¿Cómo se expresan las desigualdades que sufren las mujeres y las identidades feminizadas cuando el uso de sustancias resulta problemático? ¿Qué barreras impiden que puedan acceder a espacios de salud y contención? Este ensayo indaga sobre la relación entre el acceso a espacios de atención y salud, con la distribución de roles que asigna el sistema patriarcal ensanchando las desigualdades.
En otra ocasión nos abocamos a sobrevolar uno de los aspectos más problemáticos que atraviesa a las mujeres e identidades feminizadas (IF), principalmente de sectores populares: estigmatización, criminalización y encarcelamiento. En esta oportunidad nos proponemos reflexionar sobre la accesibilidad a espacios de atención de dicha población, cuando el uso de sustancias se torna problemático. Si bien nos interesa abordar las barreras en la accesibilidad a las que se enfrentan, gran parte de la información disponible hace referencia a las experiencias de mujeres cis, por lo que consideramos un desafío impostergable la construcción de conocimientos sobre las vivencias de la población LGBTIQ+.
Un error muy frecuente a la hora de hacer frente a los riesgos y problemas que entrañan los consumos de drogas consiste en considerar a la población como un todo homogéneo. Todavía hoy se tiende a pensar que los consumos femeninos de drogas carecen de elementos singulares, ofreciendo las mismas interpretaciones y respuestas para todas las identidades de género, a pesar de que los factores que llevan a iniciarse en el consumo de drogas o a presentar un consumo problemático no siempre son coincidentes, como tampoco lo son sus patrones de consumo, las consecuencias que provocan o las necesidades que presentan. Esta visión deformada está en gran medida propiciada por la vigencia que aún tiene en nuestra sociedad el modelo tradicional de roles masculino y femenino. Mientras que en los varones el consumo suele ser naturalizado y aceptado socialmente, salvo cuando este se asocia a conductas violentas y de peligro, el consumo en las mujeres es visto como una transgresión a los valores dominantes y a los roles asignados.
Cuando acompañamos a una mujer con consumo problemático nos encontramos con que suele padecer problemas asociados a los mandatos vinculados a su rol de género, tanto o más graves, que los ocasionados por el mismo consumo de sustancias. La promoción de la salud requiere interrogarnos acerca de qué modo construimos estrategias situadas para responder a las necesidades y demandas de esta población en particular. Por lo tanto nos preguntamos: ¿llegan las mujeres a pedir ayuda? ¿Quiénes y desde qué lugares definen que una mujer atraviesa un problema de consumo? ¿Qué de lo socialmente esperable y asignado a su rol se juega a la hora de definir lo problemático del mismo? ¿Se construye un diagnóstico integral situado en contexto y con perspectiva de género que permita diseñar estrategias acordes a las situaciones que atraviesan?
Según el Estudio Nacional en población de 12 a 65 años sobre consumo de sustancias psicoactivas llevado a cabo por la Sedronar, la búsqueda de ayuda profesional fue realizada en mayor proporción por varones, en una relación de casi 3 hombres por cada mujer que realizó la búsqueda. El 59% de los varones que buscaron ayuda profesional obtuvo tratamiento, mientras que solo el 35,8% de las mujeres que buscaron algún espacio de atención lo obtuvo. Ahora bien, ¿qué tipos de barreras simbólicas y materiales encontramos, según el género, respecto a la accesibilidad a dispositivos de salud y las posibilidades de sostenimiento de los espacios de atención?
Barreras feminizadas en el acceso a la salud
Uno de los puntos de partida consiste en problematizar el estigma que recae sobre el consumo femenino de sustancias psicoactivas. Las mismas son estigmatizadas a partir de diversos calificativos, que refuerzan que no cumplen con lo que se espera de ellas (son vistas como “locas” o “malas madres”, por ejemplo). Este patrón constituye una de las barreras para que las mujeres puedan acceder a tratamientos. La estigmatización refuerza su aislamiento a la vez que favorece el ocultamiento del problema, la ausencia y/o demora en la solicitud de atención. Son reiteradas las evidencias que señalan que retardan el pedido de ayuda hasta el momento en que las consecuencias sobre su salud física y mental o en su vida familiar, social o laboral alcanzan una gravedad tal que las hace insostenibles. Las valoraciones sociales negativas provocan sobre las mujeres con problemas de consumo sentimientos de vergüenza, culpa y baja autoestima, generando en ellas un círculo vicioso, donde los sentimientos de fracaso se ponen en juego: en el caso de querer acceder al sistema de salud para su recuperación, estarían incumpliendo su rol de cuidadoras, sostén familiar o madre que la sociedad les impone.
Otra de las barreras que encuentran las mujeres que tienen hijes a la hora de acceder a un dispositivo de atención por su problemática de consumo, tiene que ver con su condición de madre y la mirada de la justicia. Esta barrera en la accesibilidad se debe, entre otras variables, al lugar histórico en el que la sociedad patriarcal ubica a la mujer, es decir, bajo el rol de cuidadoras. El mismo es puesto en cuestión de manera inmediata cuando la madre atraviesa una situación de consumo; en cambio, cuando hablamos del ejercicio de la paternidad y las capacidades de ejercer esta función mediando un consumo problemático, esto casi no es nombrado. ¿Tal vez porque no esperamos que los varones sean quienes se encarguen de les niñes o porque creemos que el consumo no afecta el ejercicio de sus capacidades paternas? En este sentido, las intervenciones del Estado en relación a las mujeres que consumen, se caracterizan por acciones punitivas respecto a sus hijes. Cuando el uso problemático de sustancias coexiste con la maternidad, subyace la idea en el Poder Judicial de que la mujer debe perder la tenencia en tanto el consumo obstaculizaría indefectiblemente el rol de cuidado. Por lo que la primera acción que implementan consiste en disponer una medida de abrigo y apartar a les hijes de la madre por un período determinado. La regularidad de este accionar ¿acaso no genera un mayor distanciamiento de las mujeres respecto a espacios de atención? La naturalización del rol como cuidadora como única función de las mujeres y, en algunos casos, la falta de una red vincular de contención, pone en tensión la maternidad y el tratamiento.
Los problemas de accesibilidad no solo se dan en el plano de la superestructura simbólica o jurídica, sino que hay ciertos aspectos organizacionales estructurales del sistema de salud que operan como barreras para que las mujeres accedan: horarios restringidos de atención de efectores del sistema de salud incompatibles a las posibilidades de las mujeres; largos tiempos de espera para la atención; interacciones expulsivas por parte del personal; escasa claridad sobre el funcionamiento y requisitos de acceso a los servicios provistos. También existen estereotipos y representaciones sociales del personal de la salud sobre las usuarias de drogas, así como las representaciones que ellas tienen de aquéllos debido a históricas prácticas expulsivas, y la conjunción de estos elementos elevan el umbral de acceso. Otra de las barreras a la atención es que las propias mujeres puedn considerar que su consumo no es un problema prioritario porque viven otras dificultades que requieren una resolución más inmediata, como generar ingresos para sobrevivir o situaciones de violencia de género.
Luego de repasar las distintas barreras claramente feminizadas en torno al acceso a salud, consideramos imperioso que les trabajadores de la salud y gestores de políticas públicas avancemos en una deconstrucción de prácticas moralizantes -que terminan profundizando la exclusión-, en pos de propiciar prácticas de cuidado que incluyan las voces de mujeres hasta ahora invisibilizadas.
La importancia de la perspectiva de género en la atención de la salud
Las asimetrías sociales existentes entre varones, mujeres e IF determinan diferencialmente roles sociales, impactando en la configuración de sus procesos de salud-enfermedad-cuidado. Hoy, los tratamientos están diseñados prioritariamente para varones, dejando por fuera e invisibilizando a las mujeres con sus necesidades específicas. Se fomenta así una clínica estereotipada, en la que “la norma” está sesgada por lo masculino, generando el ocultamiento de situaciones sanitarias desiguales, siendo muchas veces las mismas instituciones que ocultan, las que proporcionan los datos que lo demuestran.
Es fundamental para garantizar la equidad de género en el acceso a los dispositivos de salud tener en cuenta las necesidades específicas de las mujeres usuarias de drogas. En este sentido, debemos promover la eliminación de las desigualdades que los estereotipos y roles de género establecen a la hora acceder a servicios de prevención y asistencia. Para esto resulta prioritario habilitar espacios de diálogo, capaces de convocar a este colectivo de modo participativo para el diseño y gestión de políticas de drogas.
A su vez son necesarias estrategias de prevención en salud como pedagogías de cuidado que promuevan el fortalecimiento de vínculos, redes y prácticas de autocuidado respecto a los consumos. Propiciar el trabajo comunitario y en red, intersectorial, en pos de una ética del cuidado. ¿Cómo construir co-responsabilidad entre sectores? Aquí vemos la importancia de la articulación entre actores de un mismo territorio, de la construcción de diagnósticos situacionales y del conocimiento de los recursos, tanto formales como informales, y las estrategias que proveen las propias comunidades para responder a sus problemáticas. En esta línea, nos resulta orientador el Modelo Integral Comunitario diseñado por Camarotti y Kornblitt, así como también las estrategias de Reducción de Riesgos y Daños, capaces de brindar herramientas para que las mujeres obtengan un rol activo y participativo en el proceso de producción de su propia salud.
Pensar la salud desde el cuidado y el acompañamiento, con una perspectiva de género, nos obliga a pensar en clave de salud comunitaria. Trabajar en “salud comunitaria” implica también dedicarse a la construcción de ciudadanía y la restitución de derechos. Al reflexionar sobre el diseño de abordajes integrales, retomamos los aportes de Michalewicz respecto a la necesidad de propiciar movimientos desde la centralidad del sistema de salud (y en especial, la atención en hospitales) hacia: otros sectores (educación, justicia, etc), otros saberes, otros actores comunitarios y, sobre todo, otras situaciones de vida cuyo eje no es la enfermedad. Agregamos que las disputas y las conquistas que los feminismos vienen dando con fuerza en los últimos años en nuestro país deben ser parte ineludible de las transformaciones necesarias que debemos impulsar desde los movimientos populares para construir prácticas de cuidado con perspectiva de género, capaces de visibilizar y responder a las demandas de las mujeres e identidades feminizadas.