Le pedimos a distintes autores que vuelvan sobre su propia obra y recuperen un fragmento de su producción. El proceso de escribir, lecturas simultáneas, decisiones, la posibilidad de una reescritura. Formas de revisitar una obra para que, en su recorte, se deje ver cómo, al menos en parte, les autores se leen a sí mismes en un momento puntual: el de la publicación de esta entrevista.
Félix Bruzzone nació en agosto de 1976. Es profesor en Letras, piletero y escritor. Su mamá y su papá están desaparecidos. En el año 2008 publicó un libro de cuentos y una novela que revolucionaron la narrativa de una generación hija de una generación desaparecida: 76 y Los topos. Le pedimos que eligiera un fragmento de su obra y seleccionó el comienzo de su última novela, Campo de mayo, publicada en 2019 por Random House.
—¿Qué estabas leyendo cuando escribiste “Campo de Mayo”?
—No me acuerdo pero sé que tenía en mente siempre «Morirás lejos», de José Emilio Pacheco y «Nacidos para correr» de Christopher Mc’Dougall.
—¿Cómo fue el proceso de escritura?
—Fue muy largo. Empezó en 2011 con una Beca de investigación del Fondo Nacional de las Artes: el plan era hacer un trabajo de campo con entrevistas a vecinos de Campo de Mayo para que me contaran cómo era para ellos vivir en ese lugar, qué les representaba Campo de Mayo, cómo se relacionaban con Campo de Mayo, etc., y luego armar un borrador de algo con todo eso. Ese borrador quedó así, un poco lleno de esas entrevistas y un poco con la figura de ese corredor que iba de acá para allá intentando conectar todas esas experiencias, hasta que al año siguiente Lola Arias me propuso llevar ese material a su ciclo de conferencias performáticas y lo hicimos. Como la puesta en escena era bastante contundente y funcionaba muy bien, seguimos repitiendo la conferencia en muchísimos lugares y teatros. Por bastante tiempo pareció que todo el proyecto había coagulado en eso, y el borrador siguió sin tocarse. Pero en 2018 decidí darle una versión más definitiva, reorganicé un poco el material, lo reescribí, investigué un poco más, y cerré la novela, que por otro lado todavía es bastante abierta y me deja pensar en que aún serían posibles otras experiencias con Campo de Mayo. De hecho, estamos produciendo un documental, o algo así, con algunos de los personajes de la novela y otros nuevos. Íbamos a filmarlo a principios de 2020 pero la pandemia paró todo por ahora.
—¿Compartís con alguien tus textos antes de publicarlos?
—Muy poco. Comparto ideas y fragmentos y vuelvo al texto con los comentarios que recolecto. Recién cuando tengo la primera versión final la comparto con quien va a ser mi editor y empieza el peloteo directo sobre el texto.
—¿Por qué elegís ese fragmento?
—Porque es el comienzo.
—¿Le cambiarías algo?
—No. Si vuelvo sobre lo que aparece en Campo de Mayo: personajes, mundo, experiencia, etc., haría otras cosas y listo. De hecho es un poco lo que estamos haciendo con el documental. Es un espacio muy interesante para mí el de Campo de Mayo y no creo que vaya a desprenderme tan rápido de él. También aparecía, por ejemplo, en mi novela «Barrefondo», pero muy poco, y muy atravesado por el género policial que se mete en esa novela. Veremos.
Entrevista: Tomás Schuliaquer y Candela Perichon.
Fotografía: Eduardo Asenjo.
-Yo el día que salí de la colimba dije hay dos cosas que nunca más voy a hacer: pasar por el regimiento y pasar por Campo de Mayo. Y las vueltas de la vida me trajeron hasta acá.
José 1.
La anécdota es curiosa y, una vez contada, solo queda repetirla mil veces y en cualquier orden. A Fleje, que desde hace un tiempo se convirtió en corredor, le gustaría que ese orden fuera el que arma su carrera al correr. Un orden en el que todo está sobre la línea por la que él va o sobre la línea que trazan sus zancadas, que serían la misma cosa. Pero lo cierto es que ni el propio Fleje, siquiera al correr, podría ser tan directo y contundente. Lo directo, lo contundente, es la anécdota:
Fleje, apenas mudado con su familia a una casa de una planta frente a la plaza redonda del Barrio Teniente Ibañez, Partido de Malvinas Argentinas, Provincia de Buenos Aires, un barrio delimitado por el arroyo Basualdo, la avenida San Martín y las vías del Ferrocarril Belgrano Norte, un barrio triangular, una especie de flecha o cuña que se clava en Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país, se entera, casi por casualidad, que su madre, secuestrada en la vía pública el 22 de noviembre de 1976, y desaparecida desde entonces, estuvo detenida por el Ejército Argentino, precisamente, en Campo de Mayo.
O sea: Fleje se mudó, sin saberlo, a cinco cuadras de donde desapareció su madre.
Ahora, entonces, corre en su busca. Campo de Mayo está cerca, y su madre, piensa Fleje, muy lejos no debería estar.
Fleje no usa zapatillas, va descalzo. Hace tiempo que corre así. Entrenó. Sus pies son bolas de músculos coordinados y él siente a cada uno de ellos como a una esfera (la perfección), o como a un arma hipersensible y letal. Ahora se asoma entre unos arbustos y espía a dos soldados que mean en medio del monte. El día, por el calor, es un hisopo en llamas. Hace ruido, Fleje. Los soldados se alertan. Uno de ellos, con el ruido, piensa en una comadreja, un chimango, un lagarto overo, y se da vuelta. Hay alguien, le dice al otro, el que corre. Fleje lo saluda desde los arbustos. El otro soldado, un poco más lento, también gira (mueve un poco el torso, en realidad, y voltea la cabeza) y se queda mirando a Fleje mientras termina de mear. Cuando los dos dan la voz de alto, Fleje ya saltó una zanja, el tronco de un árbol caído, con uno de sus pies descalzos hizo plaf en un charco, y se perdió en el pastizal.
Hoy el olor que viene del relleno sanitario, donde opera la CEAMSE, es demasiado ácido, y es como si el cielo entero, refulgente, fuera así, ácido y peleador. Los dos soldados se refriegan la nariz y avanzan, muy despacio, a campo travieso. Suponen que Fleje va a salir del pastizal rumbo a las colinas (o habría que decir montañas) del relleno, y acortan camino hasta una picada que conocen, donde empieza el monte. Uno le ofrece al otro un cigarrillo. No, fumar con este olor… Tiene razón: el calor hace que el olor recrudezca, como el brillo del cielo, que brilla tanto, tanto… Es que todo, inevitablemente, cerca de las colinas (o montañas) de basura, recrudece. Es como si allá, arriba de todo, o en algún túnel oculto, quemaran litros y litros de kerosén, que deja ese fuerte olor a vinagre viejo.
Desde donde están los soldados se ven las antenas de la CEAMSE. Ellos ya entraron en la picada y esperan ver a Fleje (emboscada). La espera es breve. Fleje avanza al trote unos metros a lo largo de la picada hasta que ve a los soldados. Se detiene. Sabe quiénes son, la transpiración de la cara no le tapa los ojos, solo los nubla un poco. En cuanto los reconoce da un salto al costado y vuelve a sumergirse en el pastizal. Los soldados intentan correr para alcanzarlo, y corren un rato; pero corren por correr: ahora lo que saben (vuelven a saber) es que Fleje se les escapó.
A lo largo de la banquina de la Avenida Ideoate (una ruta interna de Campo de Mayo, en realidad), tan ancha, suele haber gente que corre. No se trata de corredores comunes. Mucho menos de Fleje. Porque por esa banquina (y por cualquier camino o zona interna a Campo de Mayo) solo pueden circular (a pie) miembros del Ejército Argentino.
Estos son corredores que van y vienen entre Avenida San Martín (otra ruta, aunque llegando al Hospital Militar pueda parecerse bastante a una avenida) hasta Puerta 7. La banquina por la que corren los miembros del Ejército Argentino va paralela a la ruta y paralela a la hilera de paraísos que la adornan. Y más allá, el campo abierto, que también adorna a la ruta, y el entorno en general, donde no se alcanza a ver la soja (que en esta época del año también podría ser maíz) porque todo eso, aunque se sepa que está ahí, porque se huele, porque sería difícil pensar un campo sin soja (o sin máiz, o sin trigo), está más adentro.
Ahora, por ejemplo, pasan corriendo una mujer y dos hombres. Van en alegre trío inseparable, divertidos mientras transpiran sus ropas, livianas a pesar del invierno. Deben ser suboficiales que salieron desde sus casas en el Barrio Sargento Cabral. O desde algún Comando de los que hay en el camino hasta allá. Si es así, cuando terminen de correr habrán corrido al menos diez kilómetros, cinco de ida y cinco de vuelta. Un buen plan que parece darle un orden a su entrenamiento diario. El orden que da pensar en números redondos. Sin embargo, de golpe se desvían y se internan en el campo abierto. Allí, años atrás, pastaban vacas. Y ahora está, o se intuye, la soja (o el maíz, o el trigo). En ese caso, correrán menos, o más, de diez kilómetros. ¿O tendrán planeadas otras actividades, además de correr en medio del campo? ¿Irán rumbo al aeropuerto, o rumbo a… ? ¿Qué hay en esa dirección además de campo abierto y actividades inesperadas?
Es una tarde nublada la que Fleje eligió para empezar a correr. En su casa su mujer y su hijo dormían la siesta. El barrio donde vive (o vivía, porque ahora Fleje ya no vive, solo corre), a esa hora, los domingos como aquel en que salió a correr, es una más de las nubes que se apelotonan arriba, grises y quietas. Son nubes cargadas de agua, pero hoy no va a llover, pensó Fleje antes de empezar a correr; y tiene razón: no llovió. Él también estaba durmiendo. Lo despertó el helicóptero militar que pasó sobre su casa haciendo temblar las ventanas, el techo, las paredes. Fleje fue el único en despertarse con el ruido y entonces se le ocurrió salir atrás del helicóptero, corriendo, seguro de poder alcanzarlo y seguro de que no va a llover.
En el libro de Silvina Rocha que Fleje suele (o solía) leerle a su hijo (una bella versión de Alicia en el País de las Maravillas), dos soldados corren a una niña sin nombre. Los soldados responden a las órdenes de una Reina que quiere atrapar a la niña porque ella se escapó de su cautiverio en el palacio, cansada de las trampas que le hace la Reina cuando juegan al ajedrez. La Reina, antes de que la niña se escape, como castigo a sus reclamos de juego limpio, sin trampas, le sacó el nombre y lo guardó en un cajón. Y desde entonces la niña anda sin nombre, escapando de los soldados.
Fleje, ahora, se toma un descanso y camina. En realidad, correr en medio del monte no lo cansa, o lo cansa poco, porque siempre al cansancio le gana la obligación de estar atento a esquivar ramas, a no caer en pozos ni tropezar con piedras o troncos atravesados (o trampas). Así, el descanso se posterga. Pero… ¿hasta cuándo? Fleje no lo sabe. Lo que sí sabe es que, de cualquier modo, debe descansar, y es por eso que aminora la marcha, camina, y así, caminando, llega al río Reconquista.
Antes, cuando todavía no se había lanzado a su aventura de corredor sin freno, viajaba en tren y siempre atravesaba ese río. Lo atravesaba cuando viajaba en el Belgrano Norte, en el San Martín, en el Urquiza. También lo atravesaba cuando iba de San Miguel a Hurlingham por la Ruta 8, o de Don Torcuato a San Isidro por el Acceso Norte. Muchas veces lo cruzaba. Pero ahora no. Se detiene, hay cierto espíritu explorador en su pararse frente al río. Le hablaron de animales extraños que viven en la orilla. Le hablaron de tortugas gigantes y la sola esperanza de encontrarse con una de ellas lo enciende casi tanto como la emoción de correr. Pero el río está ahí, manso y podrido, como siempre, y sus orillas negras no parecen abrir los brazos a forma de vida alguna. Y es entonces que Fleje ve, en la orilla de enfrente, a tres operarios que cargan cajas blancas. Van de un galpón a otro. Las cajas son el doble de altas y el doble de anchas que cualquiera de ellos y Fleje deduce que son cajas muy livianas. ¿Qué habrá adentro?, ¿más cajas?, ¿aire?, ¿tuppers? Fleje se siente parecido a uno de los operarios que, al igual que él, decidió no cargar más cajas y ahora descansa (y fuma) junto a una grúa que evidentemente nadie va a usar (las cajas, Fleje lo supone, pero no lo sabe, son realmente muy livianas). El operario que descansa y fuma ve a Fleje y lo saluda, y le hace señas para que se acerque. Para eso, piensa Fleje, habría que cruzar el río, y no hay balsa. Fleje se encuentra así frente a un hecho crucial. No porque alguien lo haya descubierto, (ya fue visto muchas veces y él sabe que es un corredor perseguido); lo que cambia, ahora, en su larga carrera, es descubrir que el río Reconquista es su límite. Y piensa: ¿pudo el helicóptero al que decidió correr ir más allá de ese río? En ese caso: ¿volvería? Hace varios días que Fleje corre por la zona, casi sin descanso, y todavía no hay rastros del helicóptero. No es que quiera encontrarlo pronto, en este tiempo descubrió que el lugar lo lleva de un lado a otro, con o sin helicóptero, y él no tiene forma de saber (exactamente) para qué corre. Pero ahora el hecho es que, en la pausa de dejar de correr, lo invitan a cruzar el río, y quizá a fumar. ¿Iría hasta allá, a nado, sabiendo que el agua del río podría enfermarlo, solo para ver…? ¿Para ver qué?, ¿un helicóptero?, ¿un helicóptero que ya se fue?, ¿para fumar con un desconocido? ¿Quién es ese fumador? ¿Por qué el río no lo cruza el fumador con su paquete de cigarrillos? Es entonces que Fleje entiende que el río está ahí para no ser cruzado. Está ahi para no ser cruzado por él.
El río Reconquista es negro y manso. Un río de llanura que corre entre paredes de tierra tan negra como sus aguas. El color se debe a la contaminación y, si no fuera por eso, aún el nadador más inexperto podría cruzarlo sin dificultad. Como mucho, al llegar del otro lado encontraría que la corriente, mientras él nadaba, lo arrastró apenas algunos metros aguas abajo.
La corriente es débil, siempre lo fue, no arrastra mucho las cosas que caen en ella, y menos ahora que el agua es tan densa y tan negra. Los ríos de llanura son lentos por naturaleza. La pendiente del cauce es mínima, varía algunos metros en cientos de kilómetros. Esto los vuelve ríos sumamente navegables y únicos en su función de vía de transporte. No hoy, claro (tan contaminado). Y no el Reconquista, que tiene un régimen bastante desparejo como el de todos los ríos pampeanos. Sirven para embarcaciones pequeñas, pero barcos más grandes tendrían problemas. Quizá el dragado y la manutención de un canal profundo en medio del cauce, si se hicieran, podrían beneficiar todo el sistema de transporte pampeano. Pero como esas obras nunca se hacen los ríos quedan, de alguna forma, entregados a su inexorable destino de cloaca.
(Buenos Aires, 1976), escritor, editor, piletero. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. En 2005 cofundó la Editorial Tamarisco, dedicada a difundir autores y escrituras nuevos. Publicó el libro de cuentos 76 (2008) y las novelas Los topos (Literatura Random House, 2008) y Barrefondo (Literatura Random House, 2010), traducidos en Francia y Alemania. Esta breve pero contundente obra lo hizo merecedor, en 2010, del preciado Premio Anna Seghers en Berlín, que reconoce a un autor latinoamericano cada año. Sus cuentos integraron antologías de Argentina, Uruguay, España, Italia y Alemania, y sus relatos y crónicas aparecieron en medios gráficos y virtuales, como Ñ, La mujer de mi vida, Anfibia, Página/12, El Interpretador, No Retornable y Traviesa, entre otros. Tiene tres hijos y tres perras.