Con las elecciones legislativas en el horizonte, el nombramiento del conservador Brett Kavanaugh como juez de la Corte Suprema profundizó las tensiones de la era Trump: post-verdad, privilegios sociales de las elites y pérdida de legitimidad de las instituciones.
El proceso de elección de un nuevo juez de la Corte Suprema en Estados Unidos se convirtió en las últimas semanas en uno de los temas que mantuvo en vilo a la opinión pública del país. Luego de varias semanas de intensos debates, el sábado 6 de octubre el Senado confirmó a Brett Kavanaugh como nuevo integrante de la Corte, tras una ajustada votación. En tiempos de Donald Trump, el entrecruzamiento entre unas instituciones democráticas cuya pretendida objetividad parece mostrar grietas difíciles de reparar, la llegada de la denominada era de la post-verdad en el discurso político y la exacerbación de un sistema de privilegios apuntalados sobre desigualdades raciales y de género, se condensan en un caso que probablemente quede en los anales de los escándalos políticos de los Estados Unidos.
Los hechos
Esta historia comenzó algunos meses atrás, cuando el juez de la Corte Suprema Anthony Kennedy anunció que se retiraría de su cargo a finales de julio de 2018. En Estados Unidos, los jueces de la Corte Suprema son nominados por el presidente y luego votados en el Senado. Al menos en los papeles, se espera que las nominaciones de parte del jefe del ejecutivo mantengan una relativa ecuanimidad en términos de la orientación política de quien pretenda sumarse al máximo tribunal. A pesar de que les jueces suelen identificarse con inclinaciones liberales o conservadores, la expectativa siempre consiste en que esas tendencias no se exacerben.
Ante el anuncio de la renuncia, Trump nominó a Brett Kavanaugh, por entonces juez federal de la Corte de Apelaciones por el Distrito de Columbia. Se trata de un personaje con un largo historial en la vida política de Washington DC, ya que fue uno de los encargados de elaborar el Reporte Starr, mediante el cual se intentó el impeachment de Bill Clinton, y en el año 2000 trabajó para George W. Bush en la campaña presidencial que terminó con el polémico recuento de votos del estado de Florida.
Más allá de sus antecedentes de estrecha colaboración con los republicanos, su nominación se convirtió en una causa política nacional porque, de ser electo, le daría una nueva mayoría de cinco a cuatro a los conservadores en la Corte Suprema. Para distintas voces críticas del establishment estadounidense, su nombramiento representa una verdadera amenaza, dado su historial de defensa de los derechos corporativos por sobre los derechos individuales (algo compartido por otres jueces de la Corte) y sus argumentaciones en torno a la necesidad de resguardar al presidente en funciones por sobre los mandatos de la ley (un hecho especialmente sensible dadas las disputas legales que debe enfrentar Trump en relación a las acusaciones por haber involucrado servicios de inteligencia rusos en la elección de 2016). Sin embargo, la principal preocupación radica hoy en el futuro del acceso a un aborto legal y seguro en el país. A pesar de los intentos de Kavanaugh por disuadir a la opinión pública respecto a una eventual derogación de dicha legislación, fue una de las principales promesas de campaña de Trump, por lo que el temor ante esta mayoría conservadora en la Corte Suprema tiene bases sólidas.
Con la mayoría republicana que hoy domina las dos cámaras del congreso, hasta hace un par de semanas parecía seguro que la nominación de Kavanaugh no sería más que un trámite. La estrategia del partido republicano consistió, de hecho, en intentar realizar la votación lo antes posible, para evitar los efectos de un eventual resultado desfavorable en las elecciones legislativas que se desarrollarán a mediados de noviembre. Si bien las audiencias en el marco del proceso de confirmación del candidato comenzaron a principios de septiembre, una semana más tarde, y cuando todo parecía ya encaminado, Kavanaugh fue acusado públicamente de haber cometido un abuso sexual hace 35 años. La Dra. Christine Blasey Ford, profesora de psicología en la Universidad de Palo Alto, California, luego de intentar preservar su anonimato fue forzada a exponer públicamente su denuncia. Desde que esto sucedió, otras dos mujeres acusaron al juez de comportamientos sexuales inapropiados.
Según el relato de Ford, en ocasión de una fiesta en la casa de un amigue en común, Kavanaugh junto a un compañero del secundario, Mark Judge, la encerraron en un cuarto. Ella tenía 15 años y él, 17. De acuerdo a su versión, Kavanaugh la derribó y frotó sus genitales sobre ella, tapando su boca mientras intentaba pedir ayuda. Debido a que tanto él como su amigo estaban borrachos, finalmente logró escabullirse y liberarse, escapando de lo que para ella hubiera terminado en una violación.
Tal es la historia narrada por la Dra. Ford el jueves 27 de septiembre, frente a la comisión judicial del Senado, que la convocó, junto al mismo Kavanaugh, a testificar sobre sus acusaciones antes de que el juez pudiera ser confirmado. Allí dio cuenta punto por punto sobre las razones de su acusación, mientras Kavanaugh se mostró particularmente agresivo, por momentos adoptando un discurso decididamente beligerante e increpando a los senadores que lo interrogaban. Su estrategia de defensa se basó en acusar a los demócratas de haber montado una conspiración, apuntando directamente a “grupos opositores de izquierda” y a una “venganza por parte de la familia Clinton”.
Finalmente, luego de las audiencias, el día 6 de octubre Kavanaugh fue confirmado por el Senado como nuevo miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos. La votación final fue ajustada, 50 a 48, y tuvo la particularidad de haber abroquelado a ambos partidos: los votos a favor fueron todos republicanos excepto uno demócrata, mientras los votos en contra fueron todos de les demócratas. Más allá de la crónica, el episodio trasluce algunos de los puntos de tensión y conflicto que atraviesan hoy a la política norteamericana.
Instituciones tensionadas
En Estados Unidos, la legitimidad de la Corte Suprema históricamente se ha basado en suponer que podía permanecer inalterada por las tensiones de la vida partidaria, siendo entonces capaz de presentarse como una institución objetiva y sin sesgos ideológicos predefinidos. Más allá del carácter ficcional de semejante definición, lo cierto es que este artificio ha perdurado durante años como una de las piedras angulares del sistema institucional del país. Y, a su vez, esta persistencia explica en buena medida el revuelo causado por la nominación de Kavanaugh: el marcado perfil conservador y republicano del candidato fue inmediatamente asociado con un sesgo partidario.
Para los sectores más progresivos de la política norteamericana, el nombramiento de Kavanaugh representa un nuevo episodio de desprestigio para una institución cuyas credenciales vienen perdiendo credibilidad hace algunos años. Es que la extrema politización que supuso la nominación del nuevo juez por parte de Trump parece haber ayudado a sembrar la duda sobre la legitimidad de esta instancia como tal en numerosos sectores de la sociedad, especialmente entre les jóvenes y diverses intelectuales. ¿Acaso la Corte funcionaba como la institución pretendidamente a-partidaria que decía ser? ¿El poder de los nueve jueces se asemeja más a una elite que a una institución democrática? Estas son algunas de las preguntas que han animado los principales programas de análisis político del país en los últimos días. De algún modo, la radicalidad de la elección de Kavanaugh tuvo el efecto no deseado de cuestionar no sólo su candidatura en particular, sino el rol cumplido por la Corte Suprema más en general.
Al mismo tiempo, la elección del nuevo miembro de la Corte no podría haber sucedido sin el apoyo explícito del Partido Republicano. No sólo los votos que finalmente consagraron a Kavanaugh en su nuevo cargo, sino la defensa encarnizada de su nominación y el rol de varios senadores en las audiencias en las que se trató la denuncia de la Dra. Ford han provocado la indignación de todo el espectro político no identificado con los republicanos. Más allá de los cuestionamientos a la Corte, entonces, las críticas parecen haber redundado en una polarización todavía mayor de la política norteamericana, una tendencia que se acentuó desde la última elección presidencial.
Bienvenides a la post-verdad
Apenas concluida la toma de posesión de Trump en 2016, se produjo una de las controversias que marcaría una nueva etapa en las discusiones políticas en Estados Unidos. Frente a las cámaras que lo proyectaban en todos los hogares del país, el nuevo presidente en funciones anunció que su acto de asunción había congregado más gente no sólo que el de Barack Obama en 2008, sino que el de cualquier otro presidente en la historia de Estados Unidos. Lo que siguió fue una guerra abierta en torno a la evidencia fotográfica sobre sus afirmaciones, que terminaron dejando en claro cómo fotógrafos del gobierno se habían encargado de editar las fotos originales. En ese marco, Sean Spicer, por entonces secretario de Prensa de la Casa Blanca, apoyó la versión de Trump, dejando entrever que para la nueva administración el criterio que permitía distinguir lo verdadero de lo falso se volvía difuso. Quedaba inaugurada lo que desde entonces la opinión pública estadounidense empezó a definir como una nueva era: la de la política de la post-verdad.
Las mentiras del presidente han alimentado durante estos dos años los guiones de los programas de humor político en el país. En algunos casos, sin embargo, el empleo deliberado de información falsa alcanzó ribetes trágicos, como cuando Trump afirmó que menos de 100 personas habían muerto tras el huracán María en Puerto Rico. El número final, confirmado por la prensa hace pocos días, fue de 2.975 (y sigue creciendo). En otras ocasiones, su efecto fue hilarante, como pudo verse en todo el mundo tras haber provocado la risa generalizada de la Asamblea de las Naciones Unidas al afirmar que su administración había obtenido “más logros que ninguna otra en la historia de Estados Unidos”.
Por supuesto, cuando los analistas norteamericanos se refieren a la irrupción de la post-verdad como un nuevo régimen de credibilidad para comprender su política, no están desconociendo el uso de información falsa o el recurso a la mentira en otros momentos de la historia política del país. Es más, difícilmente pueda afirmarse que los demócratas no han estado involucrados también en este tipo de prácticas. Sin embargo, la administración de Trump corrió el límite. La combinación de las nuevas tecnologías en materia de circulación de la información y una administración decidida a desplegar un arsenal retórico sin precedentes para justificar información falsa terminaron consagrando el empleo de eufemismos como “hechos alternativos” en el vocabulario de la política norteamericana.
Sin embargo, si hasta ahora el mundo de la post-verdad parecía estar identificado con la figura de Trump y su círculo íntimo de asesores, el proceso de confirmación de Kavanaugh implicó el involucramiento del conjunto del Partido Republicano en esta estrategia. Es que, como bien se encargaron de señalar la editorial del New York Times y una cadena de tweets del premio Nobel de Economía Paul Krugman, las declaraciones de Kavanaugh en la audiencia en que debió confrontar las acusaciones de la Dra. Ford incluyeron una larga lista de mentiras. El apoyo explícito de los senadores del Partido Republicano al candidato propuesto para la Corte dejó entrever entonces que la post-verdad como herramienta argumentativa contribuyó a lo que cada vez más emerge como un solapamiento entre la gestión de Trump y el partido que lo llevó como candidato. Las similitudes entre las políticas de la actual administración y la tradición conservadora norteamericana ya no sólo coinciden en los ataques a los derechos laborales y a las minorías, la reducción de impuestos para los sectores más acaudalados o el aumento del gasto militar: ahora también emerge una defensa casi corporativa del recurso a la mentira como práctica política.
Privilegios
El tercer punto conflictivo que forma parte de la trama detrás de la notoriedad que cobró el caso de Kavanaugh tiene que ver con un tema que lo excede, pero a la vez se condensa en su propia trayectoria de vida. Y es que Kavanaugh representa lo que para la sociedad norteamericana es la suma de todos los privilegios posibles: varón, blanco, rico y con un paso por las instituciones educativas más exclusivas del país. En un país donde la población carcelaria está compuesta eminentemente por población afroamericana, la desigualdad de ingresos está atravesada por sesgos raciales y de género, y los abusos sexuales constituyen un verdadero problema en las universidades, las características personales de Kavanaugh no pasaron desapercibidas.
De hecho, en los últimos años campañas como “Black Live Matters” cobraron una gran relevancia. Ante los numerosos casos de violencia y racismo contra la población afroamericana, esta iniciativa se propuso darle visibilidad a las denuncias y combatir la discriminación. Al mismo tiempo, la marcha de mujeres y el movimiento “me too” sacudieron los cimientos de una cultura patriarcal instalada en la médula de la sociedad norteamericana. Los escándalos en el mundo del espectáculo, como los protagonizados por el productor Harvey Weinstein, despertaron un cuestionamiento mucho más extendido sobre este tipo de prácticas en otros ámbitos.
En este marco, no sólo las acusaciones contra Kavanaugh sino su actitud durante la audiencia motivaron reacciones enardecidas en la opinión pública. Por un lado, la denuncia de un intento de abuso reverberó en el colectivo de mujeres, que hace tiempo viene enfatizando cómo en espacios educativos se registran casos de sexo no consentido entre estudiantes (más allá de otra realidad también recurrente de casos que involucran profesores universitarios). Pero todavía más, su actitud cuando fue interrogado por les senadores demócratas rozó por momentos una falta de respeto que sólo puede explicarse por los privilegios que lo anteceden y avalan. Como han señalado algunes analistas, la actitud del juez y la de les republicanos que defendieron abiertamente su posición dejaron en claro que el evento no tenía nada que ver con una evaluación de sus méritos para el cargo, sino más bien con la confirmación de una posición de poder a la que Kavanaugh tenía derecho naturalmente.
Lo que viene
Es difícil predecir lo que pueda deparar el futuro inmediato para la política norteamericana. Las elecciones de medio término se avecinan y para entonces habrá un termómetro un poco más claro respecto al impacto de la administración de Trump. Más allá de lo que suceda, las tensiones que acabamos de describir parecen comenzar a tener un impacto en el sistema político norteamericano al menos en varios sentidos. En primer lugar, el mundo demócrata asiste a nuevos desafíos en la medida en que sus votantes cada vez aceptan menos la colaboración a nivel nacional o distrital con las bancadas republicanas. En segundo lugar, y como consecuencia de esto último, la polarización de la vida política norteamericana se viene profundizando en los últimos años, con resultados todavía inciertos. Finalmente, como señalara Samuel Moyn en esta nota reciente, el progresismo norteamericano deberá buscar la forma de lidiar con un sistema legal que bajo el mando republicano ha tensionado la democracia hasta convertirla en un “gobierno del poder judicial”.
Estudiante doctoral de Historia (Princeton University), hincha de Boca y sommelier de pizzas.
Estudiante doctoral de Historia (Princeton University) y ex-porteña en recuperación.