Cristina y la reconstrucción del pacto democrático
Tras el acto de Cristina en La Plata quedaron planteados interrogantes. ¿Por qué crecen los discursos de odio? ¿Cómo puede formularse un nuevo pacto que interpele realmente a nuestra sociedad?
¿Qué es un acuerdo democrático? ¿Qué establece? Cristina Fernández de Kirchner recientemente definió al que se consolidó en los años ochenta como uno que, básicamente, impedía matar al otro por sus ideas políticas. Indudablemente, después de la experiencia brutal del terrorismo de Estado, no era poco. Sin embargo la democracia como significante no se mantiene igual a sí misma a lo largo del tiempo, tal como desarrollamos acá. Al contrario, su significado es movedizo y está directamente asociado a los conflictos y movimientos que se producen en la sociedad. De ahí que en busca de participar de esa disputa, al inicio de los ochenta Raúl Alfonsín pronunciara aquella frase que quedó en la memoria colectiva: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Se trataba de incorporar una dimensión social a la promesa de un nuevo régimen político que la dirigencia política percibía frágil. ¿Cómo se consigue interpelar realmente a una mayoría social para que se comprometa con la defensa de un orden político?
Hoy, la pregunta sigue teniendo sentido: ¿qué puede prometer la dirigencia política a la sociedad, para sentir que el bienestar y el progreso en las vidas de cada uno están entrelazadas a un régimen democrático que, en casi cuatro décadas, mantiene vigentes tantas deudas con su pueblo? Una promesa de seguridad, ensayó Cristina. También de trabajo y de familia, como ordenadores centrales de la vida social, pese a las transformaciones que atraviesan ambas instituciones. El interrogante continúa abierto y se conecta con las preguntas por la desafección política y el crecimiento de los discursos de odio.
¿Por qué ahora emerge el odio?
Si bien es evidente que se trata de un fenómeno que trasciende nuestras fronteras, resulta necesario preguntarse por las formas particulares que adquiere la violencia política en la Argentina contemporánea, resultado de las tradiciones políticas nacionales y de al menos cuatro factores endógenos, en gran medida estudiados por el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos de la UNSAM, a cuyas elaboraciones remitimos.
En primer lugar, un largo período de empeoramiento de las condiciones de vida. Para una persona que se insertó en el mercado laboral en el año 2016, los últimos siete años fueron de retroceso casi permanente, incluso suponiendo que haya permanecido con empleo registrado en el sector privado. Con mucha más razón para quienes sufren la informalidad laboral o las distintas formas de precarización del empleo.
En segundo lugar, el impacto multidimensional de la pandemia: sanitario, económico, laboral, educativo, emocional, afectivo, familiar, en la salud mental, etc. La pandemia significó un cambio abrupto en la forma de vivir, meses de aislamiento social dispuesto por las autoridades del Estado, que muchas personas decodificaron de manera crítica pese a los esfuerzos por construir una narrativa del cuidado.
En tercer lugar, la frustración política derivada de que la presidencia de Mauricio Macri haya concluido en un fracaso estrepitoso y de que la de Alberto Fernández esté muy por debajo de las expectativas depositadas por sus votantes. El hecho de que sus gobiernos sean de signos opuestos, en el marco de una sociedad con sus preferencias polarizadas, convierte este clima en una amenaza al sistema político en su totalidad.
En cuarto y último lugar, el impacto profundo al nivel de las relaciones interpersonales que supuso el movimiento feminista. No es posible despreciar en el análisis el impacto psicológico (y la reacción que generan) los cuestionamientos de los privilegios de género, particularmente en los varones jóvenes.
En este contexto, no resulta nada extraño el crecimiento de los discursos de odio ni mucho menos el éxito de las opciones radicalizadas de una derecha que se presenta como alternativa al conjunto de «los políticos». De ahí las preguntas del comienzo: ¿cómo es posible persuadir a una sociedad sometida a estos cuatro factores sobre la importancia de la defensa de la democracia?, ¿qué promesas requiere formular, y luego cumplir, un régimen político para ser sostenido y defendido por el pueblo?, ¿cómo interpelar especialmente a los sectores juveniles, a los que el campo nacional-popular parece haber perdido en los últimos años, y de los que depende cualquier esperanza de recuperación electoral?
De otro modo, arrinconado por la radicalización de la derecha, el campo nacional-popular corre el riesgo de quedar entrampado en una defensa formal de un orden político que convive con la ausencia de derechos elementales a la tierra, al techo, al trabajo, a la educación, a la salud, a la seguridad, al ambiente. En ese caso, esa defensa se emparentaría demasiado con el status quo y con un problema alejado de las preocupaciones de las mayorías, mientras al mismo tiempo los discursos renovados de las derechas aparecerían como “rebeldes” y “transgresores”, conectando con los anhelos de cambio y de progreso. Sin poner en discusión los límites de la democracia realmente existente, parece difícil lograr una defensa efectiva.
Democracia como contención de la plebe versus democracia como acceso igualitario al goce
Los investigadores Ana Grondona y Martín Cortés afirman que el acuerdo democrático de los ochenta tenía una letra chica:
Fijaba una serie de reglas incuestionables, en el seno de las cuales se podrían dirimir las diferencias políticas. Así, la derecha ya no haría golpes de Estado, y la izquierda ya no haría revoluciones (la teoría de los dos demonios está dentro del pacto democrático, no es un ornamento posterior, pero ese es otro asunto). Ocurre que el pacto tenía letra chica, y esa letra chica estaba marcada por, precisamente, un estado de las “relaciones de fuerza” que se pretendió cristalizar: un movimiento popular diezmado por el genocidio y una geopolítica neoliberal en entusiasta expansión global.
Grondona y Cortés (2022), «Hay una fusilada que vive»
De esta manera logran inscribir el rechazo a la violencia política en el contexto histórico concreto en que se impuso. Por un lado, la profunda derrota que significó para los sectores populares el terrorismo de Estado y la miseria planificada de la desindustrialización y el endeudamiento externo; por otro lado, un panorama internacional donde el neoliberalismo se propagó desde los Estados Unidos y Gran Bretaña, con duros efectos sobre América Latina. Es decir que la democracia que supimos conseguir fue, según esta visión, un régimen que las clases dominantes finalmente aceptaron, a condición de que se mantuvieran las relaciones de fuerza vigentes en aquella época, fuertemente negativas para los sectores populares. En esas condiciones, aquello que hasta entonces habían garantizado mediante el partido militar, ahora podrían asegurarlo por medios democráticos.
Sin embargo, a comienzos del siglo XXI comenzó a modificarse esa situación. Producto de un largo proceso de resistencia a las políticas neoliberales, que tuvo un pico en diciembre de 2001 y luego una suerte de traducción institucional desde 2003, la democracia se hizo cargo de algunas de sus deudas y pudo comenzar a asociarse en la conciencia colectiva con la ampliación efectiva de derechos. El retorno de lo nacional-popular desafió los estrechos límites que hasta entonces tenía el régimen democrático argentino y los rebalsó en una dinámica que dio lugar a un rápido enfrentamiento con diversos poderes fácticos. Nuevos territorios fueron incorporados al debate público y sujetados al poder del soberano: los excedentes de la agroindustria, el sistema previsional, los medios de comunicación, los directorios de las grandes empresas, el Banco Central, YPF, el poder judicial, los servicios de inteligencia.
En contrapartida emergió un discurso autopercibido “republicano” que experimentaba esta dinámica de movilización popular como una amenaza al “orden natural de las cosas”. Se propuso sostener “las instituciones” y denunciar los peligros del “populismo”, contactando con una amplia base social descontenta, particularmente entre los sectores medios de las grandes ciudades y en las zonas rurales de la franja central del país. Con el tiempo, la movilización de este grupo social lograría conformarse también como coalición política y asumir un programa neoliberal puesto a disposición por el núcleo más concentrado del poder económico.
Era la democracia como “contención de la plebe”, tal como la conceptualiza Álvaro García Linera, mientras que detrás de la experiencia nacional-popular podía encontrarse un significado de la democracia como “igualdad plebeya”, en el sentido de que permitía el acceso al goce de derechos económicos, políticos y sociales hasta entonces vedados para amplias capas de la población.
Así, la polarización emergente en la Argentina se puede pensar como reacción de diversos grupos sociales a los avances de los sectores populares, que no casualmente comenzaron a ser convertidos en objeto de los discursos de odio y de diversas formas de violencia política, llegando a la utilización de herramientas directamente reñidas con la forma republicana, como el lawfare o, en el caso de algunos países, los golpes de Estado.
No se trata exactamente de una novedad histórica en la Argentina. Al contrario, puede encontrarse un hilo simbólico que conecta aquellas célebres pintadas de “Viva el cáncer” en tiempos del general Perón, el terrorismo de Estado en nombre de los “valores occidentales y cristianos” en la última dictadura cívico-militar, y el atentado a Cristina Fernández de Kirchner en 2022. Desde luego, no se trata de decir que estos hechos históricos, entre muchos otros que podrían recordarse, tienen la misma gravedad, o que quienes los protagonizan necesariamente se identifican con todos ellos, aunque en muchos casos eso sea así. Se trata de identificar una manera de relacionarse con el avance de los sectores populares, del pueblo trabajador argentino, que en cada uno de esos casos venía de protagonizar años de ejercicio del poder político. El odio como sentimiento deja entrever la irritación y el resentimiento de una parte significativa de nuestra sociedad con un desplazamiento de poder que es percibido como ilegítimo y amenazante, frente al que no duda en organizarse para “restaurar el orden”, “normalizar” o “poner las cosas en su lugar”, tal como repiten sus ideólogos a lo largo del tiempo.
Finalmente, resulta interesante retomar una definición que hace Alejandro Grimson, que permite insertar las formas del odio contra el peronismo en una tradición nacional más antigua, con la que empalma y se solapa:
“El antiperonismo, como configuración de sensibilidades, pertenece a una tradición que lo antecede largamente: se trata de la tradición civilizatoria e iluminista que presupone que la condición de realización de la Argentina es la extirpación de la barbarie, sea a través de la educación, sea a través de la conquista. Bajo esta premisa, se desenvuelve una extensa e intensa emocionalidad contra los indios, el gauchaje y los caudillos, que se extenderá después contra los trabajadores y los sectores populares.”
Grimson (2019), «¿Qué es el peronismo?»
De ahí que la forma nacional que adopta el proceso de radicalización de las derechas tiene una larga historia en sus espaldas. Si a esos precedentes le sumamos los años de múltiples crisis que estamos atravesando, se puede comprender por qué se amplifican en la actualidad los discursos de odio.
¿Una interpelación prematura?
La principal coalición opositora argentina se encuentra en un dilema que aún no pudo, no supo o no quiso resolver: o bien subirse a la ola de extrema derecha, de forma tal de incorporar o neutralizar a las fuerzas libertarias emergentes; o bien ponerles un límite y sostener una ubicación capaz de ampliarse hacia el centro político, dejando que crezcan por fuera. Esta situación contrasta con la de países como Brasil, donde la experiencia de gobierno de Jair Bolsonaro dio lugar a que una parte tradicional de la derecha y del establishment tomara distancia de su presidencia y se predispusiera a colaborar para evitar un segundo mandato. En el contexto argentino, en cambio, por el momento ese proceso aún no se ha dado, y en consecuencia la defensa de los principios democráticos no está para nada asegurada.
Por lo tanto queda a la coalición nacional-popular-democrática, como en otros momentos de la historia argentina, asumirse como el principal sostén de las reglas del juego democrático y convocar a la reconstrucción de acuerdos más amplios, tal como hizo Lula en Brasil y como propuso Cristina en La Plata. Sus interpelaciones cada vez más explícitas a la UCR visiblemente van en este mismo sentido, aunque la situación parece aún prematura para dar frutos concretos.
En línea con lo dicho más arriba, el mayor desafío pasa por encontrar formas de incorporar dimensiones económicas, sociales, culturales y políticas que le den una mayor capacidad de interpelación a la defensa de la democracia, lo que supone, paradójicamente, cuestionar al mismo tiempo las limitaciones del régimen democrático realmente existente.
Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.