Paso a la inmortalidad de Maradona

Y no hace falta más

Por Sebastián Giménez
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Hay personas cuyas trayectorias marcas con lágrimas y alegrías toda una generación, difuminando las lineas que separan una vida de la otra. Es por eso que con la muerte del Diego, todos hemos muerto un poco. Desde Villa Fiorito hasta el mundo entero, el Diego nos dio la mejor vida posible dejándonos verlo jugar a la pelota.

Conmoción. Sorpresa. Dolor. Las palabras se vuelven muchas veces un recurso estéril para expresar los sentimientos y esta es una de esas ocasiones. Una noticia que se repica en todos los medios de comunicación pero tarda en volverse tolerable, digerible. La muerte de Diego Armando Maradona.

¿A quién le vamos a tirar la pelota, ahora? Siempre al diez, esa máxima que cristalizó en la cancha la deidad de un auténtico Dios pagano. El que hacía jueguito con una botellita de agua mineral y con cualquier cosa mínimamente redonda que le tiraran.

Campeón del Mundo y Subcampeón también. 1986 y 1990. La imagen del Diego besando la Copa y la otra que lo mostró empapado en lágrimas y sudor. Camiseta azul, sintiéndose robado por el penal de Codesal pero increíblemente digno y llorando mucho más que nosotros del otro lado de la pantalla. Sintiendo tal vez que no había podido darnos otra alegría. No hacía falta más, Diego, trayendo la canción de Valeria Lynch que encarnara en la entrañable película Héroes. Que es fácil celebrar la victoria, pero a la hora de perder no todos lo aceptan ni se mantienen erguidos, destrozados pero firmes ante la frustración. Que también en el Mundial 82 perdió Argentina y se fue expulsado tempranamente y en medio de estruendosa silbatina luego de darle un planchazo a un brasileño. Un hombre sensible pero no del barrio de Flores, como dijera en sus Crónicas del Ángel Gris el Negro Dolina, sino de Villa Fiorito, el suburbio del conurbano donde se originó todo.

La pelota siempre al diez, que inventaba cualquier cosa, cabreolas, gambetas, tiros libres al ángulo y hasta un gol con la mano. Tirásela a él que algo va a inventar, descansaron en él equipos y millones de argentinos. Una carga a veces demasiado pesada. Inicio en Argentinos Juniors. Es un gordito, dijo el Loco Gatti y la fue a buscar cuatro veces al fondo del arco. Campeón con Boca gambeteando en el barro y haciendo gatear al Pato Fillol. Pase al Barcelona, campeón de Copa del Rey y lo fracturaron. Porque al hombre le pegaban duro, y seguía.

Y la llegada al Nápoli, su otro lugar en el mundo. Donde encarnó de alguna forma la venganza del sur pobre de Italia contra el norte rico. Un equipo con mucha gente pero menor en cuanto a antecedentes y títulos, como si acá dijera cualquiera del interior profundo compitiendo contra los ricos de la Capital. Y salió campeón, y en la campañas en que no lo fue terminó cerca. Durante su trayectoria en tierra italiana el Nápoli peleó todos los campeonatos. Dos ligas y una Copa UEFA los logros, la ilusión concretada de los pobres de mojarles la oreja a los ricos, como la de los argentinos de ganarle a Inglaterra cuatro años después de la guerra de Malvinas. Nada tiene que ver con nada o todo tiene que ver con todo. Oh visto Maradona, entonaron los tifosi. Y no hizo falta más.

Anduvo por Sevilla ya un poco en trayectoria descendente, Newells, Boca de nuevo. Un golazo contra Belgrano de Córdoba en uno de los últimos partidos desde ángulo cerrado. Yo soy cuervo pero recuerdo esas jugadas porque a muchos nos despertó una especie de indulgencia como explica Eduardo Sacheri en su notable cuento Me van a tener que disculpar. Tantas alegrías nos había dado que podíamos consentirle algunos permitidos que a otros les criticamos fervientemente cuando pasan a vestir colores de parcialidades rivales. Su periplo de DT, incluso por extrañas latitudes, y con la selección argentina en 2010. Se lo veía desmejorado dirigiendo al Lobo en esta última estación pero feliz de hacer lo que le gustaba, estar en una cancha y recoger miles de veces el cariño de la gente. Un hombre público, otro privado que tuvo sus contradicciones pero la pelota no se mancha, como dijo al colgar los botines. Que la pelota siempre al diez. Y, como cuentan tantos argentinos que viajan por el mundo, cuando confiesan su procedencia, el hombre o la mujer de cualquier país le responde: ¿Argentina? Maradooona. Embajador trascendente de la celeste y blanca en cualquier lugar del orbe. Y cabe preguntarse, en estos momentos dolorosos. ¿Y Maradona? Argentina, viejo, Argentina. Deidad pagana, momentos sublimes, el oro y el barro. Pero dejó todo con la celeste y blanca surcándole el pecho. Gracias por tanto, Diego. Y no hace falta más.

Fecha de publicación:
Sebastián Giménez

Escritor, trabajador social y profesor de enseñanza primaria. Publicó tres libros. El último tren: un recorrido por la vida militante de José Luis Nell (ediciones digitales Margen, 2014); Veinte Relatos Cuervos. Alegrías y tristezas de vivir una pasión (2018, versión digital en Portal San Lorenzo WebSite) y Los años del macrismo y una salida inesperada (ed. Digitales Margen, 2019).