La búsqueda de un orden democrático, intercambio con Eduardo Rinesi

Por Ulises Bosia Zetina
Compartir

En el marco de una nueva escena política a partir de la formación del Frente de Todos, conversamos con Rinesi, filósofo y politólogo, sobre la posibilidad de resituar la grieta, sobre la complejidad de las identidades políticas nacionales, sobre las disputas por lo que nombra la palabra democracia.

En los últimos años, desde diferentes puntos de vista, se desarrolló una interpretación de los doce años de gobierno del kirchnerismo que revaloriza los años de Néstor, en desmedro de los de Cristina. La “grieta” que caracterizó a esos últimos años se convierte, desde este punto de vista, en un obstáculo que ahora es preciso “cerrar”. El anuncio de la candidatura presidencial de Alberto Fernández fue leído como la validación de esa interpretación, como una especie de autocrítica de Cristina por la vía de los hechos. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

La decisión de que la fórmula sea Alberto-Cristina no elimina lo que se llama “la grieta”. La sitúa en un lugar distinto, más interesante. Quizás la pregunta sea esa: no cómo “cerrar” las grietas, que son constitutivas de toda sociedad, sino cómo construir grietas más interesantes, más productivas. Lo que suele nombrarse y denunciarse como grieta, que se presenta como el resultado de la intransigencia de unos personajes impresentables, es una creación de aquellos mismos que, en el gesto de atribuirla a los otros, no solo la instalan en el centro del debate, sino que ponen a esos otros a los que presentan como sus culpables del “lado” inaceptable de las cosas, por oposición al cual del otro lado, del lado de quienes al mismo tiempo inventan el cuento de la grieta y se escandalizan con ella, quedaba ubicado, hasta hace poco, todo lo que era aceptable: el gobierno, aceptable, la oposición “aceptable”… La definición de las fórmulas presidenciales no ha eliminado, por supuesto, la bendita grieta, sobre todo por la insistencia con la que quienes apoyan la fórmula continuista siguen dirigiendo a los otros, a los populistas, feos, sucios y malos, todos los improperios y todas las acusaciones. Lo que ha ocurrido (y aquí es donde la proverbial “moderación” de Alberto puede haber ayudado más que la, concedamos al estigma, “intemperancia” de Cristina) es que hoy todos esos insultos más o menos furibundos suenan ridículos, y el oficialismo continuista queda ocupando él solito, mucho menos acompañado que dos o tres o cuatro años atrás, uno de los lados de la grieta, al otro margen del cual han decidido saltar, hartos o esperanzados, una cantidad muy apreciable, no solo de dirigentes, sino de ciudadanos, partidos, organizaciones.

Si hoy siguiéramos hablando de grieta, esa palabra ya no designaría, de un lado, a todo el mundo razonable, moderno y avanzado, y del otro a las bestias salvajes cristinistas, sino, de un lado, a unos tipos muy violentos, muy enojados, muy desbocados, a los que empieza ya a no creerle ni el loro y que además dicen, cuando les preguntan, que lo que quieren hacer si ganan es lo mismo que hicieron hasta acá, pero más rápido, y del otro lado a todo el vastísimo conjunto de los que tenemos, en este país, una elemental vocación republicana, democrática y social. Si hoy hay una grieta, es esa. Y esa grieta está, existe. Expresa la existencia de dos proyectos enfrentados en el país, y sin duda define mejor las posiciones que la grieta entre civilizados moderados, pluralistas y de buenas maneras y bárbaros kirchneristas que-se-robaron-todo. Esa grieta era un cuento; esta existe. Y no se trata de disimularla ni “cerrarla”. Eso de que hay que “cerrar” la grieta es una tontería. La sociedad (toda sociedad) está llena de grietas, de todo tipo, porque hay contraposiciones de lo más diversas, y hay grietas que se construyen también simbólicamente, retóricamente, discursivamente, que está en la naturaleza misma de la vida política construir. Siempre las identidades políticas se definen en contraposición con otras, y la ambición de superar las grietas, de que por fin tengamos un mundo social liso y no agrietado, eso en el fondo esconde una vocación muy preocupante.

Hay una disputa de sentido por dónde poner el clivaje, que se ve cuando Pichetto dice que lo que divide, según él, es lo democrático versus lo autoritario. Lo cual me lleva a pensar en lo que venís señalando hace muchos años, de que en el kirchnerismo hay un componente democrático liberal-republicano negado por sus adversarios y quizás poco reflexionado, o poco visualizado, incluso por sus partidarios.

Eso es así posiblemente más, y no menos, en la actual conformación del frente electoral opositor, que si uno mira al kirchnerismo como identidad política. Siempre las identidades políticas son expresión de cruces de tradiciones, de encuentros de “culturas políticas” muy diversas, encuentros que a veces son más armónicos y otras veces ponen en contacto lo que uno no creería a priori que pudiera estarlo. Pero en fin: nunca las identidades políticas son ejemplos de las teorías o los paradigmas que estudiamos en Historia de las ideas políticas. ¿Qué fue el alfonsinismo? Una forma muy interesante de liberalismo político. Sin duda. Pero de un liberalismo político con un fuerte componente democrático, con otro fuerte componente jacobino y con muchas cosas más. ¿Y el kirchnerismo? El kirchnerismo tuvo un componente liberal, también, que fue fundamental, decisivo, mucho más de lo que él mismo supo siempre, y que se expresó en la preocupación por la vigencia de las libertades ciudadanas: de la libertad de expresión, de la libertad de reunión, de la libertad de protesta. Da vértigo recordar cómo estábamos y cómo estamos en todos esos temas. Pero además de ese componente liberal, que en cierto sentido lo emparentaba con el alfonsinismo, el kirchnerismo tuvo también un fuerte componente democrático, que se expresó en su preocupación por el aliento a la participación popular en los asuntos públicos pero sobre todo en su preocupación por la cuestión de los derechos. Bueno, en fin: una mezcla, también, que es lo que trataba de sugerir.

Hace unas semanas, en una entrevista coordinada por la periodista Cynthia García, Alberto Fernández contestó a una pregunta sobre cómo se definía ideológicamente: «me siento un liberal de izquierda. Un liberal progresista. Y soy un peronista. Estoy inaugurando la rama del liberalismo progresista peronista».

A ver: de nuevo. Palabras que designan tradiciones, paradigmas, teorías. Sustantivos que dicen lo que un dirigente es o lo que “se siente”, adjetivos calificativos que permiten identificar alguna “diferencia específica” que señalaría alguna particularidad en relación con tradiciones menos matizadas. Todo esto está bien, es interesante. Ahora: lo que yo creo es que este acuerdo entre un conjunto de dirigentes (porque ni vos ni yo participamos en él) que hace un tiempo estaban tirándose dardos de un lado a otro de la “grieta” y que hoy han decidido poner el hombro juntos para que termine esta pesadilla es qué tipo de práctica política colectiva puede habilitar. No me obsesiona calificar el pensamiento de Alberto Fernández ni me interesa especialmente si él se siente un liberal así o un peronista asá, y me parece que preocuparnos mucho por esas cosas ayuda a consolidar y reforzar algo que forma parte de lo que tenemos que proponernos cambiar, que es la idea de que lo que determina la orientación de un movimiento colectivo es el carácter personal de sus dirigentes. A mí lo que me parece es que de lo que se trata es de recrear la dinámica colectiva, pública, de encuentro entre organizaciones muy diversas, entre movimientos muy diversos, entre actores muy diversos que me parece que pueden encontrar una vía para desarrollarse en esta nueva escena que se abre.

Durante el kirchnerismo hubo una cuota alta de jacobinismo, para lo malo y también para lo bueno. Eso me lleva a pensar en la centralidad de la cuestión del «país normal», porque Kirchner gana en 2003 prometiendo un “país normal”, pero en 2015 ese significante pasó a ser utilizado por Cambiemos, que logra instalar que se vivía en una situación“artificial” o «anormal» y se propone como un agente de sinceramiento, de normalización, de ordenamiento. Da la sensación de que, hasta cierto punto, se podría decir que la historia argentina podría escribirse a partir de la variación de significados que asume en el sentido común, sobre todo de la clase media, la idea de normalidad.

El jacobinismo es un rasgo propio de las grandes tradiciones transformadoras de la historia política argentina y latinoamericana. Fue muy jacobino el peronismo de los 40. Este año estamos conmemorando los 70 años de gratuidad de las universidades. En Argentina esa gratuidad fue obtenida por un decreto presidencial. No solamente no fue resultado de la movilización de una comunidad universitaria o extrauniversitaria que no tenía esa gratuidad entre sus reclamos fundamentales, sino que ni siquiera fue resultado de una deliberación de los representantes del pueblo en las Cámaras del Parlamento. Sin embargo, por supuesto que a ese hecho fundamental lo celebramos, y hacemos muy bien, porque eso cambió la historia de la Universidad. No sé: pienso, antes, en Sarmiento; después, en Alfonsín. O en Kirchner o en Cristina: ya dijimos. Perón decía que se trataba de “convertir a la multitud en masa”. ¿Desde dónde se proponía hacer eso Perón? Pues desde la cima del aparato del Estado: hay un componente jacobino fuerte, ahí, y hasta es posible que este componente jacobino sea relativamente inevitable como parte de los procesos de transformaciones en sociedades como las nuestras. Pero la cosa, claro, no deja de representar un problema.

Ahora bien, pareciera que en este momento tiene más fuerza en el debate público la idea de la reconstrucción del orden que la de una especie de poder constituyente, democrático.

Por supuesto, eso siempre es así. En general la historia de las sociedades es la historia de la búsqueda de órdenes buenos, no de desórdenes buenos. No podríamos reprocharle a nadie eso. Lo que también sabemos es que a esos órdenes buenos se arriba muchas veces por la vía de desórdenes o de conmociones de los órdenes preexistentes. La democracia tiene siempre un componente de anarquía. Pienso, cuando te digo esto, en el título de un precioso libro de un interesante historiador argentino, Julián Gallego, «La anarquía de la democracia». Está muy bien, ese libro, que muestra la matriz griega de una idea de fuerte condena a la democracia que dominó durante 24 de los 25 siglos que esa palabra tiene en la historia de Occidente. La palabra democracia, en efecto, recién empieza a adquirir carta de ciudadanía, se convierte en “buena” palabra en el lenguaje político de Occidente, entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y quizás te diría entre comienzos y mediados del siglo XX, cuando, colonizada por la ideología liberal dominante, empieza a designar lo contrario de lo que nombra la palabra “totalitarismo”. O, en la América Latina posterior al último ciclo de dictaduras, a lo que expresa esta última palabra: “dictadura”. En la Argentina, en efecto, la palabra democracia empieza a ser la voz de orden de la discusión teórico-política después de la dictadura de Videla.

En cierta forma podría decirse que en aquellos años en que la democracia se convierte en un horizonte indiscutible, en la izquierda hay un desplazamiento de sentido desde el horizonte revolucionario hacia el horizonte democrático, que por ahí en los sectores más dogmáticos es visto como una pérdida; y desde el punto de vista de la derecha también hay un desplazamiento que hace que los sectores que hasta entonces habían apelado a las botas militares empiecen a generar instrumentos políticos democráticos, la UCD como primera experiencia relativamente exitosa. Creo que se trata de una reflexión interesante para explorar la genealogía del PRO, es decir los orígenes de la idea de que la derecha tenga un partido propio capaz de ganar elecciones.

Para mí la pregunta es: ¿qué nombra esa palabra, “democracia”, en la que aparentemente se pondrían de acuerdo sectores políticos y tradiciones ideológicas tan diversas? Este acuerdo, este significado compartido, es la contracara del proceso por el cual la palabra “democracia” deja de ser una mala palabra para ser una buena palabra, deja de designar un problema para designar una solución, deja de señalar una forma de anarquía para señalar una forma del orden. Se puede construir un orden democrático. Ahora, la pregunta es: ¿qué es lo que ese calificativo, “democrático”, dice sobre ese orden? En principio, que la dirigencia que lo rige ha sido elegida por el pueblo a través del voto.

De ahí el planteo de José Natanson de que el macrismo es una nueva derecha democrática, que supone una definición de la democracia pensada desde su aspecto procedimental.

Con lo cual la expresión de Natanson quiere decir poco, o más bien: no resulta especialmente interesante. “Llámase derecha democrática a cualquier derecha que haya venido después de 1983”. Por supuesto, sí es interesante la pregunta que Natanson nos hace: ¿Por qué? ¿Por qué perdimos? ¿Por qué estos tipos nos ganaron unas elecciones? Ahora, y sobre la cuestión de la democracia: importa no perder de vista que junto a esa idea minimalista, o si querés decirlo con otra palabra, liberal, de la democracia como sistema de reglas de juego presidido por el valor de la representación («los ciudadanos no deliberan ni gobiernan sino a través de sus representantes») hay otra idea de democracia que a mí me parece interesante (esta fue una discusión importante en los 80), que es la idea de democracia asociada al valor de la participación popular, deliberativa y activa. Si la idea de representación nos lleva a concebir los lazos políticos como lazos verticales, la idea de democracia en este segundo sentido que estoy mencionando nos lleva a pensar los lazos ciudadanos como lazos horizontales, como lazos de participación igualitaria de los ciudadanos en la gestación de consensos.

Esta discusión es importante para entender que uno puede aspirar a distintas formas de orden democrático. Es más democrático, sin duda, un país donde las leyes se sancionan después de que las discutió un pueblo que un país donde las cosas se deciden por decreto. Me parece que a lo que uno podría aspirar, hoy en la Argentina, en los países de América Latina y en general en los países liberal-democráticos de Occidente, es a que los órdenes políticos que tenemos, sobre la base de la aceptación del principio incuestionable de que los gobernantes tienen que ser elegidos por el pueblo, sean más democráticos en un sentido más profundo, más sustantivo. Ese es uno de los sentidos en los que hoy uno puede aludir a la idea de democratización de la democracia. Tenemos que democratizar la democracia, contra los signos fuertemente autoritarios de la derecha que hoy nos gobierna.

Lo que me parece interesante que surge de la expresión de Natanson es la cuestión de la representatividad social de una fuerza de derecha liberal. Porque a lo largo de la historia muchas veces esa representatividad aparecía velada, opacada, detrás del apoyo a regímenes de facto que habían llegado al poder político a través de la violencia. Hoy queda al desnudo que en nuestro país existe una base social para este tipo de planteos, que incluso puede dar lugar a una mayoría electoral, como se develó en 2015.

Sin duda. Estamos diciendo que dentro de dos meses nos vamos a enfrentar a una fuerza de derecha autoritaria representada por la alianza entre un partido de empresarios que ha tomado el poder del Estado, un viejo partido político que ha olvidado todos sus principios, que es una vergüenza, y un dirigente, quizás con algún acompañamiento social que yo creo que va a ser minoritario, de la derecha paleolítica del gran partido político de masas de los últimos setenta años. A ese núcleo tan compacto lo vamos a enfrentar con una amplísima coalición política y social, y no estamos seguros de que vayamos a ganarles. Entonces, es claro que la ideología que sostiene a este grupo de poder es una ideología muy poderosa, muy extendida. Es muy importante combatir esa ideología, pero no a partir de la postulación de un discurso que sería capaz de decir “la verdad efectiva de las cosas” por oposición a una “visión distorsionada” de las ideologías dominantes, sino generando mecanismos de conversación, mecanismos de diálogo, mecanismos de esclarecimiento recíproco entre los ciudadanos. A la ideología no se la combate mostrando “cómo son de verdad” las cosas: se la combate con participación popular.

Esto que decís me recuerda al cierre del Foro para la Construcción de una Nueva Mayoría Popular, que se hizo en 2017, donde precisamente hiciste hincapié en el carácter activo de esa construcción de mayorías.

La construcción es una actividad colectiva. No es solo un acuerdo dirigencial. Un acuerdo dirigencial puede crear mejores condiciones para la construcción de una nueva mayoría, eso es lo que uno celebra del acuerdo entre Cristina y Alberto, entre ambos y Massa, entre ellos y un montón más. Yo lo celebro, y mucho, porque creo que genera condiciones para una construcción. Ahora, esa construcción tiene que ser una construcción colectiva, democrática, participativa. Ahí me parece que hay un asunto. El otro asunto tiene que ver con la idea de democracia que me parece que allí nos dejan como lección los doce años de gestión de gobiernos kirchneristas, que es la idea de democracia asociada a la noción muy importante, en las tradiciones populares argentinas, en el peronismo, en el kirchnerismo, que es la noción de derechos. Cuando pensamos el ciclo kirchnerista como un ciclo de democratización política en la Argentina lo pensamos como un ciclo de ampliación, de extensión, de universalización de derechos. Es decir: de realización de derechos. Porque los derechos, por definición, o son universales o no son. Si no son universales no son derechos, son privilegios. Entonces: en lo que consiste el ciclo de democratización que podemos identificar con los años kirchneristas es en que algunas cosas, algunas posibilidades vitales que nos habíamos acostumbrado a imaginarnos, que habíamos naturalizado, como privilegios o prerrogativas de algunos, pudimos empezar a representárnoslas como derechos, es decir, como posibilidades que tenían que ser reales y efectivas para todo el mundo.

Eso no quiere decir que hayamos logrado que esas posibilidades se hayan convertido, de hecho, en posibilidades ciertas y efectivas para todo el mundo. ¿Qué quiere decir que hoy pensemos algunas cosas (que antes aceptábamos, sin siquiera pensar mucho en el asunto, que eran prerrogativas de algunos) como derechos? Quiere decir que hoy nos parece que es un escándalo, que no puede ser, que no hay derecho a que esas posibilidades no sean ciertas y efectivas para todo el mundo. Y como no hay derecho, y como no puede ser, y como es un escándalo que no lo sean, lo que hay que hacer es cambiar el mundo para que lo sean. Y el modo de cambiar el mundo que tenemos los hombres y los pueblos es la política. Hay que hacer política (y si se está en el gobierno: hay que hacer políticas, en plural: políticas públicas en muy diversos campos) para que las cosas que decimos que tienen que ser derechos de todo el mundo lo sean de verdad, y no solo de modo teórico o declarativo.

Es la disputa, en última instancia, por cuál es el derecho, o mejor dicho cuál es la ley, qué es lo natural o lo normal.

Me detenía en esto exactamente a partir de tu observación sobre el país normal. El asunto es qué es lo normal. Uno puede decir que las sociedades humanas construyen normalidades que son siempre nuevas por la vía de la deliberación, de la política, de la sanción de leyes. A la normalidad se la construye, y se la va cambiando. En cambio, el pensamiento de la derecha es un pensamiento constatativo. La derecha constata. Carece de capacidad de escándalo y no busca cambiar el mundo para que el mundo se adecue a ningún mandato, porque el modo en el que el mundo funciona es el único modo en el que podría funcionar. Si de hecho, como dijo la gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, “en este país nadie que nace en la pobreza llega a la Universidad” (falso, pero ponele), ¿por qué deberíamos empeñarnos en que lleguen? Uno podría decir: porque hay una ley de la Nación que dice que la educación superior es un derecho, y esa ley obliga en primer lugar a quienes ocupan, en sus distintos niveles y jurisdicciones, el aparato del Estado, no a trabajar de sociólogos empiristas que nos dicen cómo son las cosas, sino a desplegar políticas públicas para que lo que dicen las leyes de la Nación se cumpla.

Pero la relación que tienen los miembros de este gobierno con las leyes es problemática, por no decir que no les importan ni un poquito. Si nadie que nace en la pobreza llega a la Universidad, y hay una ley de la Nación que dice que poder llegar a la Universidad es un derecho, pues entonces habrá que concluir, no que tenemos que hacer algo al respecto, sino que esa ley, que es una hija de un tiempo histórico de relatos, narraciones y macaneos, forma parte de esos relatos, de esa cantidad de cosas que los mentirosos que gobernaron este país durante doce años y chirolas “nos hicieron creer”, y no cumplirla, incumplirla, violarla. Eso es muy grave. A estos tipos no les importa nada, nada, la ley. Y parte de lo que está en juego hoy, en la Argentina, es eso: el valor de la ley como organizadora de nuestra convivencia en un país que queremos que vuelva a ser eso de lo que estos tipos nos alejan un poco más cada día: una república.

Fecha de publicación:
Ulises Bosia Zetina

Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.