Los peligros del "empleo-centrismo" en la política social
La transformación de beneficiarios de políticas sociales en empleados asalariados es una propuesta repetida. ¿Qué problemas oculta este cliché?
En las últimas semanas se dieron una serie de dichos y decisiones políticas de algunos funcionarios que considero no han suscitado suficiente discusión. La decisión de no dar más altas en el Potenciar Trabajo, de direccionar el programa al “empleo genuino” por medio de incentivos al empleador y, más aún, de usar al Ministerio de Desarrollo Social como una empresa personal que despide titulares de programas por supuestos actos vandálicos -independientemente de su evidente gravedad-, ameritan algunas reflexiones. Especialmente es importante reflexionar sobre las implicancias sociales de este tipo de intervenciones del Estado.
En principio, es necesario aclarar que estas políticas no son nuevas. Durante el gobierno de Cambiemos, la política social hizo énfasis especialmente en la capacitación y la terminalidad educativa. El objetivo constaba en apuntalar la empleabilidad de las/os titulares como forma de inserción laboral. En 2017, bajo esta misma lógica, el gobierno había lanzado el “Plan Empalme”. Esta política buscaba generar un incentivo económico al empleador/a que contratara a titulares de programas sociales a partir del sostenimiento del pago del programa mediante el cual el Estado subsidiaba una parte del salario durante un año.
Estas políticas no tuvieron el efecto esperado. A la par del aumento del desempleo entre 2015 y 2019, el Plan Empalme -según datos de 2019- no había llegado a superar los escasos 10.000 beneficiarios. Aunque es claro que la degradación del mercado de trabajo en esos años se explica principalmente como consecuencia de la política económica, lo cierto es que seguir pensando la cuestión del trabajo únicamente desde la lógica del empleo asalariado es parte del problema.
Distintos autores coinciden en que la heterogeneidad del mundo del trabajo disuelve las perspectivas de pleno empleo a futuro, específicamente en su forma hegemónica: el empleo asalariado, industrial y formal. Es más, esta forma no fue la hegemónica en muchos países de la región, caracterizados por mercados laborales fragmentados. No obstante, las implicancias de seguir pensando bajo esta lógica trascienden la efectividad de la aplicación de las políticas sociales. Además, existen otras consecuencias a considerar, más allá del éxito o fracaso de las mismas.
Algunas de estas consecuencias tienen que ver con las implicancias sociales de estas lógicas “empleo-centricas” en los programas sociales. En este artículo desarrollaré brevemente tres: i) las implicancias en la construcción de subjetividades culpabilizadas y deudoras; ii) la dificultad de planificación de los sujetos y la generación de incertidumbre; y iii) el no reconocimiento de formas de trabajo no salarial con gran peso territorial y productivo.
Sujetos de culpa y deuda
Cuando se habla de los titulares de programas sociales, no sólo se suele hablar de modo despectivo (choriplaneros, vagos, etc.), sino que además hay una noción de la deuda inherente a la relación ministerio/sociedad/contribuyentes/titulares de programas sociales. El sujeto de la política social, al contraer esta relación contractual, contrae también una deuda para/con la sociedad.
¿En qué está basada esa deuda? En que esa política es algo «extra», del orden de la ayuda en pos de un objetivo: el de insertarse laboralmente. La política social, entonces, es así una ayuda para que el desocupado consiga un empleo. De este modo, se desplaza la problemática del desempleo al ámbito del individuo. Él o ella es culpable de no conseguir trabajo. De este modo se está desdibujando tanto la responsabilidad de la política económica como generadora o destructora de empleo, como también la responsabilidad de las decisiones empresariales.
La política social al entrar en la esfera de la ayuda y de la asistencia, escapa al orden de la obligatoriedad y entra en el orden del merecimiento; debe ser merecida para que tenga un sentido moral. El merecimiento de la política y la relación de deuda están inscriptas en el mismo corazón de los programas de transferencia condicionada de ingresos especialmente en la figura de la contraprestación. Toda/o titular de un programa social tiene una contraprestación que realizar, sea laboral, sea formativa o de terminalidad educativa.
Bajo esta lógica, el objetivo es que el individuo se active demostrando buena disposición para adaptarse a las exigencias institucionales y le devuelva a la sociedad lo que se le otorgó en tanto beneficiario de un programa social. Se le reclama al individuo “salir de su pasividad” para volverse un sujeto activo social y laboralmente.
La incertidumbre como condición
Por otro lado, al no ser obligatoria, la temporalidad de la política social es finita, tiene fecha de vencimiento. En el mejor de los casos esta política se termina cuando el o la titular consigue un empleo o cuando se decide un cambio en la política. Desde el discurso estatal, siempre se dice que la política social es temporal: es necesaria en una coyuntura específica hasta que vengan mejores tiempos. En este sentido, no sólo individualiza y culpabiliza, sino que además genera incertidumbre.
Al escapar del orden de la obligatoriedad, puede anularse con un cambio de gobierno, de funcionario, de política, o por mandato de una institución financiera internacional. Tal es así que la temporalidad finita de los programas sociales oculta un efecto desestabilizador de lo social. Merklen, en el prólogo a la segunda edición de Pobres Ciudadanos lo decía claramente: “Las instituciones que intervienen en los barrios populares [también] pueden producir y reproducir un mundo de inestabilidad y de caos que impide a los individuos apoyarse en ellas para proyectarse hacia el mañana”.
No identificar qué es el trabajo productivo
Por último, la lógica de pensar al trabajo desde la noción hegemónica del empleo asalariado, formal e industrial, dificulta el reconocimiento de las distintas formas de trabajo no salarial -cooperativas, trabajo autogestionado, economía social y popular, etc.-. El peso de este trabajo en los territorios y en el ámbito productivo es cada vez menos discutible. Esto tiene implicancias tanto en las subjetividades de los titulares de los programas sociales como a nivel de las unidades productivas. En el ámbito subjetivo, dificulta la identificación de la persona con su trabajo y dificulta crear una identidad como trabajador.
Todavía muchas/os titulares de programas sociales que trabajan en cooperativas se piensan como aquellas/os que “ayudan” y no como trabajadoras/es cooperativistas. Por otro lado, invisibiliza el enorme trabajo y la amplia capacidad productiva de las cooperativas de la economía social y la economía popular en torno al reciclado, a la producción textil, la agricultura familiar, etc. Producto de mucho esfuerzo organizativo, el ingreso de las/os trabajadoras/es de estos sectores productivos fluctúa constantemente de acuerdo a la demanda de sus productos y los convenios con el Estado. Muchas veces el programa social es el único ingreso fijo y constante con el que pueden planificar y sostener su actividad.
En definitiva, no se trata de hacer una antítesis entre el empleo asalariado y las formas de trabajo autogestivas, cooperativas, de la economía popular, etc. Se trata de entender que hay otras formas de integración económica, laboral y social más allá del empleo asalariado. Además, con los salarios por el piso el empleo asalariado tampoco es garantía hoy en día de un buen pasar. Es menester que la élite política reflexione sobre las consecuencias de sus decisiones, para pensar con mayor creatividad nuevas formas de pensar el rol del Estado en relación al trabajo y la inserción social.
Licenciado en Ciencia Política (FSOC-UBA). Profesor en educación media y superior. Investigador en formación del Observatorio de Protesta Social (OPS/CITRA/UMET/CONICET) y del Programa de Estudios e Investigaciones de Economía Popular y Tecnologías de Impacto Social (PEPTIS/CITRA/UMET/CONICET).