Lo deseable, lo posible y lo esperable: apuntes sobre la deuda y la militancia popular
La deuda es el principal método de sometimiento que emplea el poder financiero para condicionar a los gobiernos nacionales. La capacidad de extorsión y bloqueo que ostentan los acreedores, impide un desarrollo soberano y popular.
En mayo del presente año la argentina dejó de pagar sus vencimientos comprometidos con acreedores externos e inició un proceso de negociación para reestructurar su deuda externa. En los últimos días hemos conocido una nueva oferta del gobierno argentino al sector privado, que promete ser la última y ofrece una mejora considerable respecto a las propuestas iniciales. Sin embargo, previo a todo análisis de carácter “técnico” sobre la última oferta soberana de la Argentina, creemos que resulta imprescindible enmarcar política, conceptual y estratégicamente cuales son las implicancias de la deuda externa para un país periférico como el nuestro. Consideramos que las coordenadas teórico-políticas con las que abordemos el análisis determinan integralmente la valoración “técnica” que pueda hacerse de la propuesta. No existe posibilidad de afirmar si existe un “buen acuerdo” o un “mal acuerdo” para el país por fuera de esas coordenadas políticas previas, que construyen las expectativas alrededor de las posibles resoluciones del conflicto.
Para ser claros: si uno considera que la deuda externa es un mecanismo deseable -o al menos no problemático- y, por lo tanto, espera que el país haga todas las concesiones necesarias obtener un acuerdo inmediato que le permita rápidamente regresar al mercado de crédito internacional, entonces la última oferta argentina resultara relativamente satisfactoria o incluso insuficiente. Por el contrario, si consideramos que la crisis de deuda no es simplemente un problema económico, sino que ha sido la consecuencia de un mecanismo estructural de saqueo, explotación y despojo de nuestro país, orquestado entre el poder político -el macrismo- y el propio capital financiero, y a esto le sumamos que nos encontramos en un contexto de crisis global de carácter distópicos; entonces el solo hecho de comprometerse a nuevos pagos de deuda en el corto plazo resulta en sí mismo problemático. Desde una perspectiva emancipatoria, popular y soberana, nuestra posición obviamente, se aproxima a la segunda lectura. Sin embargo, resulta igualmente evidente la inexistencia de una relación de fuerzas favorable que permita encarar una disputa de estas características contra el capital financiero global. Las claves de esta encrucijada son las que trataremos de desarrollar en las siguientes líneas.
De este modo, nuestro punto de partida es simplemente señalar que la deuda externa es tanto un mecanismo de dominación del capitalismo financiero como también una causa estructural del atraso y la dependencia de todos los países periféricos del mundo. Esta premisa quizás resulte básica, pero creemos fundamental enfatizarla en la medida que las derrotas de los últimos años han producido una fuerte disciplinamiento sobre los imaginarios de transformación social del campo popular; un disciplinamiento que ha implicado un achicamiento del margen de lo posible y una disminución de las indagaciones profundas sobre las estructuras de dominación del capitalismo que combatimos.
Recuperamos este debate porque, tal como ha señalado Juan Grabois en sus últimas entrevistas, consideramos indispensable mantener abierta la brecha política e ideológica entre una perspectiva socialdemócrata que “administra lo posible” -una orientación que en diferentes graduaciones hoy adoptan, ya sea por elección u obligación, todos los gobiernos progresistas existentes- y una perspectiva emancipatoria que asuma un planteamiento de transformaciones profundas y estructurales de largo aliento que apunte a correr los limites mismos de aquello considerado “posible”.
La deuda como dispositivo de poder.
Desde estas coordenadas, entonces, proponemos especificar algunas ideas alrededor de la deuda. Siguiendo los análisis del sociólogo italiano, Maurizio Lazzarato, la deuda -en sus diferentes formas: individuales o públicas- es el dispositivo de dominación y explotación más generalizado del capitalismo financiero que nos toca vivir. El sistema se ha reconvertido y ya no se reproduce solamente en base a la tradicional explotación de la fuerza de trabajo al interior del aparato productivo, sino que ahora lo realiza a través de la renta financiera. Por esta razón, la sociedad neoliberal se define por construir un nuevo tipo de estructuración de clases: la relación entre acreedores y deudores. Deudores que somos la abrumadora mayoría de la población mundial y acreedores representados en el famoso 1% del Capital financiero -Organismos internacionales de crédito, Bancos, Fondos de inversión, etc.-.
En definitiva, el capitalismo contemporáneo se reproduce a partir de un nuevo tipo de “plusvalía social” de índole financiera: el pago permanente de intereses -que nunca termina, porque para pagar la deuda contraída siempre hay que tomar más deuda- es el mecanismo más gigantesco de redistribución regresiva de la riqueza a nivel global.
Las consecuencias de este proceso de financiarización del capitalismo son muchas y exceden lo que queremos plantear en estas líneas. Pero nos interesa recuperar un último elemento señalado por el sociólogo italiano: La deuda es también una forma mediante la cual el Capital domina al tiempo mismo. Es decir, la deuda estructura y determina nuestro futuro, convirtiéndolo en una mera extensión de las relaciones de dominación del presente. El porvenir deja de estar abierto a la transformación y se convierte anticipadamente en la continuidad homogénea de las desigualdades ya existentes. Esta perspectiva abarca tanto a los estados soberanos, obligados a planificar por décadas y ejecutar presupuestos acordes a las necesidades del mercado financiero, pero también al conjunto de la sociedad civil. Los ejemplos van desde los estudiantes universitarios que para poder financiar sus estudios contraen préstamos que les llevará décadas devolver, endeudándose desde antes de ingresar al propio mercado laboral (dos tercios de los estudiantes norteamericanos están en esta situación), hasta los inquilinos de clase media de nuestro país que para acceder a una vivienda propia deben tomar líneas de crédito que les llevará literalmente todo el resto de su vida poder pagar.
La pesada herencia: un cepo a la soberanía.
En nuestro país, el caso del macrismo ha ilustrado dramáticamente muchos de los mecanismos comentados previamente. Se trató de un proceso de mega endeudamiento masivo, organizado en absoluta complicidad entre el capital financiero y el poder político, cuyo resultado fue un verdadero saqueo al conjunto de la sociedad argentina. Según un informe de la CELAG, la deuda externa pasó en 4 años de representar el 51% a representar el 89% del PBI de nuestro país, el 60% de las divisas del periodo se utilizaron para financiar el pago de intereses a capitales “golondrina” y fuga de capitales, el 97% de los 44 mil millones de dólares prestados por el FMI se utilizaron para pagar deuda acumulada, y finalmente se dejó una deuda total a afrontar por la actual gestión de casi 130 mil millones de dólares (el equivalente a ¼ del PBI argentino a pagar en un plazo de 4 años). Más allá de la valiosa reducción de intereses que el Ministro Guzmán pueda llegar a obtener, la realidad es que el conjunto de la sociedad argentina deberá ahora rendir cuentas frente al mercado global y condicionar por décadas su futuro para devolver dólares que nunca vio.
Por si fuera poco, a este cuadro de situación se le ha sumado que inesperadamente estamos atravesamos atravesando una de las crisis globales más profundas de la historia moderna producto de la pandemia del Covid-19. La gestión de Alberto Fernández encara una negociación con un país devastado por cuatro años de macrismo y por las consecuencias de la pandemia, con múltiples indicadores que sugieren que saldremos de esta crisis con alrededor de la mitad del país en situación de pobreza.
Considerado todos estos elementos, ¿acaso la excepcionalidad de la pandemia no supone un momento propicio para que los gobiernos populares adquieran un mayor grado de confrontación con los acreedores externos? El FMI calcula que más de 40 países del mundo corren riesgo de caer en default y el Papa Francisco ha expresado reiteradamente que es el momento de considerar seriamente la necesidad de condonar deudas a los países periféricos. Desde una perspectiva emancipatoria, esto encaja sin duda en el marco de lo deseable y, de hecho, litros de tinta han corrido estos últimos tres meses sobre la necesidad de aprovechar la situación de excepcionalidad para correr los límites de lo posible.
Sin embargo, la realidad parece presentar una situación paradójica: la crisis, lejos de producir nuevas sensibilidades abiertas a la transformación social, parece haber profundizado las tendencias polarizantes precedentes. La (ultra)derecha y el fascismo social continúa vigoroso y movilizado a nivel global presentándose como el plan B del neoliberalismo cuando sus representantes liberales fracasan, mientras que el campo popular se ve obligado a respetar las medidas sanitarias y abandonar las calles.
Esta persistente relación de fuerzas ha obligado al gobierno argentino a mantenerse en los márgenes de lo posible. En el marco de la deuda, esto se ha expresado en la forma de una negociación moderada que ha evitado la confrontación directa y la hostilidad con los acreedores, pero con un ministro que ha permanecido firme en su intención de alcanzar un acuerdo que integre una reducción considerable de intereses y un periodo de gracia (que si bien casi se ha reducido al mínimo -12 meses- contempla todavía vencimientos sensiblemente bajos a partir de 2021 y para todo el periodo de gobierno). De alcanzarse un acuerdo, el mismo solo se podrá evaluar integralmente cuando se desarrolle la futura negociación con el FMI, principal acreedor del país, que cuenta con un caudal vencimientos- 40 mil millones- absolutamente impagables en los próximos años.
En definitiva, se trata entonces de una oferta lo suficientemente generosa como para lograr adhesión en los mercados, pero aun moderada en sus concesiones. Un posible acuerdo de esta índole es obviamente antagónico a cualquier tipo acuerdo al que hubiera llegado un gobierno de matriz neoliberal, pero debe decirse que también avanza a contramano respecto del agravamiento dramático de la situación social de nuestro país y del contexto global.
Recordemos que el inicio de las negociaciones fue casi simultaneo al inicio de la pandemia. En el tiempo transcurrido entre la primera y la última oferta argentina, el país concedió alrededor de 15mil millones de dólares a los acreedores, algo que puede considerarse habitual en el desarrollo normal de una negociación de esta índole. Sin embargo, en el mismo periodo, la pobreza aumento casi 7 puntos y la perspectiva de caída del PBI para el 2020 paso del 1,5% a casi el 10%. Las condiciones empeoraron sustancialmente y los recursos se volvieron mucho más escasos producto de la pandemia. En este marco, el gobierno argentino no supo, no quiso o no pudo redefinir su estrategia considerando las condiciones de excepcionalidad histórica que se presentaron, ni la multiplicación de las necesidades populares. Una vez que se había determinado la imposibilidad de asumir los costos políticos y económicos de un posible default -única amenaza real con la que el gobierno cuenta en una negociación totalmente asimétrica y extorsiva- pareciera que solo ha restado ceder hasta llegar a un acuerdo, aunque en el medio el mundo haya implosionado.
Por último, nos interesa destacar que el pivote ideológico de la propuesta argentina es mantenerse en el marco de la “sustentabilidad”. Se trata de un concepto que poco tiene de carácter técnico, sino que es integralmente político. En efecto, definir lo “sustentable” es determinar políticamente cuántos recursos públicos se considera que podrán ser utilizados para pagar la deuda sin asfixiar completamente las finanzas del estado- es decir, sin forzarlo a un ajuste permanente como exigen los acreedores-, manteniendo la posibilidad de contar con los recursos estatales suficientes para promover un desarrollo nacional relativamente equilibrado y distributivo.
Tal como publicó recientemente Alfredo Zaiat, este componente político de la “sustentabilidad” es una de las principales causas ideológicas del rechazo persistente de Blackrock, uno de los más grandes fondos de inversión del mundo y actor determinante en la negociación. En un contexto donde pueden precipitarse los defaults alrededor del mundo, el capital financiero pretende evitar un antecedente de estas características, es decir, una negociación exitosa dentro de la cual la “sustentabilidad” del estado sea un factor a considerar por los propios acreedores, cuyo único interés real es la extracción de valor del país en juego.
Márgenes cada vez más estrechos.
Por último, si lo deseable hubiera sido una confrontación frontal aprovechando las circunstancias de excepción, lo posible fue una propuesta moderada en el marco de una relación de fuerzas compleja, se impone entonces la pregunta sobre lo esperable. El futuro es incierto por definición, pero hay numerosos indicios sobre lo que se viene.
En principio, es notorio que la pandemia generó un enorme achicamiento del margen de acción para el oficialismo. La profundización de la crisis social y la radicalización de la derecha dejan cada vez menos margen a la “sintonía fina” que operaba como motor espiritual del gobierno: una distribución del ingreso con buenos modales que permitiera salir del pozo en el cual el macrismo dejó al país. Desde luego la realización de esta orientación no es imposible, pero ciertamente es cada vez más improbable. Las sucesivas concesiones en la negociación de la deuda, el repliegue inmediato en el caso Vicentin ante la “agrietización” social y la postergación del impuesto a las grandes fortunas explicitan la presencia de un límite muy rígido que dificulta avanzar “desde el consenso” cuando se pretenden trastocar intereses materiales concretos de los sectores dominantes.
Así planteado, el problema que parece enfrentar hoy Alberto Fernández es que la pandemia ha acelerado discusiones que el propio campo popular había decidido postergar -aquellas discusiones sobre cómo avanzar en transformaciones profundas de nuestro país- y las trajo ineludiblemente al presente, tensionando potencialmente a la coalición gobernante. Si los recursos son cada vez más escasos, entonces existe cada vez menos margen para una redistribución en la que nadie pierda nada ni ceda sus privilegios. Más temprano que tarde saldremos de la pandemia y este conflicto emergerá en toda su crudeza material: ¿a dónde se destinarán los recursos del estado? ¿De dónde saldrán los recursos para la integración urbana de los barrios populares y la ejecución de programas como el Plan San Martin?
La respuesta estará, como siempre, en la determinación política del ejecutivo nacional, pero también en la capacidad de movilización que el campo popular pueda ofrecer para correr los límites de lo posible en un escenario dominado por la urgencia. Como siempre, como alguna vez dijo Deleuze: no hay tiempo para el temor ni para la esperanza, sólo cabe crear nuevas armas.
Sociólogo en curso. Pero antes que nada: populista de biblioteca.