Los incendios en Córdoba y el Delta del Paraná pusieron de manifiesto una realidad cruda en lo que respecta a la situación medioambiental. Este artículo es un análisis de la situación, pero también un señalamiento de las responsabilidades, así como de las salidas posibles y necesarias para pensar un futuro que esté alejado del fuego.
A lo largo y ancho del territorio nacional, diversos ecosistemas y comunidades atraviesan un contexto crítico debido a los múltiples incendios que los azotan. Estamos hablando de más de 175.000 hectáreas de tierra arrasada en todo el país.
Hace varios meses nos enteramos de la propagación del fuego en la zona del Delta del Río Paraná. En ese entonces, el foco de la atención estaba situado sobre las sospechas en torno al origen de los incendios en esa región. Hoy, lamentablemente, tenemos 25.000 focos que castigan a Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires y ninguna definición categórica por parte de la Justicia frente la perpetuación de este ecocidio.
El análisis en relación a las causas de este tipo de fenómenos no puede reducirse a una mirada exclusivamente enfocada en factores técnicos, vinculados a los formatos productivos de las actividades que se desarrollan en los territorios afectados. La pulverización ecosistémica es el resultado de la concatenación de una serie de acciones que conjugan una verdadera escena del crimen.
La depredación ambiental, base del modelo agroindustrial imperante, es el encendedor en esta historia. Y quienes sostienen el encendedor, los autores intelectuales y materiales del crimen, son quienes se benefician del avance del fuego. Empresarios y dirigencias políticas cómplices. Las víctimas no solo son los pastizales, los humedales o los bosques. El rostro de las víctimas lo vemos en miles de comunidades cuyas condiciones de vida fueron terminantemente erradicadas. En este juicio, las partes se componen por El agronegocio v.s. El pueblo. Y el agronegocio pretende ser su propio juez.
La Irracionalidad del Mercado
La pandemia de origen zoonótico que estamos atravesando, como los incendios que se propagan por América Latina, son algunos de los muchos síntomas ineludibles que ponen en jaque al actual modelo productivo. Los signos de nuestro tiempo, acompañados por la comunidad científica que hace años viene advirtiendo acerca del colapso ecosistémico inminente y sus consecuencias, son negados sistemáticamente.
Muchas veces, esta negación se presenta de forma impune y descarada, encarnada en figuras como la de Trump y Bolsonaro. Otras veces, la negación consiste en ocultar esta problemática tras un halo de complejidad, poniendo la situación económica y las injusticias que ésta engendra como motivación para seguir profundizando este modelo.
Acá hay que tener en cuenta varios factores. Primero y principal, si algo deja en evidencia la pandemia es que no existe economía que subsista si colapsa el sistema sanitario. Las catástrofes naturales y sociales tienen, indefectiblemente, un impacto económico que, por lo general, se desliga de los actores que lo causaron. Y entra en juego otro elemento: los beneficios económicos de este modelo se concentran en pocas manos, pero los costos sociales y ambientales los asume toda la población, presente y futura.
La sequía de entre 2017 y 2018, según un informe de la organización británica Christian Aid, estuvo entre las 10 catástrofes naturales más caras a nivel mundial, con un costo de US$6.000 millones. Para combatir los incendios que están azotando al país, el Estado está destinando $22 millones por día. Esto no se cuestiona, se da por descartado que es el pueblo en su totalidad el que tiene que afrontar estos costos y no existe una propuesta que, por ejemplo, sugiera que los sectores que más contribuyen a estas situaciones aporten de manera extraordinaria a la hora de mitigarlas. Sin embargo, en cuanto se propone socializar las ganancias, la propuesta se exhibe como absurda y la correlación de fuerzas no está dada para llevarlo a cabo.
Esta contradicción inexorable se sostiene, muchas veces, a partir de la necesidad de pagar la deuda externa. La exigencia de hacer una transición a otro modelo convive con la eterna condena de los pueblos latinoamericanos al saqueo de sus recursos naturales, de manera directa o a partir de la sujeción económica.
Este modelo opera como una arena movediza y presenta como única salida hundirse más. La verdadera salida de este sistema intrincado y cerrado sobre sí mismo es que las grandes mayorías defiendan, al unísono, sus intereses. Pero para eso es necesario identificar cuáles son.
Todos los caminos conducen a la crisis climática
El contexto de cada realidad provincial se ve atravesado por el incremento de las condiciones de deterioro ambiental que el cambio climático viene provocando. Córdoba, actualmente, transita una de las peores sequías de su historia. El nivel de agua del río Paraná descendió a unos 0,60 metros, la bajante más pronunciada en sus últimos 50 años. El norte argentino padece un incremento en los niveles de deforestación: la intensificación de la política de desmonte exterminó por completo la resiliencia de las provincias del norte, dejándolas expuestas a desastres ambientales mucho más virulentos. Esta es la dimensión del cambio climático y sus efectos en todo el país. Esta es la caja de resonancia de los incendios.
El hecho de que estos problemas sean globales y multicausales no implica que no haya responsables y sectores identificables que promueven y lucran a partir de dicho modelo, el cual no solamente fomenta la concentración de la riqueza, sino que también genera escasez de recursos. El modelo vigente tiende a una desigualdad cada vez más cruda e irreversible.
Afirmar que el fuego tiene dueños no es una enunciación metafórica. Lamentablemente, es una descripción concreta de los hechos: el 95% de los incendios fueron provocados intencionalmente. Esto sucede por la misma naturaleza de las prácticas productivas que año a año se aplican a los suelos y que, sistemáticamente, modifican el ambiente.
Ejemplo de ello es el caso de los incendios en las provincias que forman parte de la zona del Delta del Río Paraná, en donde tanto los colectivos socioambientales, como las autoridades públicas, indican que el punto de partida del fuego radica en las técnicas de renovación de pasturas empleadas por un conjunto de productores ganaderos. Estas quemas deben ser autorizadas por una figura pertinente. De lo contrario, avanzar con las quemas sin ninguna autorización del Estado constituye el delito de incendio, contemplado en diferentes modalidades en el Título XVII, Capítulo II del Código Penal, artículos 352 a 358 bis. La pena que se prevé depende de las circunstancias concretas del caso. Entre los 6 meses de prisión y varios años, teniendo en cuenta la afectación a las zonas, así como el impacto a personas o propiedades ajenas.
Las imputaciones dictadas por la justicia de Victoria en Entre Ríos apuntan a la actividad agropecuaria. Pero para no quedarnos únicamente en la esfera de las teorías que se barajan en los procesos judiciales es necesario demarcar el entrelazamiento entre el poder económico de los mayores propietarios de tierras en las zonas de los incendios y la complicidad de la dirigencia política local. Ningún desastre ambiental puede desligarse de la correlación de fuerzas económicas y políticas. Cuando un terrateniente prende fuego miles de hectáreas de pastizales sin ninguna autorización del Estado, en la mayoría de los casos prima la impunidad.
Teniendo en cuenta la relación directa entre la política y el poder económico, los colectivos socioambientales no deben abocarse, simplemente, al impulso de políticas de regeneración ambiental o de mitigación de los impactos. Necesitamos construir una narrativa basada en la búsqueda de la raíz del problema. No basta con denunciar al empresariado responsable de las quemas; no basta con señalar la desidia del estado frente estas problemáticas; no basta con la enunciación combativa.
Es imprescindible avanzar con la formulación de normas que atiendan a las múltiples aristas de la cuestión ambiental. En esa dirección apunta el proyecto de Ley de Humedales que actualmente se está tratando en la Cámara de Diputados. Esta iniciativa establece distintos mecanismos de ordenamiento territorial y regulación de las actividades que se llevan adelante en zonas de humedales.
La oposición a la norma atraviesa todos los lobbies que actúan en detrimento de la preservación ambiental, de la salud y la calidad de vida de la población local. Desde el lobby minero, pasando por el lobby inmobiliario y, obviamente, el lobby del agronegocio. Para que el proyecto pueda avanzar exitosamente será necesario construir un respaldo social que tenga la capacidad de impedir el efecto de la influencia que, naturalmente, poseen estos grupos de poder sobre los legisladores nacionales. Nuestros servidores públicos en el parlamento de ninguna manera pueden ser títeres de intereses corporativos que postergan la necesidad de proteger nuestro territorio en base a su deseo lucrativo.
La experiencia material de los incendios coloca al desafío de transformar la matriz extractivista de nuestro modelo productivo en el centro de la escena. Este es el camino principal que tienen que recorrer las luchas sociales de la nueva era. La militancia contra los sistemas de explotación social inevitablemente desemboca en la batalla contra la extinción. Esta conclusión derrota toda prerrogativa que el discurso tradicional del ambientalismo suele instalar para definir sus líneas de acción. No luchamos levantando colillas del suelo en las ciudades, modificando nuestros hábitos de consumo en un depto de recoleta o simplemente transformando nuestra dieta. Militamos por un sistema político, social, económico y cultural radicalmente distinto. La disputa del sentido común se caracteriza por identificar la urgencia de las soluciones. Los cambios tienen que materializarse en el corto plazo y para lograrlo hay que construir una categoría de militancia colectiva. Nunca fue tan cierto: la organización vence al tiempo.
Lo que resta descifrar es cómo impulsar el reclamo en este contexto. En tiempos de crisis, los signos suelen invertirse; y símbolos pertenecientes al pueblo, como la bandera nacional, son resignificados para defender intereses concentrados. Ejemplo de esto es la movilización en la calle, que históricamente le pertenecía al pueblo y sus banderas y que hoy, al ser la salud uno de los intereses principales de las grandes mayorías, en reiteradas ocasiones son ocupadas por quienes no tienen ningún interés en el bienestar popular.
Ante este panorama no hay soluciones sencillas, lo cual es lógico tratándose de un problema tan complejo. Lo que seguro no es la respuesta es dividirnos por nuestros matices, en lugar de unirnos por nuestros ideales ante oponentes de tal calibre.
Referente de Jóvenes por el clima. Militante ambiental y feminista. Estudiante de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.
Cofundador de Jóvenes por el Clima Argentina. Embajador argentino ante la Cumbre Mundial de Jóvenes por la Acción Climática 2019. Estudiante de Ciencias Política en la Universidad de Buenos Aires.