Futuros que valgan la pena

Por Ignacio Ramírez
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Los conflictos que se vienen desatando en todo el mundo tienen como común denominador la lucha por la búsqueda de un futuro que se torna cada vez más oscuro e impredecible. ¿Cómo se responde ante la desesperación por la pérdida de un futuro añorado? ¿De qué manera se relaciona esta desolación política con la emergencia de las extremas derechas? ¿A qué se está dispuesto a consentir con tal de la vuelta de cierta “normalidad” en las vidas?

Desde que el neoliberalismo triunfó y se consolidó como proyecto político hegemónico, nuevas formas de concebir la vida y de relacionarse socialmente emergieron. El credo de la meritocracia desarticuló a los individuos que, librados a la suerte (o mejor dicho, al “justo” castigo o recompensa) de sus propios esfuerzos, fueron marcando una distancia cada vez mayor entre sí. Se fomentó la idea de ver al otro como un competidor, un rival, frente al cual hay que demostrar ser mejores cualitativamente para ser aceptados, en su lugar, en el mercado. Este aislamiento fagocitado por las premisas individualistas, fragmentó sociedades, atomizando a sus integrantes, cercenándolos en esferas cada vez más cerradas sobre sí mismas, con mínimos espacios de contacto mutuo. De esta forma, cada individuo sólo se debe así mismo, tanto en sus triunfos como en sus fracasos. Es el yo, con la plena potencialidad de sus aptitudes, el que debe asumir las consecuencias de los derroteros que transite su vida. Cada uno se convierte en su propio empresario. Así se logró permear nuevas subjetividades en las cuales se imposibilita el traslado del peso de la culpa a factores o actores externos. Éstas se internalizan en el sujeto y se difumina la clásica distinción burguesía/proletariado. Ambas categorías se sintetizan en la misma persona. Es en este sentido que el filósofo Byung-Chul Han afirma, provocativamente, que “el neoliberalismo, y no la revolución comunista, elimina la clase trabajadora sometida a la explotación ajena. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona.” No existe ningún tipo de responsabilidad compartida, a nadie a quien rendirle y pedirle rendición de cuentas.

Ahora bien, este esquema normativo supone implícitamente la posibilidad del ascenso social. Es decir, la aspiración legítima de poder ascender socialmente en un futuro mediante los propios esfuerzos que se realizan en el presente. Una especie de inversión a largo plazo. El ascenso social, junto con el libre desarrollo individual y la garantía de libertades democráticas básicas, fue una de las promesas de los estados del siglo XX. Sin embargo, la imposibilidad de su consecución es una de las causas por las cuales el neoliberalismo se encuentra en su actual estado de crisis.

Actualmente las personas no creen ser los verdaderos artífices de sus destinos. La liberalización de los flujos de los capitales y la exacerbada financiarización del sistema mundial en los diferentes ámbitos de la vida, trajo consigo la convicción por parte de los individuos de que su futuro depende más bien de fuerzas inasibles y fantasmagóricas que ostentan un mayor poder que ellos. La aparente (o certera) omnipotencia que adquirieron los bancos y sus intereses determinan en mayor medida o totalmente el desarrollo de sus propias vidas. Y si a esto se suma la solícita protección por parte del Estado de las entidades bancarias que se manifestó tras la crisis de 2008, no queda otra que pensar que no es el fruto de mis esfuerzos lo que determine qué seré yo el día de mañana, sino el poder de estos bancos y grandes empresas. Si no, cómo se explicaría que en EE.UU y Europa miles de jóvenes profesionales con estudios universitarios tengan que aceptar trabajos en condiciones precarias de explotación. La primacía de la financiarización dotó al futuro de un carácter de ilegibilidad. La incertidumbre del futuro, el no saber si mañana se contará con una jubilación, el no saber si el título universitario servirá para conseguir trabajo, el no saber si se podrá pagar la hipoteca de la casa; esa ilegibilidad tiene un poder desordenador en el plano cognitivo, limitando los posibles horizontes y reformulando nuevos esquemas mentales más acotados en sus potencialidades.

La maximización de las ganancias de los grandes capitales y el celo en su cuidado resquebrajó las creencias en las grandes promesas del siglo XX. Ya no es posible el ascenso social, ya uno dejó de ser el protagonista de su propia historia, y la precariedad a la que cada uno se ve obligado a someterse le impide desarrollarse en su original particularidad. Finalmente, uno se encuentra en una situación en la que, pese a los esfuerzos que realiza por escalar socialmente mediante la formación personal, estos intentos resultan infructuosos por el predominio que existe por parte de los Estados de garantizar el beneficio de estas entidades bancarias, realizando políticas de ajuste que condenan a las clases populares a la precariedad. Hoy en día el que nace en una familia pobre probablemente morirá siendo pobre. Miles de jóvenes con estudios avanzados, así como trabajadores cualificados, se encuentran obligados a permanecer en pésimas condiciones laborales, bajo extensas horas de trabajo, desprovistos de la convicción de que puedan mejorar su situación. Este estancamiento social coarta el desarrollo individual, arrojando al individuo a un estado de vulnerabilidad donde el futuro se torna cada vez más incierto. En estos tiempos de crisis del neoliberalismo, la admisión de que los esfuerzos de uno no bastan para escalar socialmente, así como la incertidumbre que adquiere el futuro son cuestiones que se encuentran íntimamente relacionadas. La farsa se desmonta y los anhelos se desahucian como absurdas fantasías ante la cruel exposición de la falsedad de viejas promesas.

La vuelta a la comunidad

El futuro, entonces, adquiere velos oscuros y ofrece presagios funestos. Y dado que el neoliberalismo erosionó, con sus valores culturales atomizadores, todo tipo de articulación social, el individuo se siente completamente solo ante el abismo, ante un mundo que no logra entender gobernado por fuerzas bancarias y empresariales inconmensurables que lo superan, como espectros sobre uno que todo lo abarcan y determinan. Siguiendo a Ezequiel Ipar, el individuo entonces se encuentra en una condición flexible que “produce necesariamente temores con respecto a la situación laboral y promueve en los trabajadores la experiencia de estar viviendo en medio de un riesgo continuo”. Ahora bien, este riesgo continuo que trae consigo la incertidumbre del futuro, es lo que hace que los individuos busquen situarse en espacios sociales y/o políticos que los contengan afectivamente. Ante una situación evidente de peligro, por naturaleza, el individuo tiende a replegarse a un grupo social, a refugiarse en alguna identidad en la cual pueda enfrentar dicho riesgo en mejores condiciones. Es por esto que no resulta llamativo que las nuevas formaciones políticas (en este caso, de extrema derecha) que vienen teniendo mayor éxito electoral sean aquellas que desplieguen una estructura discursiva que contenga elementos nacionalistas o religiosos. El nacionalismo, como la religión, cumple la función de dar comodidad cognitiva (al compartir cosmovisiones), así como la de dar “refugio” ya que se tejen lazos de solidaridad entre sus integrantes por identificación. Al asumir a alguna adscripción, inmediatamente uno se “siente” parte de un “algo”, y esa sola participación le brinda mayor fortaleza y seguridad para afrontar los riesgos con los que el presente caótico lo acucia. La nación como la religión son, en este sentido, herramientas conceptuales que permiten tejer lazos de solidaridad y, más importante, ofrecen un proyecto de comunidad. En un sentido político, entiendo por comunidad a todo grupo social en el que se comparten ciertos valores, creencias, lengua, historia, desgracias, héroes y anhelos, en el cual sus integrantes asumen entre sí cierto grado de responsabilidad mutua y horizontalidad, tejiendo así lazos de solidaridad, y que cumple la función de dar comodidad cognitiva y contención social. El advenimiento de estos nacionalismos de derecha es el efecto de la percepción angustiante de tener un no-lugar en un mundo cada vez más globalizado y abierto, sin un Estado que ofrezca políticas de contención. Es una respuesta que surge frente a las demandas de protección social que se orientan a contener los resultados más perjudiciales del capitalismo desregularizado.

El neoliberalismo ha desorganizado la vida ya que en él no hay proyección de vida posible. La erosión de los lazos sociales tiene como consecuencia la vuelta a una idea de comunidad por medio del nacionalismo o la religión. Solo la vida en comunidad ofrece ciertas garantías de desarrollo individual y de realización de los sueños y anhelos más profundos de cada uno. Se asume como cierta una vieja premisa aristotélica: dado que nadie es autosuficiente, el ser humano, por naturaleza, vive en comunidad, y “quien no vive dentro de ella ha de ser una bestia o un Dios.” No quiero decir que el nacionalismo o la religión sean los únicos que puedan ofrecer una idea de comunidad, pero el conocimiento general de sus terminologías, el arraigo que ya tienen en algunas regiones, el grado de devoción que surge por la mera invocación de alguno de sus elementos, entre otros factores, hacen que entre todos los existentes, sean los recursos que mayor probabilidad tienen de interpelar a mayores segmentos de la población.

Los casos europeos nos deberían dar la lección de no ceder palabras como “patria”, “nación” o «bandera”, ya que en ese caso ese vacío puede ser aprovechado por la retórica de la derecha, confiriéndole rasgos reaccionarios y excluyentes, como ocurre actualmente. La izquierda debería dejar de una vez su prejuicio infantil y absurdo, y emplear dichos conceptos proponiendo, en contrapartida, una idea de país inclusivo, democrático, popular y emancipatorio. Un proyecto de país donde los inmigrantes no sean vistos como un peligro, donde el Estado priorice el cuidado de las clases populares en vez de a los bancos y vuelva a tener un rol protagónico a la hora de generar una conciencia colectiva mediante la cual se vuelvan a tejer lazos de solidaridad entre sus integrantes. Las experiencias de los gobiernos nacionales y populares en América Latina son el claro ejemplo de la articulación de una retórica nacionalista en la cual dichos conceptos son re-significados de manera progresiva con un claro carácter inclusivo y popular («La Patria es el otro»). Del mismo modo con la religión, figuras como el padre Mujica en Argentina, el padre Casaldáliga en Brasil y el trabajo del movimiento de los curas villeros en la actualidad, así como lo que fue el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, expresan experiencias en las cuales, mediante la simbología y terminología propias de la religión, es posible generar lazos de solidaridad con fines emancipatorios de carácter popular y no excluyente. Ambos tienen la capacidad de generar una cohesión social que, de ser dirigidos por fuerzas progresistas, puede tener claras potencialidades revolucionarias. La izquierda debería preocuparse por re-apropiarse y dar la disputa por el significado de estos conceptos, siempre abiertos, en lugar de cedérselos a la derecha. Esto no solo es posible, sino que es necesario, y sobre todo, urgente.

Autoritarismo y predecibilidad

Volviendo con Ipar y la condición flexible, nuestro autor sugiere que “frente a esta experiencia de inseguridad individual se generan reacciones en los sujetos que demandan un tipo particularmente intenso de seguridad en otras esferas de la vida social”. La ingobernabilidad que asume el presente debido a los imperativos del mercado, sitúa al individuo en un estado de riesgo continuo en el cual ya no existe futuro sobre el cual enmarcar un proyecto de vida.

Este estado de desorden solo puede ser remediado por un proyecto político que proponga, en consecuencia, orden. Y para logar el anhelado orden, el cual se aclama de manera desesperada, son las opciones autoritarias las que terminan teniendo mayor aceptación. Frente a la incertidumbre que genera el neoliberalismo, se busca en el autoritarismo una vuelta a la predecibilidad en las vidas. Es por esto que las extremas derechas que vienen surgiendo hacen uso de un discurso explícitamente violento y autoritario. Se trata de un claro clima de época. Su propuesta política cala en la sociedad ya que, sin importar el costo, están dispuestas a hacer lo que sea con tal de brindar ese antiguo orden sobre el cual anteriormente era posible vivir la vida y ordenarse a largo plazo.

Este autoritarismo también se explica en el hecho de que, dado que se busca refugio en alguna identidad o grupo social, la pertenencia a alguno de ellos se refuerza mediante la excesiva y violenta diferenciación con aquellos que no forman parte de dicho grupo o identidad. Pareciera ser que la fórmula funcionara de la siguiente manera: a mayor diferenciación violenta respecto de aquellos que no forman parte del grupo o identidad, mayor grado de integración en el grupo (o al menos percepción subjetiva de la misma). De ahí entonces que surjan nuevamente con mayor virulencia fenómenos como la xenofobia, el machismo, el odio de clase o de alguna religión en particular.

Esta hipótesis permitiría sugerir que los votantes de estas fuerzas (obviamente, no todos), no son necesariamente proto-fascistas o de ideología autoritaria, sino que se trata de individuos asustados, en su mayoría trabajadores que, sintiéndose desprotegidos, buscan esa vuelta a la normalidad en sus vidas, en la cual podrían desenvolverse individualmente, ser artífices de su propia historia y hacer realidad su sueño de ascenso social. Esta aclaración es importante ya que permite entender por qué en países como Inglaterra, donde hace poco el Partido Laborista tuvo una de sus peores elecciones en su historia (en las elecciones del 12 de diciembre del año pasado perdieron 59 diputados, dejando al Partido Conservador con una abrumante mayoría automática con sus 365 diputados), perdiendo en circunscripciones de tradición históricamente laborista frente a los tories, localidades donde predominan clases populares que siempre apoyaron a formaciones de izquierda, ahora tengan este vuelco hacia estas derechas reaccionarias. Este autoritarismo no es fruto de una psicología individual, sino que es el resultado del estado generalizado de precariedad e incertidumbre que adquirió el futuro de millones de personas que se ven a sí mismas desamparadas. Son personas que se ven sometidas a un presente desordenado sin ningún tipo de recursos, que quieren nuevamente vivir una vida que pueda ser vivida dignamente. Es por esto que actualmente cualquier lucha contra el neoliberalismo implica necesariamente una lucha política por ofrecer de vuelta un futuro que valga la pena esperar el día de mañana.

Fecha de publicación:
Ignacio Ramírez

Bicho porteño y spinettiano a ultranza. Casi politólogo e intento de escritor.