Entre el plano de posible y el plano de lo eterno, el autor desarrolla un análisis crítico de la reciente encíclica del papa.
La reciente publicación de Fratelli Tutti, la encíclica del Papa Francisco, generó mucho interés. El anuncio de su publicación fue acompañado por una acción «devorativa» por parte de fieles y no fieles del catolicismo, que con ansiedad recorrieron las páginas del texto papal para luego discutirlo en grupos con más o con menos afinidad a la institución Iglesia y a la figura de Francisco.
La Encíclica, a veces desordenada, a veces repetitiva, nos sumerge en el centro del pensamiento de Francisco, con profundos ribetes sociológicos, económicos, políticos y filosóficos. Por momentos se transforma en un manifiesto que cuestiona el mundo de las ideas universales, abriendo la lucha por conceptos indefinidos tales como la libertad y la igualdad, que fueron enjaulados por la cara liberal y racional de la Revolución Francesa. En otros momentos, se transforma en un relato institucional que intenta sedimentar los acontecimientos de la modernidad en la visión teológica del mundo.
Lo que sigue son las reflexiones colectivas de un grupo, al que pertenezco, que leyó con devoción el texto y que lo discutió con honestidad intelectual, rescatando puntos en común, críticas, consecuencias e intereses. Soy responsable de los plagios y los maloes entendidos que aparecen en esta reflexión que es, también, un intento por continuar la discusión planteada por Ulises Bosia en La tercera posición de Francisco.
Volviendo a la encíclica, se abren varios planos de análisis producto de que Francisco propone un texto con diferentes capas que permite ser leído por todos y todas; un texto que se ovilla en sí mismo para que cada uno/a encuentre un hilo desde donde construir, debatir y (no)creer.
Si bien el texto se desenreda en varios hilos, hay dos planos que parecen aflorar inmediatamente y que se van trenzando en el discurrir de toda la encíclica, formando un entramado que está siempre referido a otra cosa y que permite ciertos recursos cíclicos que Francisco utiliza con destreza.
El plano de lo posible
En este plano de análisis, concreto y situado, debemos tomar a Francisco en su realidad efectiva. Un Papa inédito, en una institución milenaria, con su historia y sus verdades explícitamente formuladas y delimitadas. En este plano, el planteo de Francisco lo desborda todo, imprimiendo una aceleración vertiginosa a las discusiones actuales dentro y fuera de la Iglesia. Si bien gran parte del texto sistematiza numerosas homilías, declaraciones y exhortaciones realizadas por Francisco durante todo su papado, la encíclica se constituye en un pensamiento de vanguardia dentro de la Iglesia, abonando a la sospecha de que las ideas de Francisco son las de una «minoría intensa» no exenta de constantes ataques por sus propios correligionarios. No solo la encíclica, sino también el excelente documental llamado El papa Francisco: un hombre de palabra y sus últimas declaraciones sobre el derecho a la unión civil de parejas de la comunidad LGTB, dan cuenta del desborde de su pensamiento al frente de la Iglesia Católica y de una acción que tensa a la propia historia del catolicismo y su devenir en el mundo. En este sentido, Francisco es una vanguardia peligrosa, tal vez minoritaria, dentro de la institución y se constituye, para fieles y no fieles, en un intelectual contemporáneo que todos y todas debemos leer y discutir, incluso sin coincidir con la Iglesia como institución. Nuestra lectura de Francisco en clave de intelectual se debe dar en la misma perspectiva que leemos a Žižek sin que seamos posestructuralistas, a Marx sin que seamos marxistas o a Adam Smith sin que seamos liberales. La lectura de Francisco se realiza, entonces, sabiendo que es el máximo exponente de la Iglesia Católica, pero también a pesar de ello.
En ese marco de referencia, la discursividad de Francisco no puede más que causarnos asombro y preguntas. Durante la encíclica se trabajan temas de filosofía política tales como populismo, globalización, soberanía, posmodernidad, individualismo, cuestión social, colonialismo cultural, entre otros. Muchos de estos tópicos son recurrentes en el discurso de la Iglesia toda, pero Francisco los trata con una diferencialidad. Por ejemplo, el caso de la pobreza. Un tema más que agotado en la discursividad eclesiástica, en Francisco se aborda desde su contracara: la riqueza insultante y vergonzosa de una minoría mundial que vive escindida de la realidad histórica. La pobreza ya no es un espacio de salvación que merece la misericordia y la caridad de los poderosos, sino que la pobreza es una indignidad que surge como consecuencia de un mundo cada vez más desigual e inhumano, una cultura del descarte que se profundiza por el consumismo y la globalización financiera.
En su tratamiento del populismo es más ambiguo y equívoco. El populismo aparece primero en su versión liberal europea, como una forma política demagógica que hay que erradicar. Pero luego, mucho más adelante en el texto, Francisco hace una interesante relación entre pueblo, lo popular y el populismo, que lo salva de toda impugnación. ¿Acaso Francisco está distinguiendo entre populismos de derecha y populismos populares? ¿Acaso Francisco está salvando las distancias entre los populismos del Norte y los populismos del Sur? A decir verdad no aporta mucho a la teoría de los populismos donde ya existen textos que trabajan bastante bien sobre toda esa discusión; sin embargo, en la encíclica está manifiesta una construcción de la categoría «pueblo» que rompe toda la tradición católica y, también, tensiona a otras identidades políticas. Francisco dice que el «pueblo» no existe como entidad dada, sino que es una categoría abierta a la disputa, que debe constituirse continuamente como identidad común, incorporando diferencialidades y negatividades. Mucho del Laclau que construyó el kirchnerismo: el pueblo como proyecto político que incorpora la alteridad como diferencia redimida pero no como conflicto. Es decir, la construcción de un nosotros común que permite pluralidad pero no alteridad, un nosotros con ambición de constituirse en un todo cuya sustancia que amalgama es la amistad social, la fraternidad por sobre la diferencia.
En suma, en el plano de lo posible, la discursividad de Francisco es una apertura radical, un intento no cerrado de pensar la (pos)modernidad desde una institución que, en el mejor de los casos, la ha negado, ya sea mediante la violencia sobre el/la otro/a diferente o mediante su demonización/invisibilización.
El plano de lo eterno
El análisis de la encíclica en este plano es un intento por ampliar los horizontes de discusión temporales y geográficos, en definitiva, ampliar el campo de batalla a una historicidad que encuentra en nuestro presente un choque de espadas entre sacerdotes moribundos. Pensar la discursividad de Francisco hoy, es volver a pensar una batalla de quinientos años entre los sacerdotes de Dios y los sacerdotes de la Razón.
En el plano de lo eterno, entonces, la encíclica de Francisco es la actualización de una batalla entre principios de certidumbre. El principio teológico político y el principio racional burgués. Recordemos brevemente: la historia de nuestra humanidad es, también, una historia de los gobiernos de diversos principios de certidumbre. El gobierno de Dios(es) como principio último y transcendente de la actividad humana muere (sin morirse) cuando las revoluciones burguesas y sus expresiones filosóficas adoptan la inmanencia como forma legítima de disputar el conflicto humano. Ello abría un abanico de posibilidades para pensarse como humanidad que rápidamente encontró en la razón su punto de reunión y, también, su límite. El siglo XXI, y el abismo destructivo que se abre ante nuestros ojos, da cuenta del fracaso de ese intento por conducir el destino humano a través de la técnica. La denuncia que el racionalismo realiza al principio teológico político como forma despótica de ordenar los asuntos mundanos encuentra en el propio devenir del racionalismo su copia más refinada: el despotismo de los datos, la técnica al servicio de los poderosos, la individualidad del dato que no permite ningún tipo de singularidad ni de comunidad.
Por ello, la encíclica de Francisco, también debemos leerla en este plano. En un contexto de profunda crisis de todos los principios de certidumbre que nos han gobernado: el teológico, el racional (capitalismo y modernidad), el mercado… y atravesándolos a todos, como una presencia siempre oculta, el principio de certidumbre más antiguo: el patriarcado.
Nótese que el propio Francisco mantiene la idea de pacto, de contrato entre los hombres para constituir una comunidad. La Iglesia ya no se anima a buscar, filosóficamente, la posibilidad de reconstrucción humana anterior al pacto social, que es la primera estocada filosófica política moderna al poder eclesiástico en el mundo. En este sentido, no discutir el pacto originario obtura cualquier alternativa radical porque siempre partimos de sujetos sujetados a algún tipo de poder, de sujetos constituidos sin roturas. Ni Francisco, ni la Razón, buscan alternativas en la multitud de los que no pactaron, en la multitud de esos seres humanos rotos, incompletos, quebrados, pasionales, libres, políticos. La luz de la razón o la luz de Dios solo empieza a iluminar cuando nos arrodillamos, cuando nos rendimos ante el poder del crucifijo o el poder de las redes sociales.
La encíclica, entonces, se inscribe en esta batalla. Entre Dios y Razón. Y es para Francisco una lucha contra la nada. Contra la nada incorpórea de lo digital, del algoritmo, del dato. Es una batalla entre espíritus para gobernar el mundo material.
Por último, pensar a Francisco como vanguardia nos habla de la crisis profunda del pensamiento revolucionario, en su sentido más amplio. Constituir a Francisco y su discurso como horizonte de sentido posible frente a la miseria del mundo actual es reconocer la derrota del pensamiento no clerical para crear un mundo alternativo, superador y más humano que el que tenemos. El feminismo popular, en este sentido, es el único movimiento revolucionario que nos invita a pensar y construir un horizonte de sentido sin involucrarse en esa batalla milenaria entre sacerdotes laicos y sacerdotes religiosos. El feminismo popular desoye las campanadas de la Iglesia y la Razón, colocando como grito de guerra el amor por la alteridad, que en definitiva es la radical aceptación de la indeterminación del otro, de la otra, del otre, y entendiéndose popular no por su extracción de clase o condición, sino por su lucha contra todo privilegio. Es revolucionario, hoy, porque construye una identidad común que ya se reconoce como rota, incompleta, como plenamente abierta a la contingencia y a la indeterminación, a la incorporación de la alteridad como diferencia insalvable. Precisamente, en la gramática política, el feminismo popular no apuesta a una batalla entre dioses (siempre masculinos), sino a una batalla humana, demasiado humana, donde los dioses eternos y la razón iluminista miran espantados y temerosos cómo se incendian, se destruyen y se derrumban sus estructuras de madera.
Quiso ser astrónomo pero terminó estudiando ciencia política. Docente universitario. Hoy se encuentra a cargo de la Dirección de Investigación de la UNLa. Coordinador del Instituto Democracia.