gramáticas emancipatorias y posee una memoria social de luchas y conquistas que lo vuelve un escenario de conflictos y esperanzas.
El Estado, una vez más, ha retornado. La pandemia lo sacó de su zona de confort y lo condujo por caminos insospechados. Ahora, recompuesto, vuelve a escena. Lo que aún no podemos saber es su alcance, su sentido y su profundidad. Más que nunca deberíamos entender al Estado como una relación social, capaz de redefinir sus prioridades, ampliar o reducir sus actividades, recalibrar y reescalar a la luz de nuevos desafíos, buscar una mayor autonomía o promover el poder compartido, tanto en la dimensión internacional como nacional.
Sociólogo y doctorando en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Ejerce la docencia en la UBA y otras universidades del país. Es integrante del Instituto de Estudios de América latina y el Caribe y posee una serie de artículos y libros sobre teoría política y ecología, así como diversos textos sobre la realidad argentina y latinoamericana.