Las cuarentenas realmente existentes fueron los barros que supimos conseguir en base a los lodos que amasamos antes. ¿Cuánto hay de nuevo? La ruptura con la rutina y sus certezas que, aunque tediosas e injustas, son tranquilizadoras al fin. El miedo a la muerte más democrático del que tal vez se tenga registro. Pero solo el miedo, la muerte nunca es democrática. ¿Cuánto de viejo? Casi todo menos la normalidad que, aunque opresiva y asfixiante, es conocida.
¿Nos cuidamos entre todxs?
Nunca nos cuidamos entre todxs, ¿por qué esto iba a cambiar por una pandemia?
Desde el principio del confinamiento proliferaron por las redes imágenes de tareas de cuidado tan democráticamente distribuidas como siempre: tips de cocina con lo que nos encontramos en casa; actividades para entretener, a la vez que educar, instruir y cuidar a les niñes; llamados a mantener la escuela abierta, cuidando los vínculos para contener afectivamente en momentos de tanta incertidumbre; redes de psicólogues feministas ofreciendo más tips y escuchas; personas llamando a les viejis que están soles, haciendo alianzas entre vecines para organizar cuidados de personas ancianas; gente circulando información sobre acceso a derechos en cuarentena; y así.
Puertas afuera lo demás: personal de la salud y asistencia sanitaria preparándose a contra reloj; colectivos organizados para la asistencia comunitaria en los barrios, atendiendo a la duplicación de la demanda. Salvo las tareas de seguridad (el control es un goce de lo más masculino), todas tareas feminizadas, realizadas principalmente por mujeres e identidades feminizadas. En las fotos de las decisiones públicas se muestra a varones cis, casi todos blancos y, en su mayoría, heterosexuales. En las publicaciones de la vida cotidiana y con las patas en el barro, siempre les mismes. Una vez más hemos sido estafadas. Nada nuevo bajo el Covid-19.
Las fases dentro de las fases
Fase uno: miedo a la muerte colectiva. Noticias del horror, de muertes masivas y en soledad, de sistemas de salud del primer mundo colapsados; enfermeras colgándose productos del estrés y la desesperación; partes de muertes diarias; posibles mutaciones a no se sabe qué nivel de letalidad; la suma de todos los miedos y el horror que nos encerró a la par del decreto presidencial. Al menos, alguien importante nos decía que nuestra vida valía y que la ética política de la vida se imponía a la necropolítica del mercado. Pocas certezas, pero una fundamental: no seríamos entregades en sacrificio.
Fase dos: morir de pantallas. ¿La rutina ha muerto igual que Dios y el neoliberalismo? Al menos, entró en suspenso; pero el productivismo que no se quita entró en una nueva fase, la de mantener agendas y sumar nuevas actividades. En fin, nacieron los mandatos de la cuarentena. Además de mantener nuestras corduras funcionales, adaptarnos al teletrabajo y al after por zoom, teníamos que hacer deporte, aprender a hacer pan casero, revisar que todes nuestros afectos estuviesen bien y colapsar, controladamente, para no saturar el sistema psíquico (siempre trabajando al límite de su capacidad). Ganar tiempo para hacer respiradores, a la par de ganar tiempo para que el pico del derrape de las redes afectivas tarde lo más posible en llegar. Aplanar la curva del desquicie a la par que la del virus. La fase del aislamiento con conexión prometía, además, promiscuidades truchas e intimidades en jaque. Cincuenta personas dentro de tu living (en muchos casos, apenas o nada conocidas) cuidadosamente ordenadas en un cuadradito de videollamada, operando una mezcla esquizoide de invasión de la intimidad con distanciamiento social y una falta de contacto físico altamente des erotizante. Un Gran Hermano de la PANDEMIA 2.0 en donde, a diferencia del original, no son físicamente viables las relaciones sexuales entre participantes.
Fase tres: depresión y crispación. Entre la semana seis y la ocho, en el mundo la gente empezó a deprimirse. Bajan las defensas (acá el frío llega tarde) y, por suerte, los días aún no se acortan; pero el hastío se siente. Los runners quieren correr por sobre todas las cosas, incluso por sobre la salud colectiva; los ahorros de los sectores medios se agotan y las madres ya no tienen más actividades amorosas para hacer con les pibes. Se cuelan los deseos de libertades teóricas que no se conquistaron antes, pero se adolecen ahora. Los afectos encerrades en un mismo espacio 24 x 7 van tocando un límite de soportabilidad. Salir a caminar un rato aparece como un gesto de libertad (aunque sea condicionada). Salir al mundo con las destrezas sociales atrofiadas, con las acciones y los movimientos torpes, parece una odisea.
Fase cuatro: adaptación al mundo. El temor a los espacios chicos y llenos de gente, con un turno para todo, es la vuelta a algo más lento y aún más burocrático que llamamos “nueva normalidad”. La posible juntada con la familia conduce a la pregunta sobre qué es la familia y si quiero ver a mis padres, o elijo mejor ver a mis amigues. Una vez más, elegir en el borde de las decisiones entre el deber y el placer. Pero el contacto con otres aparece y eso nos da un poco de aire, un respirador subjetivo para las energías bajas, las mentes lobotomizadas y la lentitud de la vida ante pantallas y encierros.
¿Cuánta energía se puede extraer de un cuerpo?
¿Cuánto cansancio puede resistir un cuerpo? Depende de qué cuerpo, depende de cuán entrenado esté para brindar energía y seguir sacando y seguir sacando y quedarse con casi nada. ¿Alguna vez podremos cuantificar cuánta energía demanda alimentar, ayudar a sanar, sostener afectivamente, acompañar, escuchar? ¿Se puede medir cuánto esfuerzo corporal implica llevar tranquilidad en la incertidumbre, o hacer, de lo que podría convertirse en la habitación del pánico, un espacio vivible? ¿Se puede estimar cuánto desgaste emocional provoca sostener un teléfono para que una persona se despida de sus seres queridos ante la inminencia de la muerte en soledad? ¿Es posible calcular cuánta preocupación involucra darle de comer a miles cuando nada alcanza, tejer redes para reducir riesgos de violencias ante el encierro ensordecedor y buscar las mil formas de garantizar el acceso a derechos cuando todo parece en suspenso?
Probablemente, no. Los rojos con nuestras tareas son incalculables. La deuda es impagable. Lo más parecido a la justicia sería que no vuelva pasar; que además de recompensarse y reconocerse estas tareas, se distribuyan democráticamente. El feminismo es nuestra píldora roja y sabemos que somos las baterías de la matrix.
El éter no es un espacio para la recarga de energía
Algo quedó claro de este gran laboratorio mundial de la pandemia: nuestra energía encerrades en el ámbito privado/familiar baja rotundamente. ¿Esto se explica por la mayor demanda de energía que conllevan las tareas de cuidado? Seguramente. ¿También por la falta de esparcimiento, de sol y de aire libre? Sin dudas. ¿Por el estrés de la incertidumbre, los cambios en las rutinas y tener que aprender cosas nuevas? Eso claramente que debe haber influido. ¿Porque en el teletrabajo no queda lugar para lo propio? ¿porque no hay corte entre la producción y el descanso? Clarísimo que sí.
Pero yo tengo la hipótesis, tal vez incomprobable, de que el efecto duracell por el que la energía parece que nunca se nos acaba proviene de otros espacios de energía que la pandemia nos limitó. Aquí aparece la pregunta: ¿de dónde sale esa energía que damos? Tal vez no nos quedamos sin nada, aunque el mundo nos demande todo, porque nos sostienen los intercambios en el espacio común. Espacio a veces comunitario, a veces público, a veces privado de uso público; en suma, esos espacios no privativos en los que nos encontramos con otres. Tal vez, la recarga de energía proviene de los encuentros en la verdulería; las recomendaciones de las ofertas en la charla del super o en la granja; la conversación sobre los trucos para bajar la fiebre en la mercería; la risas en la peluquería; la charla a la salida de la escuela con otras madres; la reunión con amigues en las que nos damos aliento, por más complicades que estemos; la charla sobre la vida en los lugares de trabajo; los intercambios en los espacios en los que nos organizamos social y políticamente; bailar con otres hasta que no damos más.
Las formas del tiempo están siempre condicionadas por los espacios. Los espacios fueron, usualmente, por nuestra tradición historicista, subordinados al tiempo en la mayoría de nuestros análisis. Hoy, más que nunca, se hace visible la idea contraria. En los tiempos de aislamiento donde no es posible identificar qué día es. Si es viernes o domingo, si es feriado o el día de tu cumpleaños. O en los tiempos de distanciamiento, lentificados por protocolos donde los espacios son analizados meticulosamente y las distancias entre las personas medidas en metros, volver a preguntarnos sobre los modos en los que los espacios se construyen y lo común geo localizado nos sostiene; es fundamental. En el éter no recargamos suficiente energía. Ni en todos los cuerpos, ni en todos los espacios encontramos la misma recarga. ¿Serán los cuerpos ubicados en los espacios comunes, que no son privados por nadie, en dónde recargamos las energías que nos explotan para no quedarnos sin aliento? En fin, esto nunca se convertirá en una teoría seria, pero en el borde del delirio del Covid-19 me atrevo a proponer que más que la división entre adentro-afuera muy popular por estos días, nos concentremos en diferenciar entre los espacios que nos extraen, más de lo que nos recargan; de los que nos recargan más de lo que nos extraen las energías.
Cuando todo esto pase, nos merecemos unas vacaciones
No soy muy optimista sobre los aprendizajes de la pandemia. Más bien soy optimista sobre lo que venimos organizando desde antes, para cambiar lo que anda mal desde siempre. Tengo la remota certeza de que al otro día de la vacuna vamos a convertir el trauma en consumo y todo volverá la normalidad odiosa de siempre. Lo único que nos va a quedar van a ser las certezas que ya teníamos de antes y las estrategias que nos sigamos dando en función de ellas.
Si me preguntan, preferiría que aprendamos algo sobre los cuidados y cómo hacen a la sostenibilidad de la vida. Que reflexionemos sobre cómo construimos un mundo tan endeble que un bicho microscópico nos lo puso en pausa y que comprendamos cómo la precariedad de la vida, a la larga, nos pone en peligro a todes. Que nos pongamos inmediatamente a buscar alternativas para transformar las ciudades demenciales que construimos donde un virus se puede expandir en un segundo. Preferiría que aprendamos, de una vez y para siempre, que nos cuidan las redes comunitarias. Lo público y el Estado, mientras el mercado nos entrega en sacrificio.
Tengo poca fe y mucha convicción. Pero si puedo pedir un deseo de pandemia, me gustaría que las mujeres e identidades feminizadas nos pudiésemos tomar unas buenas vacaciones. Que podamos desconectar los cables de la matrix para ser un poco más personas y un poco menos baterías de una humanidad que, si hay algo en lo que se hace más eficiente cada día, es en desarrollar mejores dispositivos predatorios de las energías vitales que la sostienen.
Rosarina, politóloga, docente e investigadora de la UNER e integrante del Área de Género y sexualidades de la UNR.