Las protestas tanto en las cárceles como fuera de ellas pusieron sobre la mesa el debate sobre cómo y a quién se castiga en el centro de la agenda. Aquí algunos aportes para pensar tanto esta crisis como lo que venga después.
En nuestro país el sistema penitenciario atraviesa una situación que se dio a conocer para la mayoría de la población a partir de la protesta que tuvo lugar el último 24 de abril. Este suceso disparó un debate público con denuncias flojas de papeles acerca de supuestas “liberaciones masivas”, operaciones mediáticas y oportunismos políticos. Claro está también que existió una genuina preocupación de diversos sectores sociales sobre la amenaza que implicaría a su seguridad la decisión política de que quienes se encuentran hoy privados de su libertad sean incorporados al régimen de prisión domiciliaria o se les otorgue alguna otra medida alternativa a la prisión. Este malestar se expresó con cacerolazos en las principales ciudades con un alto grado de repercusión.
Estas líneas no apuntan a desmentir algunas de las barbaridades que circularon por los diarios o entre “panelistas” televisivos. Ya se elaboraron diversas artículos que, si bien no tuvieron la misma llegada a los medios masivos que los discursos hegemónicos, se han encargado de desarrollar muy detallada y fundadamente cuál es la realidad de las cárceles argentinas.
Estamos ante una situación de emergencia en las cárceles debido a la pandemia de COVID-19. Pero ocurre que el sistema penitenciario en nuestro país ya se encontraba en emergencia. Esto no se trata de una valoración personal, sino que el propio ministro de Justicia había declarado en marzo de 2019 la “emergencia en materia penitenciaria” por tres años respecto al sistema federal. La situación se repite en cada uno de los sistemas provinciales, algunos con una gravedad aún mayor, como es el caso del Servicio Penitenciario Bonaerense.
Esas dos emergencias ocurren en un mismo territorio y ponen en peligro a las mismas personas. Pero requieren de dos discusiones que, aunque tienen similaridades, conviene analizar separadamente.
2.
En relación al COVID-19 en la cárcel es necesario actuar ya. El virus ya entró a las cárceles. Hace casi un mes, Eugenio Raúl Zaffaroni advertía con criterio que, al no existir posibilidad de tomar distancia, la velocidad de contagio sería naturalmente más alta en las cárceles.
Si bien se ha hablado mucho sobre las cárceles, hemos visto más dramatizaciones y datos falsos que propuestas sobre cómo abordar la crisis. El Centro de Estudios de Ejecución Penal (CEEP) de la Facultad de Derecho de la UBA publicó un documento que, además de presentar acabadamente el estado y evolución de nuestras prisiones, propuso una serie de medidas para los tres poderes de cada jurisdicción.
Entre las medidas sugeridas hay algunas sobre las que podría alcanzarse un rápido consenso, como las atinentes al suministro de insumos de higiene o limpieza, o a establecer protocolos de prevención de contagios y detección de casos. Pero también hay otras que probablemente generen divisiones y amplios rechazos, como que los poderes ejecutivos conmuten las penas por delitos menores o que están próximas a ser cumplidas; o que el Congreso Nacional derogue la reforma a la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad —que restringió notablemente el acceso a distintos institutos como las salidas transitorias, semilibertad, libertad condicional y libertad asistida, disparando la sobrepoblación en las cárceles—; o que los congresos sancionen una amnistía para los casos de delitos leves. Respecto a los poderes judiciales y fiscalías, se sugiere no limitar la concesión de arrestos domiciliarios, egresos anticipados u otras medidas a la disponibilidad de pulseras electrónicas —reservando su uso para los casos de delitos graves—, o transformar las salidas transitorias que ya se habían otorgado en prisiones domiciliarias.
Tanto aquellas medidas del primer grupo, de las que podría suponerse que no presentarían mayores oposiciones, como las segundas, que presuntamente encontrarían resistencias, resultan indispensables para evitar una tragedia entre las más de 100.000 personas privadas de la libertad en la Argentina.
3.
De lo presentado por el CEEP, se destaca la necesidad de que, tanto en el Estado nacional, como en los estados provinciales, sean los tres poderes los que tomen medidas. Desde esta perspectiva es importante abordar la respuesta que se dio desde el poder político.
Desde la oposición, con posturas más o menos estridentes, más o menos irresponsables, podría decirse que primó la denuncia de una pretendida liberación masiva. Se aprovechó la ocasión para golpear a un Gobierno nacional que venía acaparando la totalidad de la iniciativa política con gran aprobación en lo que respecta al manejo de la crisis. Sus posiciones fueron respaldadas, a su vez, por los cacerolazos a los que antes hicimos mención.
Por otra parte, en el oficialismo las posiciones fueron menos homogéneas. En lo que resulta un comportamiento esperable de acuerdo a sus trayectorias políticas, tanto el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Sergio Massa, como el ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, tuvieron manifestaciones públicas contrarias, o al menos restrictivas, respecto a los egresos de prisión.
En el caso del presidente, se pronunció con mucha mayor sensatez, aunque incluyendo elementos que merecen también algún comentario.
Alberto Fernández contextualizó la situación comparándola con las decisiones adoptadas en otros países ante crisis similares, denunció la campaña de desinformación y, en lo sustantivo, respaldó las recomendaciones de las cámaras de casación —que habían establecido criterios de suma racionalidad para el otorgamiento de prisiones domiciliarias— y remarcó que la solución al problema está en cabeza de los jueces.
Lo que marcó el presidente es indiscutible, en Argentina rige el principio republicano de gobierno y son los poderes judiciales quienes deciden sobre libertades o morigeraciones. La cuestión pasa por si ese mecanismo, mediante el cual nos regimos en tiempos de normalidad, resulta eficaz para resolver una crisis a todas luces extraordinaria. La renuncia a la toma de medidas de carácter general pone el manejo de esta cuestión en manos de jueces que, lejos de ser liberadores seriales, como se los presenta, son en muchos casos —aunque hay honrosas excepciones— reacios a adoptar resoluciones liberatorias. En este contexto, y con la presión ejercida por los grandes medios, resulta difícil pensar en que los pronunciamientos judiciales tengan un cariz distinto al habitual, sino más bien lo contrario.
4.
Si la sola posibilidad de que exista una salida de carácter masiva de las prisiones argentinas pese a que estas creencias no hayan tenido sustento en ninguna medida efectiva de gobierno, resulta entonces válido cuestionarse qué tipo de reacción recibirían decisiones de carácter general como las que recoge el documento al que antes se hizo referencia como ser conmutaciones de pena o amnistías. Basándonos solamente en esa experiencia, podríamos concluir que tal empresa resultaría políticamente inviable.
Si quisieran evitarse cifras exorbitantes de muertes en las prisiones argentinas, no existiría para eso otro camino que el de reducir significativamente el número de personas alojadas en los establecimientos penitenciarios en un período corto de tiempo.
La pretensión de que esto va a solucionarse de otra manera podrá tranquilizar algunas conciencias, pero no por ello traerá respuesta a una crisis de esta magnitud. La construcción (en gran medida mediática) de una prisión imaginaria llena de “violadores y asesinos” probablemente haga más fácil esta suerte de condena a muerte por omisión para unas cárceles pobladas en su mayoría por procesados o condenados por delitos contra la propiedad o, sobre todo a partir de los últimos años, por infracciones (menores) a la ley de drogas.
A partir de esta reciente y dificultosa experiencia en el abordaje de la emergencia por COVID-19 en las cárceles, podría pensarse también la otra emergencia, la que empezó antes y va a seguir después de este virus. La necesidad de pensar cómo funciona el sistema penal en nuestro país.
5.
Hace ya casi 40 años, el criminólogo italiano Alessandro Baratta proponía construir una política criminal alternativa con planteos mucho más radicales que aquellos a los cuales aquí hacemos referencia. Sugería redirigir la persecución penal a los delitos de los poderosos que afectan a las grandes mayorías y despenalizar un sinnúmero de conductas que eran (y son) las de los principales “clientes” del sistema penal, los sectores más desaventajados de nuestras sociedades. Pero el contenido de esta propuesta excede lo que aquí interesa.
Baratta daba una gran importancia a la opinión pública, tanto en lo que atañe a la construcción de estereotipos y “sentidos comunes”. Así también al señalamiento de chivos expiatorios y contribución a crear una sensación de “alarma social” en la población a través de los medios masivos de comunicación favoreciendo políticas de mano dura. Si a esto le añadimos el papel que hoy juegan las redes sociales, podemos decir que sus ideas de hace cuatro décadas están lo suficientemente vigente y envejeció bastante bien, ¿no?.
Consideraba que esta “batalla cultural” resultaba esencial y proveería a aquella política criminal alternativa de una base ideológica sin la cual aquella no sería más que una utopía de algunos intelectuales iluminados. De lo que se trataba entonces era de plantear este debate en el centro mismo de la sociedad.
6.
Más cerca en el tiempo y en el espacio, puede destacarse un muy interesante trabajo titulado “Postneoliberalismo y penalidad en América del Sur”, editado por CLACSO en 2016. En el capítulo sobre Argentina, Máximo Sozzo aborda lo ocurrido en el campo penal en nuestro país durante los 12 años de kirchnerismo. Si pudiesen resumirse las conclusiones de un análisis que es muy detallado, diríamos que durante la mayor parte de ese proceso político se registró una contención e incluso un intento por explorar una vía distinta al giro punitivo que había tenido lugar en la década anterior. Pero, lo que es más relevante a los fines que aquí discutimos, es que ese resultado de bloqueo de la inercia punitiva coincidió con un desplazamiento de la temática de la seguridad/inseguridad del centro del debate público. “De lo que se hablaba” no era de la inseguridad. La iniciativa política pasó por aspectos vinculados a la propia identidad política del kirchnerismo, lo cual coexistió en uno de los períodos estudiados, además, con una importante recuperación económica.
Vale aclarar que lo aquí planteado omite las numerosas marchas, contramarchas, excepciones y complejidades en cada uno de los momentos que el artículo al que hice mención trata con profundidad, pero sirve en relación a lo que aquí intentamos plantear.
Interpretar como una regla general las conclusiones del trabajo que aquí se resumieron sería, naturalmente, desacertado. Lo descrito analiza un período determinado en una coyuntura particular y con actores políticos concretos.
Por otro lado, sería igualmente equivocado ignorar la relevancia de las conclusiones a las que arriba este trabajo, más aún cuando, según indica también Sozzo, no se registraba un fenómeno de contención del giro punitivo desde el proceso que se dio con la vuelta de la democracia, lo que da cuenta de que no constituye un hecho en absoluto menor.
7.
¿Entonces, qué hacemos? ¿Vamos por la batalla cultural respecto al sistema penal, o buscamos generar transformaciones progresivas procurando evitar que ocupen el centro de la agenda política? ¿Sería posible, optando por esta última, generar cambios profundos que excedan la mera contención de la inercia punitiva? Para decepción de quien esté leyendo, no hallará aquí respuestas a estos interrogantes.
No obstante, si alguna certeza nos dejó este “primer episodio” de la crisis del COVID-19 en las cárceles, es que los sectores que podríamos denominar de manera amplia como progresistas estamos más bien lejos de poder encarar ninguno de esos dos caminos (ni cualquiera en general). Más allá de algunas honrosas excepciones provenientes de la academia, los organismos o algunos sectores incluso del propio Estado, el discurso punitivista hegemonizó la agenda de debate. A nivel masivo poco importaron pronunciamientos de organismos como la Comisión y la Corte Interamericana de DD. HH., la OEA, o el Subcomité para la Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de la ONU, los que recomendaban todos la reducción de las poblaciones en las cárceles, sino que se discutió sobre la gravedad de los crímenes de los presos. La realidad de falta de disponibilidad de datos se hizo sentir y cualquier persona razonable que intentara discutir con algunos “magistrados con mucha imaginación” que desfilaron por los programas de televisión no contaban en muchos casos más que con su buena voluntad y la desconfianza de los espectadores.
Aunque a veces nos olvidemos, la utilización de la cárcel como pena universal tiene un carácter histórico y no eterno. Tampoco se mantuvo igual a lo largo de la historia, sino que surgió y se transformó en (y en íntima relación con) cada una de las etapas del capitalismo. Asimismo, las reformas carcelarias son casi tan antiguas como la propia institución.
La crisis sin parangón que atravesamos es un recordatorio de que debemos repensar la forma en la que nuestra sociedad gestiona el castigo y construir alternativas. Esto no implica subirse a la hipótesis del “cambio epocal” que parece haberse puesto de moda. Tampoco escindir esta debate de procesos más generales. Pero el que no atribuyamos a la pandemia el cambio social no quiere decir que no debamos seguir pensando en cómo llevarlo adelante, para lo cual la discusión sobre el castigo es ineludible. Así como parecería imposible negar en adelante la importancia de los sistemas públicos de salud o del rol de los Estados en la gestión de crisis de este tipo, también debemos incluir estos debates en esa agenda. Si bien la cárcel no estuvo siempre, siempre estará como propuesta. Lo que tendríamos que pensar es si queremos que sea la nuestra.
Abogado. Integrante del Área de Seguridad, Delito y Encierro de la Fundación Igualdad.