Por primera vez en la historia un partido de derecha, neoliberal, porteño y de clase alta demostró su capacidad de construir mayorías electorales. ¿Novedad o prototipo refinado de sucesivos intentos? Razón política y razón tecnocrática. ¿Hay una versión de la democracia según Cambiemos?
En octubre del año pasado Gabriel Vommaro publicó “La larga marcha de Cambiemos”, subtitulado “La construcción silenciosa de un proyecto de poder”. Este año, por el mismo sello editorial, José Natanson hizo lo suyo con “¿Por qué?”, cuyo subtítulo es “La rápida agonía de la Argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha”. Ambas publicaciones, que se están convirtiendo en lecturas de referencia en este tema, contienen miradas bastante convergentes, y sin embargo sus títulos parecen sugerir perspectivas divergentes: en el primer caso un largo proceso de acumulación política al que no se le prestó suficiente atención; en el segundo caso una irrupción vertiginosa y contundente que es necesario explicar. ¿Qué perspectiva permite pensar mejor lo que pasa en Argentina? ¿O las dos cosas son ciertas a la vez?
Frente a quienes apelan a razones accidentales del triunfo de Cambiemos, Natanson postula que el ascenso del macrismo es «la expresión de una serie de mutaciones que vienen ocurriendo en la sociedad argentina desde hace décadas». Se trata de un enfoque que interroga sobre las características concretas de la sociedad argentina. ¿Cuáles son esas mutaciones? Y por otro lado también sugiere que, si son mutaciones de la sociedad, entonces también desde la vereda opuesta a Cambiemos debemos interpretarlas y ofrecerles un canal de representación política.
Así vista la cosa, supone asumir que, pese a ser un proyecto excluyente, ideado y conducido históricamente por una minoría oligárquica, el neoliberalismo tiene una base social amplia en nuestro país que, como dejó en claro 2015, le puede permitir llegar a reunir la mitad más uno de los votos.
Claro que con una cuota de perspectiva histórica la existencia de esta base social no es ciertamente una novedad, tal como sugiere un repaso de los resultados de las elecciones presidenciales de 2003, con el infierno todavía en el espejo retrovisor, cuando la suma del 24 por ciento de los votos a Carlos Menem con el 16 por ciento a Ricardo López Murphy, superaba la cifra -nada menor- de 40 por ciento.
En aquel momento clave el proyecto histórico liberal se encontraba dividido. Por un lado la porción del justicialismo que Menem había conseguido organizar, por otro lado un partido nuevo liderado por un fugaz ex ministro de la Alianza, de corte tecnocrático. Se expresaba de esa manera un debate abierto en ese campo que desde el punto de vista neoliberal se podría formular de la siguiente manera: ¿pueden los políticos tradicionales llevar adelante las reformas estructurales que el país requiere? ¿O es necesario construir un instrumento político nuevo, despojado de “demagogias y populismos”?
En las sombras de ese debate existía una lectura sobre la crisis de 2001: el problema no había sido el modelo neoliberal, sino que los políticos no fueron capaces de llevarlo adelante de manera consecuente. De ese diagnóstico se desprendía la necesidad de construir nuevas herramientas políticas, fundamentalmente unidas por su rechazo de las estructuras tradicionales.
El partido fundado en 2002 por López Murphy se llamaba “Recrear para el Crecimiento”, y persistió hasta que en 2009 fue absorbido por el PRO, previa renuncia de su fundador. Pero no fue el único experimento de ese tipo, sino un momento en una serie de ensayos de aproximación. Unos años antes Domingo Cavallo había lanzado “Acción para la República”, instrumento con el que compitió por la jefatura de gobierno porteña en 2000, alcanzando el segundo lugar. Y fue también en ese mismo contexto en el que se empezaban a reunir las primeras experiencias que terminarían por dar lugar a Compromiso para el Cambio y más adelante al PRO, con la diferencia de que Macri decidió evadir el desafío presidencial y llevar adelante una estrategia de acumulación de poder político municipal, desde la Ciudad de Buenos Aires, donde se presentó a sus primeras elecciones en 2003, ocasión de su -hasta ahora- primera y única derrota electoral. Cómo se ve, se trató de un proceso de sucesivo refinamiento de instrumentos creados por la razón tecnocrática para alcanzar la gestión del Estado a través de las urnas.
Retomando los planteos de Eduardo Basualdo, en aquellos años se había generado una ruptura entre las principales fracciones del poder económico, que habían construido una “comunidad de intereses” durante buena parte de los años 90. De un lado un bloque conducido por los grandes grupos económicos locales, del otro lado un bloque liderado por el capital financiero internacional. Ambos sectores trabajaban para imponer salidas opuestas a la crisis de la Convertibilidad: el primero la devaluación, el segundo la dolarización.
En la tarea de construir legitimidad social para sus propuestas, cada uno de los bloques incorporaba demandas sociales existentes. Fue así que los promotores de la devaluación construyeron un discurso productivista que retomaba las demandas de empleo y salario, la defensa de la industria y de los pequeños productores agropecuarios, la denuncia del hambre y de la pobreza. Su principal figura política fue Eduardo Duhalde. Quienes impulsaban la dolarización, en cambio, tomaron desde un comienzo la crítica a los políticos, la denuncia de la corrupción, del doble discurso y la demagogia, y buscaron encabezar los reclamos de renovación política.
Hace unos años parecía que el neoliberalismo había sido definitivamente derrotado –nudo de la batalla cultural-; hoy es evidente que subsistía agazapado, acumulando fuerzas, esperando la oportunidad de que un bloque liderado por el capital financiero internacional pudiera gobernar el país.
Visto desde ahora, diecisiete años después, es evidente que ese fue el punto de inicio de las construcciones políticas que se sucedieron después, fundamentalmente de las dos fuerzas que emergieron en la Argentina post 2001: el kirchnerismo y el macrismo. Hace unos años parecía que el neoliberalismo había sido definitivamente derrotado –nudo de la batalla cultural-; hoy es evidente que subsistía agazapado, acumulando fuerzas, esperando la oportunidad de que un bloque liderado por el capital financiero internacional pudiera gobernar el país.
Ahí es donde vale la pena retomar la tesis del libro de Vommaro: “Cambiemos es el producto de una larga y trabajosa movilización del antikirchnerismo, que comenzó a gestarse luego de 2001 y 2002, con una lectura diferente de la crisis de la que realizó Néstor Kirchner y su grupo; que termina de construir sus marcos de referencia fundamentales en 2008, en torno al llamado conflicto con el campo, y que solo a partir de 2012-2013 se consolidó.”
¿Una derecha democrática?
Ahora bien, no es lo mismo afirmar que el neoliberalismo cuenta con una base social significativa en el país –incluso que siempre la tuvo, por ejemplo como apoyo cívico a los golpes militares-, que asumir que puede construir una genuina mayoría electoral. Por ese vericueto es donde reaparecen las tesis del golpe de suerte o de la manipulación masiva. Es decir, el supuesto implícito es que el neoliberalismo no puede ser de mayorías, no puede construir una hegemonía propia, por lo que para ganar tiene que engañar a la sociedad, con mucha más razón en tiempos de monopolios mediáticos. Conclusión: una vez que las mayorías despierten del sueño -a fuerza de golpes al bolsillo- volverán a orientarse a un proyecto que verdaderamente represente los intereses de las mayorías.
Ahí es cuando viene en ayuda la convicción de que el neoliberalismo es estructuralmente insustentable –no cuestionamos que ciertamente lo sea- y que por lo tanto, en última instancia, será una nueva crisis la que consiga librarnos de él. Sería una suerte de reedición nac&pop de la teoría de la falsa conciencia, con la que las izquierdas antiperonistas se lamentan desde, al menos, el 17 de octubre de 1945, fatalismo económico incluido.
En cambio, nos parece mucho más productivo asumir, tomando prestados algunos términos de Ernesto Laclau, que el pueblo es el resultado de una construcción política contingente, capaz de articular un conjunto de demandas alrededor de un proyecto. Este parece el nudo de la cuestión que descansa detrás del debate sobre el carácter democrático o no de la nueva derecha.
Lo que consiguió el PRO en 2015, por primera vez en la historia de la derecha argentina, es precisamente trascender un núcleo de identificación ideológico-partidaria y articular una mayoría electoral. Ser pragmático. Hacer política. Rehabilitar el plano de la identificación emocional con el electorado. Ahora bien, ¿a qué costo? ¿Con qué tensiones? Desde este punto de vista se entiende por qué no faltan voces que creen que el triunfo del ala gradualista dentro de Cambiemos equivale a una suerte de desviación del planteo originario. O en otras palabras, que por ejemplo la imposibilidad del gobierno de reducir la inflación a niveles menores a los de 2015 sería el resultado de que los líderes del PRO, con las mediciones de Durán Barba en la cabeza, piensan cada vez más como políticos.
Lo que consiguió el PRO en 2015, por primera vez en la historia de la derecha argentina, es precisamente trascender un núcleo de identificación ideológico-partidaria y articular una mayoría electoral. Ser pragmático. Hacer política. Rehabilitar el plano de la identificación emocional con el electorado. Ahora bien, ¿a qué costo? ¿Con qué tensiones?
La recuperación del régimen democrático en 1983 conllevó un desplazamiento de sentido que afectó tanto a las izquierdas como a las derechas. Desde ese momento la “democracia” se instaló como un horizonte insuperable, y a la vez la disputa por su significado se ubicó en el centro del discurso político. Las izquierdas vivieron ese desplazamiento como una sustitución -o un aplazamiento indefinido- de la perspectiva de la “revolución”, en pos de una serie de ensayos para construir fuerza electoral, con diversa suerte; del mismo modo las derechas hicieron lo propio, tras los turbulentos años ochenta, dejando de lado el recurso al golpe militar y formando herramientas electorales, cuya expresión más significativa fue la UCeDé, en este sentido una suerte de prototipo primitivo del PRO.
Pero en este segundo caso se encontraron con una situación imprevista. En 1989, a poco de asumir el gobierno el peronismo, bajo la conducción de Menem, se propuso aplicar las políticas del Consenso de Washington, a un nivel que ni el más optimista de los antiguos liberales habría podido imaginar. Frente a esa situación se desdibujaron las razones que llevaron a los cuadros de la derecha liberal a formar su propio instrumento político. A fin de cuentas, ¿para qué hacerlo si el menemismo les ofrecía ser funcionarios de alto nivel de un gobierno que buscaba lo mismo? No pocos saltaron la tranquera y se sumaron a las filas del justicialismo, algunos de los cuales eran jóvenes en ese momento y más adelante desarrollaron una exitosa carrera política, como Emilio Monzó, Sergio Massa, Diego Bossio o Amado Boudou, el único de los cuatro que aún sigue enrolado en las filas del kirchnerismo, a diferencia de los anteriores que fueron rompiendo con Cristina en 2008, 2013 y 2015, respectivamente.
Ya en nuestro siglo, con un peronismo pendulando hacia la izquierda, y un radicalismo implosionado por el batir de las cacerolas de una clase media a la que había dejado de representar, los años del kirchnerismo generaron un vacío en la derecha del mapa político que el PRO supo capitalizar, lenta pero obstinadamente, hasta conseguir en 2015 invertir la experiencia de la UCeDé, sumando a la UCR a Cambiemos, pero esta vez bajo su conducción.
El significado de la democracia
Retomando el hilo argumental, cualquier fuerza política que busque ser hegemónica, en el régimen vigente en nuestro país desde 1983, debe participar de la disputa por el significado de la “democracia”. “Con la democracia se cura, se come, se educa” decía Alfonsín, que buscó apoyar su legitimidad a partir de la oposición entre democracia y dictadura. Durante el menemismo la democracia se sustentó en la recuperación del orden, tras el disciplinamiento de la hiperinflación, así como en la asociación entre ciudadanía y derechos del consumidor, mientras al mismo tiempo fue creciendo el peso de la razón modernizadora y tecnocrática que prometía subirse al tren del primer mundo. Con el paso de los años el sentido democrático se afirmó en la oposición al menemismo y encontró un cauce en la Alianza. Esta experiencia, que combinaba una continuidad de las promesas del neoliberalismo con una crítica de tipo moral a la corrupción, condujo a una rapidísima y abrupta desilusión que destrozó la representatividad del sistema político y dio lugar al “que se vayan todos”.
Duhalde, asumido sin votos, buscó por diversos medios –incluida la represión de la protesta social- recuperar el orden y la gobernabilidad, aunque como contracara, durante su mandato interino la democracia vivió una suerte de “desborde” hacia asambleas populares, fábricas recuperadas y movimientos de desocupados. Interpretando esa situación, Kirchner entendió que no era posible la recuperación de la legitimidad de las instituciones democráticas sin tomar demandas no representadas por parte de la sociedad, algo que logró con un éxito contundente. Cristina, por su parte, tuvo que enfrentar desde el principio de su primer mandato el desafío del lock out agrario, que polarizó a la sociedad como nunca antes desde 1983, y ante el cual su gobierno optó por la confrontación, estableciendo como norte la oposición entre democracia y corporaciones, abriendo el periodo de mayores confrontaciones entre el poder político y el poder económico desde la recuperación de la democracia.
Y finalmente Macri logró ganar en 2015 apoyado en una prédica que cuestionaba al kirchnerismo por autoritario, corrupto y antidemocrático, así como argumentando que la gestión política debía sacarse de encima los excesos ideológicos que hacían temer a sectores minoritarios pero poderosos con una “deriva chavista”.
Cualquier fuerza política que busque ser hegemónica, en el régimen vigente en nuestro país desde 1983, debe participar de la disputa por el significado de la “democracia”.
Como se puede ver, todas estas fuerzas políticas trazaron la distinción entre lo democrático y lo antidemocrático en distintas zonas, buscando construir mayorías que los beneficien. Por esa razón, parece más productivo asumir el debate sobre el carácter democrático de la nueva derecha como una pugna entre adversarios políticos, que intentar zanjarlo a partir de una definición procedimental/institucional de la democracia como régimen de funcionamiento del Estado, tal como la plantea el propio Natanson en su libro, quizás en su flanco más débil.
La democracia es mucho más que un procedimiento de selección de gobernantes y de funcionamiento institucional. Incluso sin subestimar lo que este aspecto significa frente a fenómenos de proscripción -o incluso frente a planteos militares-, como los que se están viviendo en Brasil, caracterizar o no a las nuevas derechas como democráticas forma parte de una disputa más integral en la que, en los hechos, la democracia no es algo así como “las reglas de juego comunes” entre las fuerzas políticas, sino que es reivindicada como parte del programa político de las fuerzas progresistas, de izquierdas o nacional-populares, y negada a las fuerzas neoliberales; del mismo modo como también la reclaman las perspectivas republicanas y liberales, excluyendo de ella a las fuerzas “populistas”, como fundamento de su política de revancha y persecución.
Dicho esto, es evidente que el macrismo es una derecha que disputa el significado de la democracia, que se juega su proyecto en su capacidad de construir mayorías, y que no se puede descartar a priori que lo logre. Por esa razón no habrá fatalismo económico que nos salve si las fuerzas populares no son capaces de constituir una alternativa, de asumir desde la vereda de enfrente la construcción de herramientas políticas de nuevo tipo, de persuadir a nuevas mayorías alrededor suyo, entre otras cosas, dando una pelea por la defensa, el significado y la radicalización de la democracia.
Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.