Oleada es literatura

El matrimonio

Por Marina Mariasch
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Le pedimos a distintes autores que vuelvan sobre su propia obra y recuperen un fragmento de su producción. El proceso de escribir, lecturas simultáneas, decisiones, la posibilidad de una reescritura. Formas de revisitar una obra para que, en su recorte, se deje ver cómo, al menos en parte, les autores se leen a sí mismes en un momento puntual: el de la publicación de esta entrevista.

En las relaciones de pareja lo esencial está oculto y debe permanecer así para los principales interesados. La ropa sucia constituye un instrumento de investigación que permite infiltrarse en los pliegues profundos de la trama conyugal. Está presente en todas partes, a cada instante, pegada a la pareja como una segunda piel. Es una memoria del rol femenino modificado por la idea de igualdad.

La esposa hace un bollo con la ropa sucia y la mete en el tambor de metal. Un mundo: gira, se mezcla, confunde todo. Antes, la separación aria, lo blanco de un lado, el resto del otro. Ahí, en ese maremoto en el que confluye todo, se encuentran los fluidos. La ropa sucia transporta la memoria del día, de la compañía, de las emociones. La camisa a cuadros es un infierno, porta humo y recuerdos de todo lo malo, el pecado. La fosa común de la ropa sucia es denigrante, hace de lo que alguna vez fue deseable, algo despreciable. 

La política doméstica pone a la esposa de rodillas, montacargas del suelo al tambor. En el reparto, las tareas pesadas cayeron con el peso de los sacos de arena de su lado. El lado izquierdo de la cama se hunde. Los resortes ceden agotados de combatir la fuerza de gravedad. Es probable que se desencadene un terremoto, que la tierra se parta. El lado izquierdo se hunde. El pecho, excesivamente cansado, cambió con la llegada del primer hijo. Pero las creencias arcaicas navegan el aire e infunden fe en quien debe llevar la casa. La fe es profunda: enterarse, pensar, cuestionarse. Enterarse de si hace falta hacer un lavado, pensar en si es un buen día para hacerlo (si hay ropa blanca o de color suficiente como para llenar el tambor). Cuestionarse la necesidad de entrar la ropa húmeda si hiciera falta, en lugar de dejarla colgada, si el cielo amenaza llover, de parar el secador y sacar la ropa que necesita plancha antes de estar completamente seca. 

El tambor gira, cuna de agua de la casa, cóctel de grasa y espuma. Giran los sueños, las pesadillas. 

Después del desayuno, la casa queda vacía. La esposa abraza el canasto de la ropa sucia, amante perezoso que se deja manipular. Las amigas migas esperan en el mantel, en el piso, y se ríen con esa risa chillona de las cosas chiquitas y molestas. Las ruinas del desayuno se hacen a un lado para dejar pasar a su majestad el mantel, que integra el bulto de los seres arrugados y húmedos que peregrinan hacia el purgatorio. Confesión, expiación, purificación. El lavado deja atrás todo lo malo, redime. La esposa, entre lagañas, corre el frasco pegajoso de la mermelada, la manteca blanda, las galletitas de agua quebradas, como ella. Monta los ingredientes de la escena ideal en una bandeja y se los lleva, para terminar con la farsa de la unión de la familia en ese momento del día, arruinada por las corridas, las órdenes, las peleas y la cortina del diario que separa al marido de los demás. Una realidad aparte. Las finanzas, la política exterior, un mundo afuera. El vaivén de la esposa entre la mesa y el mármol, cambiando las cosas de estado –frío a tibio, crudo a cocido—no logra perforar su cápsula de navegación por el espacio exterior. Los gritos de los chicos, las quejas, son ruidos de fondo que compiten con los del tránsito, la construcción, la destrucción. Soundtrack de la vida conyugal. 

El marido trata de escaparse todo que puede, de hacer oídos sordos, conversar sin estar presente. Pisa la calle y oye el ruido de los autos y de las máquinas perforando el asfalto como oyen los pajaritos al llegar al campo los que les gusta el campo. Ya llegará la noche, el clic de la puerta será una consigna política seguida por las masas con ceguera. Abandonar todo, correr al encuentro del líder, treparse a él como a una montaña. Los chicos lo apresan, bola y cadena en cada una de las piernas. El marido es prisionero de sus propios instintos. La reproducción llegó hasta esto, diez minutos de tironeos, intentos de charla y retos para ir a la cama. 

La esposa envidia el aire fresco de los motores a la mañana, pero aprecia sus propias rutinas, lavar la ropa antes de lavarse. El agua purifica todo, los recuerdos del día se extinguen en el tambor, sus excesos se escurren en la ducha. 

La paz poco duradera de las horas efímeras de la mañana está guiada por el ronroneo del lavarropas. Los perfumes y las cremas cubren el cuerpo, inundan todo, despersonalizan, ya no es ella, no tiene malos pensamientos, ni odio ni rencor, es un ser aromático, irresistiblemente publicitario, lleno de dignidad. La ropa sucia yace sobre el suelo como una pila de animales muertos. Hiede, volcán en erupción de las cosas que pasaron y que no serán fáciles de olvidar. 

La lavandina es su principal aliada en la batalla contra la ropa sucia. Arrasa con todo, blanqueamiento total. Empezar de cero, de nuevo. Los trapos, las toallas, las camisas y los manteles se sumergen en el baño de Cleopatra, leche blanca con olor a higiene. La lavandina es un arma blanca, poderosa, de destrucción masiva. Nada se libra de ella, mata todas las partículas vivas y deja el planeta seco, mineral, sin humanidad, sin vida. Los rastros biológicos son impuros, malos pensamientos llevados al acto. 

La ropa limpia es un misterio. Guarda en sus pliegues de plancha y apresto un pasado secreto que se empeña en ocultar. Posee un lugar de privilegio, preservada, ordenada, en su aposento de estantes y cajones. La ropa sucia se esconde, es basura bajo la alfombra, la lacra de la casa cuyas emanaciones deben pasar desapercibidas para la familia y sobre todo para la visita. El cesto de la ropa sucia, guardián carcelario de los malos comportamientos, colaboracionista fiel y obcecado, le da a la ropa sucia el espacio social de los avergonzados. Se produce la retirada. 

La ropa limpia está rehabilitada y vive con el optimismo de los proyectos futuros. No está dispuesta a hablar del pasado. 

La ropa interior produce un desvío en el circuito de la ropa sucia. La ropa interior sucia se pone dura recordando su pasado. No hay certezas acerca de quién la redime. Sus manchas son lo más cercano a la personalidad. 

Las manchas, máquinas del tiempo que llevan sólo al pasado, evocan el recuerdo de la escena en que algo se salió de su lugar. La mancha está en el lugar equivocado, es un polizonte eterno. Existe por error, está fuera de lugar siempre. Signo por excelencia, es aquello que está en lugar de otra cosa. Catalizador de nostalgia, agujero negro saturado de sentido, en la mancha se junta todo.

La esposa desfila en deshabillé por el pasillo de la casa. Se detiene frente a un espejo. Primer round. Lo que ve: una montaña. Ella también es una montaña. De leche azucarada, kilómetros de piel, rencor y culpa. Su ladera más fértil fue tomada por la favela de las demandas sociales, familiares, domésticas. La esposa hace incontables esfuerzos por desaparecer, pero su volumen aumenta desde el día en que dio el mal paso. 

Una montaña de tul, pan de azúcar que cae a torrentes formando una pirámide, cuando era novia. En la cima, una corona: reina de su comarca dudosa, coronada con suspicacia frente a una multitud entusiasmada. En la base: una altura prostática, el deseo de llegar más alto. Con el calor de hogar, los deshielos cedieron, la leche brotó por las vertientes y cayó en manantiales dulces y nutricios. 

La esposa es una esponja, absorbe todo, suma cosas, amontona. Las paredes de la cocina acumulan grasa; los rincones, telarañas. Pero después llega la redención del jabón con su bendición de aroma de sol, flores silvestres, lavanda de la pradera. La esposa abre el cajón de los productos. Echa jabón en polvo y suavizante.

La esposa se acoda sobre el lavarropas. El traqueteo del centrifugado le masajea los huesos. Sobre las baldosas del piso del lavadero descansan fragmentos de cuerpos, marcas de ausencia: pies, piernas, torso, entrepierna. Repasa mentalmente una lista en la que conviven amigablemente sustancias como leche, nicotina, afecto y acetona. Pasó del oro amarillo al oro blanco. En su pasado hay una melena esponjosa, oxigenada, ahora decolorada, casi plateada. Su cuerpo se edificó sobre el paradigma del hogar: la casa, el departamento, la torre, la quinta, el palacio, el castillo, la casilla, la choza, la carpa. Pero en la serie no hay superposición, hay tiempo. De la rejilla brotan arbustos de espuma, lustrosos racimos de burbujas heterogéneas que explotan en seguida como sueños acabados. Las exhalaciones del jabón se agolpan, corderos blancos de piel suave, víctimas más probables de cualquier depredador. La esposa los acaricia dándoles el último adiós, clava las yemas de sus dedos en las burbujas, se quita las ilusiones, refresca el presente. Las burbujas estallan, pequeños golpes de realidad. Los pensamientos se enredan entre los bucles de los corderos blancos y agrisados, siguen una trayectoria espiralada, con soltura, hasta el núcleo de la tormenta. El lavarropas recupera la calma. La esposa vuelve a lo suyo, recupera una mecha rebelde para el recogido negligente de esa hora de la mañana. Segundo round frente al espejo. Esta querría que fuera su herencia: los hombros echados hacia atrás, la frente alta. 

Atraviesa el campo minado de los juguetes tirados. Es hora de poner orden en su vida. Control, diseño, planificación. Se pone a ordenar la ropa. Ascender en la jerarquía de las prácticas. Acceder a la universalidad. La ropa tirada guía sus acciones, se esparce como restos diurnos de la realidad que construyó. Corrige el quiebre de sus certezas, erradica la sensación de artificialidad. Le otorga el diploma de experta.

Un suéter amarillo que irrumpió en el espacio a fuerza de la ansiedad y la paciencia de una abuela tejedora pide upa. La esposa lo alza y pierde el control de sus pasiones. La prenda de su hijo tiene un efecto irracional mayor al del propio hijo. Incluye el deseo (de un objeto que no está), es un amor que traspasa. Llena sus huecos con lo que no hay de él. Luego de ser disfrutado por un momento, el efecto es sancionado. La esposa hace del suéter un bollo y lo echa al canasto de la ropa sucia. El pantalón de la hija camina solo, baila salsa, es divertido y envidiable, endiablado, se pasa de la raya, promete algo más, deja con ganas. El marido dejó la ropa tirada sobre la cama. Buen salvaje, huele a dulce de leche, a vainillas, a té con miel y leche. Este es el principio del placer. La esposa pierde la cabeza entre mangas y torsos, tirada sobre la cama. En seguida, pierde las manos, las piernas, los ojos se le dan vuelta, se revuelca. Con los ojos cerrados, espía en el peep-show de las partes prohibidas. Hace cosas con imágenes. Termina. Los ojos hinchados se resisten a la hendija que se abre hacia el resto del día. Igual, se levanta y se empapa bajo la lluvia de la ducha. Sale con la sonrisa de la ropa tendida al sol. Pisa la calle y el ruido de los motores la pone en marcha. Desde aquí afuera, se extraña el paraíso doméstico. Siente el olor a pasto recién cortado de los días frescos y promisorios.

Fragmento de El matrimonio. Publicado en 2011 por Bajo la luna. Se publica en Chile en octubre de 2020 en Libros de la Mujer Rota.

—¿Qué estabas leyendo cuando escribiste El matrimonio?

—Lo empecé a escribir en 2004, hace bastante. Estaba casada y me resultaba incómoda la institución matrimonial, me generaba ciertos cuestionamientos. Me parece que las instituciones tienen un punto de tensión. También estaba cursando la maestría de Sociología de la Cultura y Análisis Cultural en el Idaes (UNSAM), así que me acompañaron muchas lecturas teóricas, sociológicas y políticas. Pero especialmente para este texto, mientras escribía, hice una investigación con todo el material al que pude acceder relacionado con el matrimonio como cuestión político social. Entonces leí desde la Estética del matrimonio de Søren Kierkegaard, hasta Matrimonio y moral, de Bertrand Russell, El origen de la familia, la propiedad y el estado de Engels, La familia de Lacan, leí textos que me parecieron fascinantes de Norbert Elías… leí mucho y todo lo que pude encontrar en relación a esto. Y obviamente también en la literatura. Es un tema que está sumamente trabajado, desde Anna Karenina hasta Madame Bovary, por decir. Pero no encontraba tantos libros donde aparecieran las tensiones que todavía permitían, a pesar de que se suponía que ya estábamos avanzados en el siglo y con supuestos logros del feminismo -digo supuestos porque sentía que todavía se sostenían muchas desigualdades dentro de esa estructura.

—¿Cómo fue el proceso de escritura? 

—Escribí este libro como una serie de pensamientos sobre la cuestión, también de ideas o sensaciones, sin ninguna pretensión de escribir una novela, en un estado de trance, o en un semitrance. El matrimonio tal vez también puede ser un estado de trance, de alienación. El hecho de que la pareja se convierta en un vector económico de la máquina productiva es lo que provoca el estado de agobio en el matrimonio. El matrimonio es un libro sobre la política de lo doméstico. El texto va y viene entre una primera persona y el distanciamiento de un discurso más cercano al científico, como si se pusierauna casita bajo la lupa del microscopio y analizara el comportamiento de esas personas como si fueran ratitas de laboratorio. 

¿Compartís con alguien tus textos antes de publicar?

Siempre comparto mis textos antes de publicarlos. En general con más de una persona. En el caso de El matrimonio solía reunirme con una compañera de escritura poeta amiga, Cecilia Pavón. Nos juntábamos una vez por semana en un bar y hablábamos de nuestras cosas y también nos leíamos y compartíamos impresiones. Después se lo pasé también a Ezequiel Alemán, a Mariano Canal, a varios lectores y lectoras que me ayudaron a darle un poco de forma. 

¿Por qué elegís este fragmento?

—Elijo este fragmento porque así empieza el libro y porque me parece que condensa un poco el tono general. Y porque me llama la atención que es un tema que ahora está muy en debate, el tema de las tareas de cuidado y la inequidad en la división de los trabajos domésticos. Por ahí en ese momento, que fue hace más de una década, mucho antes del #NiUnaMenos. Por ejemplo, ya se me hacía tan patente.

¿Le cambiarías algo?

Si lo escribiera hoy seguramente le cambiaría varias cosas, pero creo en los textos en su coyuntura histórica y me parece que prefiero escribir hacia adelante. Así que no lo cambiaría, pero no por sacralizarlo. Ahora estoy escribiendo otra cosa.

Entrevista: Tomás Schuliaquer y Candela Perichon.

Fecha de publicación:
Marina Mariasch

Estudió Letras en la UBA. Es escritora, periodista, docente. Trabaja en el ámbito de los derechos humanos. En los 90 fundó el sello editorial Siesta. Publicó poesía (El zig zag de las instituciones, Paz o amor, Mutual sentimiento, entre otros), novelas (El Matrimonio, Estamos unidas), cuentos y ensayos que fueron traducidos al alemán, inglés, finlandés. Forma parte de Latmef.org, 100% Diversidad y Derechos y Mala Junta en el Frente Patria Grande.