La trama discontinua de la democracia

Por Mariano Vigo
Compartir

Un entramado de significaciones rodea al concepto democracia, que se ha convertido en un escenario de disputa semántica fundamental. Reseñaremos dos aspectos: el primero, relacionado con el par antagónico izquierda-derecha, nos remite a lo esencial de cada uno de estos posicionamientos dentro de la geografía política; el segundo, más propiamente histórico, nos acerca el concepto de democracia y sus orígenes.

Si indagamos en la clásica caracterización del politólogo Norberto Bobbio, el clivaje que enfrenta a la izquierda y la derecha está delimitado por un posicionamiento en torno a ciertas prioridades y valoraciones. En el caso de la izquierda, la estructura de valores de cualquier proyecto político está dada por el igualitarismo, relacionado con la justicia social y la construcción colectiva. Contrariamente, en la perspectiva derechista, la escala de valores se apoya en el principio de libertad, íntimamente vinculado con el individuo y sus derechos.

Fungido a partir de esta lógica binaria, el proceso de construcción identitaria de estas tradiciones se ha falseado y/o empobrecido. Por un lado, las derechas se han apropiado del principio libertario de la intersubjetividad, vaciándolo de sus contenidos subversivos. Así, la creatividad y la incertidumbre que animan el sentido dialógico y conflictivo de toda dinámica colectiva han sido remplazadas por la innovación/competencia empresarial de las grandes corporaciones privadas y la incertidumbre alimentaria del conjunto de los excluidos. Frente a este escenario, la pulsión desarrollista que redime a toda la civilización a través de la innovación tecnológica convierte a la democracia en una institución inanimada, previsible, simbólica. En ella, la individualidad es el refugio de consumidores exitosos que se ufanan de tener determinadas mercancías y, al mismo tiempo, la dinámica del mercado global los sentencia a ser perecederos. Por su parte, la diversidad puesta en cautiverio es la viva imagen de la impermeabilidad del capitalismo, capaz de convertir todo en una mercancía, pero incapaz de dejarse atravesar por lo subalterno en un sentido autocrítico.

Por su parte, la izquierda tradicional ha tendido a soslayar aspectos cualitativos de la democracia, en aras de cumplir -en términos cuantitativos- con su premisa igualitaria. Siguiendo esta lógica, las respuestas algebraicas de cuño racionalista tendieron a resolver problemas complejos de manera simple y efectista: llamaban al conjunto de los explotados a colectivizar los medios sociales de producción, creyendo que la equidad económica resolvería la trama intersubjetiva. En directa relación con esto, los supuestos protagonistas de la historia emancipadora dejaron de hablar y, una vez más, comenzaron a ser hablados. De esta tesitura nació una prosapia vanguardista, es decir: un linaje de pensadores que -con mayor o menor acierto- podían diagnosticar la “verdadera forma” de la conciencia de clase y las prácticas consecuentes con ella. Este tipo de evaluaciones alejaron a muchas direcciones de las experiencias concretas del conjunto de los explotados. Fue así que las bases igualitarias de todo programa de izquierda se terminaron traduciendo en una invariancia de las formas de pensamiento, es decir, la coherencia se convirtió en el resultado de pensar y actuar igual que ayer. Murió allí el materialismo dialéctico: la teoría se perdió en sus ínfulas de verdad científica y la negación de la política dio paso a la afirmación del cinismo y la desesperanza con ribetes distópicos.

La convergencia de estos procesos ha consolidado un discurso ceñido por la hegemonía de prácticas democráticas de baja intensidad. Así, la democracia se fue institucionalizando como el hecho esporádico y ritual de elegir representantes. En consecuencia, el debate y el conflicto adquirieron mala reputación (la grieta es un problema a resolver y no una forma de problematizar lo instituido). De tal suerte, por abajo, una cerrazón principista impide potenciar las tensiones creativas; mientras que, por arriba, se afirma un discurso único, cuyas mascaradas democráticas inducen a la confusión.

La trama discontinua de la democracia hace del voto una herramienta de castigo, una forma de revancha contra las expectativas frustradas por la exclusión. Se trata de un voto contra la imposibilidad de ser parte de los arquetipos del éxito social y protagonizar la narrativa de los ganadores. Así, el desgarramiento de un horizonte individual de expectativas egoístas se produce cuando irrumpe el fracaso de un proyecto colectivo pensado a partir de una sumatoria de individualidades en competencia. En ese caldo de cultivo, la violencia se vuelca contra una serie de chivos expiatorios (“los negros que cobran planes”, “los que cortan calles”, “los que no quieren laburar”, “las feminazis”, “los mapuches terroristas”, etc.), que son los depositarios del fracaso de las políticas neoliberales y de la democracia de baja intensidad.

La democracia de los antiguos… semblanzas de una grieta histórica

La democracia antigua nació, según se presume, en el marco de las aldeas campesinas. Allí, una vez que cayeron los grandes centros palaciegos, la palabra-diálogo se puso en circulación entre los sectores más nobles. Por fuerza de la situación, las decisiones dejaron de ser tomadas por una sola persona (junto a su séquito de consejeros) y pasaron a ser dirimidas de manera más colectiva. Aunque la participación activa estaba limitada a los pocos y nobles (aristoi), la publicidad de las decisiones permitió que el conjunto del pueblo (demos) condicionara el ejercicio del poder (kratos), interviniendo en los debates a través del abucheo o el vitoreo. Fue así que el área tradicional de instalación de los mercados, el ágora, se convirtió en el escenario de la asamblea.

Una vez que se produjo una primera instancia de igualación en el acceso a la palabra (ise-goría) y el poder (iso-cratía), la antigüedad greco-romana se vio atravesada por una grieta constitutiva de su organización política: aquella que dividía a la ideología aldeana (más democrática e igualitaria) de la ideología urbana (más aristocrática e institucional).

De allí en adelante, las ciudades-estado que, como Esparta o Roma, se vanagloriaban de una mayor continuidad institucional (apoyada en leyes y constituciones de vieja data) tendieron a forjar regímenes excluyentes en términos de participación política y profundamente desiguales en lo económico. Esta continuidad era la viva expresión de un orden constitucional hecho a la medida de quienes detentaban el poder político y económico. Por lo tanto, la defensa de la cerrazón institucional y la invariancia legal fueron patrimonio de los sistemas excluyentes.

En el caso de las ciudades más permeables a variaciones institucionales, como era el caso de Atenas, el término democracia fue igualmente resistido por las clases aristocráticas. Como la etimología del propio término lo indica, la democracia implicaba la existencia de un régimen constitucional que ponía el poder (kratos) en manos del pueblo (demos). Esto horrorizaba a los aristócratas que, al sentirse partícipes de una posición intelectual más elevada, reclamaban la restricción del voto. En cualquier caso, todas las reformas económicas (Solón), institucionales (Clístenes y Efialtes) o sociales (Pericles) que tendieron a ampliar la participación política fueron producto de las manifestaciones de disconformidad del pueblo llano. Ya fuesen campesinos humildes, artesanos o guerreros, los sectores plebeyos reclamaron una mayor participación política y una distribución más equitativa de la tierra, en razón de la importancia social que revestía su labor.

Finalmente, incluso en tiempos de la democracia radical de Pericles, Atenas incurrió en una serie de paradojas. Por un lado, apeló al imperialismo para explotar económica y militarmente al resto de las ciudades-estado y, con esas riquezas, financiar la democracia interna (salarios para la participación política de los campesinos más humildes). No conforme con esto, intervino militar y políticamente para que las otras ciudades asumieran su forma de organización política “democrática” y se convirtió, por así decirlo, en un gendarme del mundo antiguo.

Mensajes desde el pasado-presente… por una democracia de las discontinuidades

Como ha señalado el filósofo Merleau Ponty, la revolución es crítica universal y -sobre todo- crítica de sí misma. En este sentido, la filosofía de la praxis revolucionaria nos traslada al terreno de la comunicación, del intercambio, de la frecuentación. No se trata de una sumatoria de conciencias ensimismadas, sino de la diversidad de experiencias y trayectorias subjetivas explicándose unas con otras. En este campo, la antigüedad clásica nos puede aportar herramientas útiles para problemas contemporáneos.

Por un lado, la pervivencia del discurso institucionalista ha dado a las derechas mundiales un cariz democrático. De tal suerte, narrativas sobre la seguridad jurídica, la independencia de poderes, el constitucionalismo y la libertad de prensa (suponiendo que se hayan respetado), nos alejaron de la posibilidad de interrogar los significados y prácticas históricas que encierran esas instituciones e ideas. Así, sobre esa fijación de la conciencia institucional, el macrismo ha cimentado verdades absolutas sobre el “deber ser” de las cosas. Cuando estas verdades fueron puestas en tela de juicio, ya sea en las calles o en las urnas, se potenciaron las formas autoritarias e infértiles de habitar la grieta (el descrédito de los organismos de derechos humanos, la estigmatización de los trabajadores que luchan, la democratización de lo público como un despilfarro, etc.), con sus respectivas consecuencias prácticas (la represión de la protesta social y el autoritarismo de mercado).

Contrariamente, el kirchnerismo y las tradiciones nacional-populares habilitaron históricamente agendas públicas que recogían discursos y prácticas no hegemónicas. De este modo, la seguridad jurídica devino en militancia por los derechos humanos y cuestionamiento de ciertos privilegios del capital concentrado, la independencia de poderes revistió una controversia acerca del carácter anti-democrático del poder judicial, el constitucionalismo fue contrapesado por una dinámica de ampliación de derechos (conforme con ciertas demandas sociales) y, finalmente, la libertad de prensa se transformó en una agenda sobre la concentración de medios. Sin prejuicio sobre los límites discursivos y materiales del kirchnerismo, la victoria del Frente de Todes constituye un nuevo horizonte de posibilidades para democratizar las instituciones, es decir: amoldarlas y habitarlas “desde abajo”.

Asimismo, el mundo antiguo pone de manifiesto el problema de las formas de organización política en espejo con las Naciones modélicas. Hoy Estados Unidos -como ayer Atenas- interviene fijando el carácter de las “democracias” planetarias y, tras esas intervenciones, esconde intereses imperiales. No obstante, el carácter operativo de estas intervenciones no es lo único, también existe la premisa de que todas las democracias deben ser iguales. En esta clave, la universalización es sinónimo de empobrecimiento y homogeneidad. Por el contrario, la trama discursiva y material de los gobiernos nacional-populares de nuestro continente puso en agenda un tipo de democracia telúrica, enraizada en las trayectorias históricas de nuestra América. Nuevamente, sin prejuicio sobre la profundidad de estas redes trans-históricas (que unen el legado del ayllu indígena con el pensamiento de René Zavaleta Mercado, hibridan a Bolívar con el socialismo del siglo XXI y revisan el peronismo en clave laclausiana) es importante contextualizar la democracia como encarnación de la historia de cada pueblo.

Por todo lo señalado, es importante pugnar por un tipo de democracia que afirme el conflicto, que lo habite desde una pluralidad porosa. La crisis como momento intersubjetivo supone dejarse atravesar por lo múltiple, poniendo en tela de juicio todo lo instituyente, para rehabilitar lo colectivo de manera creativa y (auto)crítica. Esto no implica inhabilitar las tradiciones plebeyas, sino resignificarlas y reactualizarlas en su contexto. Cualquier tipo de cerrazón institucional o principismo modélico acrítico prepara el terreno para la muerte de la política y, cómo dijo Alberto Fernández, la victoria del Frente de Todos es la victoria de la política. Bajo este prisma, la democratización depende necesariamente de la intervención de la multitud variopinta, cuyo horizonte es una duda radical: ¿cómo integrar y reintegrar creativamente lo diverso en sociedad, las partes y el todo? Cuando esta pregunta se cierra, la democracia ha terminado.

Fecha de publicación:
Etiquetas: Argentina

Historiador y docente. Integrante del Instituto Democracia. Temple reformista con momentos jacobinos.