Oleada es Literatura

Río Negro

Por Mariano Quirós
Compartir

Le pedimos a distintes autores que vuelvan sobre su propia obra y recuperen un fragmento de su producción. El proceso de escribir, lecturas simultáneas, decisiones, la posibilidad de una reescritura. Formas de revisitar una obra para que, en su recorte, se deje ver cómo, al menos en parte, les autores se leen a sí mismes en un momento puntual: el de la publicación de esta entrevista.

Los cangrejos eran de color naranja y aparecían de repente. No eran peligrosos ni mucho menos, pero el susto que te daban alcanzaba para hacerte pasar un mal momento. Además son animales extraños, no es común ver cangrejos, ahora es incluso mucho más difícil. ¿Cuántos cangrejos ves al año? Antes eran una molestia, pero una de esas molestias que uno recuerda con gratitud. El grito a coro de las chicas anunciaba la cercanía de un cangrejo, detrás venía la muchachada riendo y formaba un círculo alrededor del crustáceo. Nunca faltaba el valiente que sabía cuál era la mejor manera de agarrarlo sin lastimarse, y tras cartón perseguía con el bicho a las mujeres más escandalosas. La pasabas bien. Algo similar ocurría cuando algún infeliz se salvaba de morir ahogado. Era muy difícil ahogarse en los balnearios del río Negro, al menos en los balnearios habilitados, pero ahí estaba el desdichado que se lanzaba a realizar aquello para lo que no estaba preparado. Cruzar de una orilla a la otra, saltar desde un puente, cosas medianamente extremas. Entonces veías al bañero hacer a un lado a la multitud, con la arrogancia de quien cumple una misión superior, y hacer gala de sus dotes de frustrado nadador olímpico. Los bañeros no podían caerte bien, eran como celebridades cuyo triunfo implicaba la derrota moral de algún otro pobre tipo. Peor aún si el motivo de su rescate era una mujer. En esos casos la proeza multiplicaba su valor y se volvía cinematográfica. Con el bañero y el infeliz de vuelta en la orilla, llegaban los comedidos que al grito de “aire, denle aire”, buscaban la manera de obtener algún crédito. Pobres tipos, eso era a lo más que podían aspirar. En el fondo, y a veces no tan en el fondo, deseabas que al bañero no le fuera del todo bien en su rescate. Esperabas que el incidente pasara a mayores para comentarlo durante la semana, en los recreos del colegio, en el café del centro, durante el almuerzo o en alguna reunión de parejas. Si lo pensamos con atención, el bañero no era más que un aguafiestas. El asunto es que en esos casos, en los rescates, lo mejor era guardar las formas. Observar en silencio cómo apretaban el pecho del infeliz, a veces la respiración boca a boca —por lo general si el infeliz era mujer— hasta que al fin revivía. Vomitaba el agua que había tragado y abría los ojos como asustado. Después te tocaba soltar un aplauso, que el bañero recibía con una seriedad imbécil. Cuando la cuestión resultaba en tragedia, debías mantener la expresión abismada, dando a entender que la cercanía de la muerte te había perturbado. Lo cierto es que, más allá de cualquier deseo, no podías evitar la conmoción.

Conmoción. Con una lamida Volter me despierta de la mía para enviarme de lleno a una mucho peor. La cabeza me estalla y tengo la boca tan pastosa que el trabajo de separar labio superior de labio inferior es inconmensurable. Pero eso no es lo peor. Lo que es en verdad terrible es lo que hay delante de mí: aunque está en una posición muy similar a la que estaba antes de que yo me durmiera, Mariel ha cambiado los hilillos de baba por simple espuma. Quiero decir que le sale espuma por la boca, como a un perro rabioso. Mi reacción debería ser inmediata, pero apenas puedo moverme, es como si las piernas se me hubieran vuelto de piedra en las horas de sueño. Tampoco puedo mover los brazos y la situación me lleva a concluir que el Sominex es un somnífero poderosísimo. Miro a Miguel como pidiéndole ayuda, pero lo de mi hijo es indignante: sigue igual, derrotado y flácido sobre el sofá.

Los amigos que se la pasan recomendando antidepresivos son tipos muy raros, pienso ahora. Esta inmovilidad es mucho más angustiante que placentera. Cuando leí las confesiones que el escritor peruano Jaime Bayly hace al respecto, creí que se trataba simplemente de la neurosis de un maricón. Entonces me indigné con el pobre Bayly y agradecí al cielo ser un escritor mucho más recio. Bayly ofrece una lista de lo mejor y lo peor en el peculiar mundo de los antidepresivos. Está bien, el tipo es un imbécil, pero esto que me pasa no deja de asustar. 

Mi reacción es algo así: primero una mano —la derecha— se abre y se cierra luego con fuerza sobre el apoyabrazos; paso siguiente hago lo mismo con la mano izquierda; me esmero en aguzar el tacto, en sentir el sofá, y una especie de cosquilleo fluye desde mis dedos al resto del cuerpo. Aun con el temor de dislocarme la mandíbula, abro la boca lo más que puedo, me reclino como si estuviese acostado en una cama de hospital, alzo una pierna —la derecha— y cuento primero hasta tres, después hasta cinco y por último hasta diez. Entonces consigo gritar, no como yo quisiera, sino con un gritito festivo que manifiesta algo opuesto a lo que ocurre en el living. Pero aun así, el grito sirve para ponerme en pie. Me muevo como una momia. Volter me mira y ladra, y supongo que no es para menos. Aunque tengo a Mariel a menos de un metro y medio, llegar hasta ella representa un esfuerzo inaudito y en algún punto estéril. Mariel, termino de comprobar, tiene los ojos abiertos; la espuma, rosada como un jarabe, le sigue brotando y cae sobre los cojines. Un sudor helado me recorre la espalda y dedico un último arresto de energía a evitar una arcada y a pronunciar el nombre de mi hijo:

—Mieeell —la voz me sale como un mogólico, pero una vez que sale se suelta y alcanzo a llamar otra vez a Miguel, y un par de intentos después hasta puedo llamar a Mariel.

—Maiel… Mieel… Maiel —desde luego, ninguno escucha el llamado. Me arrimo a tientas a Mariel y tras un cálculo prudencial me dejo caer a sus pies, primero de rodillas, después ya en un desparramo, con lo que logro zamarrear a medias su cuerpo, pero tampoco así obtengo respuesta. Volter, mientras tanto, aúlla y ladra, y cuando se atreve me da lamidas en la cara. El mundo suele ser un lugar cruel, y la vida una pesadilla. 

Lo que nuevamente me pone en marcha es el reloj de pared: faltan treinta minutos para las siete, la hora en que Irma llega a casa todas las mañanas. Tirado en la alfombra medito acerca de lo más conveniente, si esperar a Irma y pedir su auxilio o poner las cosas en orden antes de que la señora de la limpieza pueda pensar mal. Pero con Mariel vomitando espuma es muy difícil no pensar mal.

Vuelvo a contar hasta tres y vuelvo a gritar. La cosa mejora, el grito es algo más digno que el anterior y me da el impulso necesario para estirar ambos brazos y aferrarme un poco al sofá y otro poco a una pierna de Mariel. El nuevo zamarreo tampoco produce reacción en la pobre chica. El trabajo que demanda ponerme en pie me ocupa al menos otros cinco minutos según el reloj de pared. Para mi sorpresa, una lágrima rueda por mi mejilla, y el descubrimiento hace que me entregue por completo y suelte un llanto aliviador. Es un llanto feo, espasmódico y vulgar. 

Mariel tiene la cabeza volcada sobre un hombro y los ojos abiertos rodeados de un halo violáceo. Si yo me siento como una momia, ella parece un vampiro. El grito que lanzo al descubrir que lo rosado de su espuma no es otra cosa más que sangre, es un grito tan sincero como involuntario. Debe ser por eso que esta vez Miguel hace el ademán de reaccionar:

—No grites papá —masculla el infeliz. Después gira hacia un costado y se ovilla como un feto.   

BARCELONA 15 11 2017 Icult Presentan el escritor Mariano Quiros que ha ganado el Premio Tusquets de novela FOTO de RICARD CUGAT

—¿Qué estabas leyendo cuando escribiste esta obra?

—Escribí Río Negro hace diez años y, la verdad, me cuesta precisar la lectura del momento. Sí puedo asegurar que poco antes había leído Bajo este sol tremendo, novela de Carlos Busqued, que transcurre en un interior del Chaco más verdadero que el propio Chaco, y el cuento “Un santo diferente”, de Germán Parmetler, cuyos personajes forman parte de una posible aristocracia chaqueña, de Resistencia; y la posibilidad de fundir ambos climas, el de aquella novela y el de este cuento me motivó –o fue uno de los impulsos— para la escritura de mi propia novela. 

—¿Cómo fue el proceso de escritura de esta obra?

—Fue, dentro de lo que se puede, feliz. Una escritura que sentí limpia como no he vuelto a sentir mi propia escritura. Quizás la poca o nula conciencia que tenía diez años atrás sobre mis propios métodos de escritura, mi ánimo más impulsivo, el deseo, hicieron que disfrutara como un nene.

—¿Compartís con alguien tus textos antes de publicarlos?

—Con un montón de gente.  

—¿Por qué elegís ese fragmento? 

—Es la instancia a partir de la cual ya nada tiene remedio. El personaje, un hombre que hasta entonces se las había amañado para llevar una vida más o menos armónica, ya está hundido. Y todavía no lo sabe, o al menos no lo admite. Y la elijo porque siento que me salió bien.

¿Le cambiarías algo?

—Claro que sí, pero ahora, con la novela publicada y vuelta a publicar, y después de haber corregido algún detalle, estoy como el personaje de la novela: hundido. Y el primer paso es admitirlo.

Fecha de publicación:
Mariano Quirós

Nació en Resistencia en 1979. Es escritor y comunicador social. Publicó las novelas Robles (2009), Torrente (2011), Río Negro (2014), Tanto correr (2013), No llores, hombre duro (2013) y Una casa junto al Tragadero (2017), y los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (2016) y Campo de cielo (2019). Junto con Germán Parmetler y Pablo Rack publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches. Dirige con Pablo Black el sello Colección Mulita.