“Hace 40 años que no podemos pensar el futuro”: entrevista a Alejandro Galliano
En su libro ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Galliano propone un interesante recorrido por diferentes futuros alternativos que parten del análisis de nuestro presente. Una entrevista con Oleada para ayudar pensar el futuro.
En un gran esfuerzo de síntesis es capaz de meter en 200 páginas una cronologización del capitalismo, así como también distintas versiones de utopías a lo largo de la historia. Propone un análisis de experiencias de la economía social, popular y solidaria e introduce ideas que podrían pensarse como “de futuro” pero que son harto diversas (como el decrecionismo, el animalismo, el aceleracionismo o el transhumanismo). Todo esto da origen a este “breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro”. Galliano tiene la virtud de abordar conceptos y elementos desde una perspectiva en permanente diálogo con nuestra realidad argentina, latinoamericana y marginal. Oleada entrevistó al autor para profundizar sobre algunas de las ideas que propone.
—Escribiste un libro sobre el futuro y empiezo preguntándote por el pasado. Si, como planteás, el apocalipsis ya llegó y “el fin del mundo se hizo sistema”, ¿podrías decir cuándo, cómo o por qué ocurrió eso?
—Alrededor del 2000 se produce el acomodamiento del capitalismo en el actual paradigma que es un fin de “un capitalismo”. El capitalismo está estacado, tiene un stacatto de grandes refundaciones que a su manera son apocalípticas. Por eso hago el recorrido del marxismo esperando crisis que vienen, pero que no terminan con el capitalismo, lo refundan. A partir del 2000 es cuando empiezan las distorsiones que de alguna manera hacen que hoy tengamos un clima posapocalíptico. No solamente porque entran en crisis instituciones que estaban muy consolidadas, sino porque empieza este nuevo paradigma tecnológico.
Estos problemas de sustentabilidad de la economía global que se alimenta de burbujas financieras, el agravamiento de la crisis climática, las políticas de austeridad terminan desembocando en esta crisis de representatividad. Ese sería “el fin del mundo” que nos signa a nosotros, pero la afirmación corría en un sentido más abstracto, no de que hay un fin del mundo que tiene una fecha sino que, quizás, para operar nos conviene pensar que, sin fecha, ya estamos en un período posapocalíptico.
Timothy Morton lo mezcla con la idea de “antropoceno”, desde el momento en que hicimos detonar bombas atómicas, o de que la Revolución Industrial fomentó la capa de carbón, o de que hace 12.000 años la agricultura empezó a erosionar el suelo, ya vivimos en clima posapocalíptico. Entonces la idea de que el apocalipsis ya pasó no tiene tanto que ver con una fecha, porque así podemos encontrar muchos apocalipsis. Cada refundación del capitalismo, incluso cada gran “vuelta histórica” muy dramática como es el descubrimiento de América o la Segunda Guerra Mundial es un apocalipsis.
—Hay un pregunta que circuló durante los últimos meses: ¿Crees que hay futuro?
—Sí, ¡sino no hubiera escrito el libro! Pero no, no “hay futuro”. El futuro no está existiendo en algún momento a la espera de que nosotros lleguemos a él, hay que construirlo. La famosa frase de (Mark) Fisher oculta una idea: no es más fácil pensar una cosa que la otra. Estamos pensando una cosa, entonces la otra no pasa. No es que es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo, o viceversa, como está pasando últimamente, sino que la imaginación últimamente está colonizada por un conjunto de temas que impiden a un grupo pensar ese futuro. Se construye el futuro en el presente porque ya se empieza a vivirlo, eso lo plantea Ernst Bloch en El principio de la esperanza. Cualquier cosa que se haga a futuro encierra un elemento de utopía.
El problema es que hace 40 años no podemos pensar el futuro. Estamos pensando en qué no vamos a perder del pasado: que no cierren este bar, que no cierren esta fábrica, que no saquen esta ley. Somos como guardianes del pasado entonces, obviamente, el futuro es cancha abierta para otros intereses. En ese sentido digo que hay futuro, pero no va caer del cielo. Si no lo proyectás, no lo vas a tener.
—En Argentina, las y los trabajadores de plataformas se sindicalizaron y crearon su gremio. ¿Cómo analizas este nuevo cambio tecnológico desde América Latina?
—Las plataformas que llegaron acá son las que se llaman “plataformas de austeridad”. Todas las plataformas saltean mediaciones. Estas, también, saltean instituciones laborales: los colaboradores no son asalariados, el trabajo está completamente desregulado, no los consideran justamente trabajadores, sino “colaboradores”. Los rappitenderos no son parte de la empresa, sino que colaboran con la empresa.
Por eso se llaman “plataformas de austeridad”, porque, en líneas generales, le permite a la empresa operar con una infraestructura mínima y después con una “constelación” de externos. Este es un paradigma tecnológico de mierda porque no genera casi ninguno de los beneficios que generaría una plataforma. Hay otras plataformas que también llegaron, como las industriales. Pero, en líneas generales, lo que se ve en América Latina es un rezago en la incorporación de tecnología debido a la informalidad.
Hablo de América Latina porque las tres plataformas que nosotros vemos en las calles de Buenos Aires son un fenómeno regional: PedidosYa es uruguaya, la fundan dos argentinos y un uruguayo en Uruguay; Rappi es colombiana; Glovo es española pero, lo dice Óscar Pierre (cofundador de Glovo), opera mejor en la periferia del mundo e hizo de Argentina su cabeza de playa para pivotear también en Chile, Uruguay y Perú. O sea, las tres que vemos acá son globales, pero llegan justo las que mejor se acodan a lo que es la informalidad y no las otras plataformas, fintech, crypto o plataformas industriales.
Es por eso que los especialistas dicen que América Latina es un lugar con mucho emprendedorismo y poca innovación. ¿Por qué? Porque el emprendedorismo es esencialmente informalidad. Y eso obstaculiza la llegada de otro tipo de paradigmas tecnológicos, por lo menos “en el grueso”.
Hace 40 años los países del sudeste asiático y los latinoamericanos podían pensarse en una línea de largada en igualdad de condiciones. Los países del sudeste asiático uno ve que lo que hicieron es apuntar cada vez más a la incorporación de tecnología mientras que América Latina, en líneas generales, cada vez más volvió a recostarse sobre sus ventajas naturales y eso también obstaculizó. América Latina está por debajo de África en cuanto al nivel de productividad.
—Este contexto logró algo que quizás era hasta hace unos meses impensado: que se debata a nivel más o menos mainstream sobre el Ingreso Básico Universal. En ese debate hay cierta confusión o tensión respecto a la contraprestación: si es salario o si es ingreso. Más allá de la viabilidad económica: ¿Es políticamente posible apoyar en Argentina trabajar menos o no trabajar?
—Sí, es políticamente viable. Con un “pero” muy largo y con matices. Al que más atiendo yo es a esa especie de polisemia del Ingreso Básico Universal. Llama la atención ver a Mark Zuckerberg diciendo que está de acuerdo con el Ingreso Básico Universal y después ver a Rubén Lo Vuolo, que también lo defiende. Algo tan consensuado genera desconfianza. Por eso yo hago una distinción.
Por un lado está lo que sería un ingreso básico “reproductivo”, que busca mantener con vida la reproducción material básica de una parte de la población. Esto sería políticamente contraproducente, porque implicaría una ampliación y un blanqueo de la precariedad.
Por otro lado estaría un Ingreso Básico Ciudadano, que entiende que hay una riqueza compartida, y todos los miembros de “x” comunidad tienen derecho a esa riqueza que, a priori, no le pertenece a nadie. El paradigma industrial implica que un empresario pone el capital, el trabajador pone el trabajo, y el producto es resultado de ese capital y de ese trabajo. Ahora, si estamos pensando en la erosión del suelo por el cultivo: ahí hay un recurso natural que estamos perdiendo todos. Todos tendríamos que disfrutar de la renta a partir de la pérdida. La idea de indemnizar por la privatización de la tierra viene desde el siglo XVIII.
Thomas Paine fue el primero que pensó en darle a cada ciudadano británico una cantidad de dinero porque en algún momento de la historia perdió los derechos sobre la tierra. Si pasamos a renovables, ¿quiénes son los dueños del viento? ¿Quiénes son los dueños del sol? Hay muchas formas de riqueza, particularmente las que hoy por hoy están teniendo más visibilidad como los datos que son sociales. En ese sentido, ya no estamos hablando de un ingreso por reproducción para que los pobres no se mueran de hambre, sino de la participación ciudadana que tenemos sobre una riqueza que es de todos.
También está el tema de la contraprestación. Si es ingreso básico, no hay contraprestación laboral, es un ingreso. Si no vamos a generar una confusión de una forma de salario que no es salarial. Es en cierta medida lo que Daniel Arroyo estuvo barajando en los últimos días cuando hablaba de darle un “anclaje laboral” al ingreso básico. Eso no es ingreso básico y tampoco sería salario. El salario es por horas, o por productividad, o por producto. Entonces yo puedo reclamar más a partir de un índice. El ingreso básico no, con lo cual yo no sé lo que tengo que hacer para que me lo paguen. Al mismo tiempo, si me fijan una contraprestación lo puedo perder, entonces no es ingreso básico. Ese es el riesgo.
Con esos “peros” aparece la contraproductividad que puede tener. Para mí es algo que hay que discutir porque lo contrario sería discutir más trabajo para todos y eso lo veo muy difícil, también puede ser contraproductivo porque: ¿qué trabajo nos van a dar a todos?
—Tu libro concluye proponiendo para el “mientras tanto” “parasitar” el capitalismo 4.0. ¿De qué se trata y qué ventajas y desventajas ves en nuestro país para que eso ocurra?
—Se trata, primero, de universalizar la condición de “parásito” que ya estigmatiza a una parte de la sociedad. Justamente por esta crisis del trabajo, el trabajo dejó de ser un valor reivindicativo de las clases bajas, como lo fue en Argentina por lo menos desde fines del siglo XIX con el anarquismo hasta el peronismo y bien entrado el siglo XX hasta los años ‘80. El laburante que se moviliza. Muchos de los hijos de esa gente no trabajan y el criterio “laburante” fue apropiado por sectores de clase media para estigmatizar a los que viven de planes, que no trabajan y son “parásitos”.
En primer lugar, la hipótesis del libro es que esa condición parasitaria, la masa marginal, va a ir creciendo. De otras formas más “glamorosas” como el monotributista, o colaborador de publicaciones, pero de a poco todos nos vamos a ir transformando en parásitos. Si se universaliza ese principio, se genera un sujeto y se puede movilizar a partir de ahí. Pero claro, implica renunciar a la identidad del trabajo. No sé si es viable políticamente, pero me parece que es una salida para evitar seguir trabajando con una identidad que es cada vez más excluyente como la del trabajador y que incluso excluye a los sectores más pobres de la sociedad, no a la élite.
En segundo lugar, las nuevas formas de generar valor, que por supuesto no son hegemónicas pero que son incipientes y tienden a crecer, parten de formas de riqueza que son compartidas. Lo cual nos transforma a todos, más o menos, en parásitos de algo. Sea de la tierra, sea de internet y de los datos que extraemos, o de los recursos naturales. Se podrá decir que eso es solo una parte y sigue habiendo empresas que generan valor. Sí, por supuesto, pero estas formas que estamos viendo ahora crecen exponencialmente. Esto genera una disrupción.
¿Qué fabrica Zuckerberg? Nada. Hay una plataforma en la que todos hacemos algo y después eso se extrae y se vende. Entonces nos está parasitando. Pero al mismo tiempo nosotros no somos productores, somos “prosumidores”. Es decir, estamos produciendo datos al mismo momento en el que consumimos plataforma. Podemos extender lo mismo a MercadoLibre, que no es como Amazon. MercadoLibre es third party, intermedia. No hay cajas de MercadoLibre. Ahí hay un criterio de parasitismo global. Por arriba o por abajo, hay un principio de parasitismo que está desplazando a la idea antropocéntrica, histórica y humanista del hombre productor.
Puntualmente en Argentina también contamos con una historia de déficit que nunca pudimos resolver: somos un país que consume más de lo que produce. Esto fue motorizado por algunas identidades políticas, el peronismo centralmente. Esta idea de consumo para todos, del “goce” peronista se puede enlazar con esto. Pero en términos estructurales, a lo que apunto con una universalización del parasitismo es a estas dos cuestiones: la extinción del trabajador y la aparición de formas de organización económica que no generan valor tan claramente como la vieja fábrica industrial.
—Sobre el final del libro decís que no sabes cuál es la mejor “política postapocalíptica” para nosotros en Argentina. Lo que vivimos en los últimos meses, ¿te hizo ver con mejores ojos alguna de las ideas de futuro que abordás?
—A todas. En el libro yo no “me juego” por ninguna. En parte para resguardar el carácter de “manual”, pero también trato de rescatar algo de todas para que no sea meramente expositivo. Un sujeto, que es la masa marginal; un escenario, que es la escasez de recursos; unas herramientas que son las nuevas tecnologías disruptivas, una ideología y dos extremos que son el animalismo y el transhumanismo.
Yo no escribí el libro sabiendo que iba a haber una pandemia así. No estoy haciendo la gran “yo te avisé”. Yo no avisé nada de esto, pero me parece que lo que están generando la pandemia y la cuarentena es incrementar la escasez, porque va a haber una escasez inmediata causada por la crisis, y eso va a hacernos repensar hasta qué punto este parate económico no permite reconstituir recursos naturales, con lo cual la escasez y el decrecionismo pueden ser, no una opción plena pero sí “una punta” a manejar. La tecnología tiene más presencia. Estamos encerrados y estamos trabajando a través de plataformas. La marginalidad evidentemente va a crecer también en la medida en que este home office se transforme en una palanca para precarizar.
Esto que planteo de que todos somos potencialmente masa marginal va a pasar más. Así que cada una de estas visiones de futuro (que ninguna es mía, sino que las sistematicé) puede considerarse reivindicada por esta coyuntura que estamos viviendo, lo cual de alguna manera demuestra que esta crisis no genera nada nuevo. La crisis solamente intensifica lo que ya venía pasando y lo que ya se venía discutiendo.
Abogado. Integrante del Área de Seguridad, Delito y Encierro de la Fundación Igualdad.