Las urnas volvieron a pedir "un país normal". ¿Un país normal es un país peronista? Hay un gesto defensivo que la historia argentina repite, cada vez que el pueblo se defiende de una agresión de las elites. No habremos tomado el cielo por asalto, pero sí que defendemos lo que supimos conseguir.
Pese a sus defectos y a su mala prensa, la democracia argentina expresa de forma elocuente opiniones mayoritarias en la sociedad a través del voto, marca rumbos y pone límites a sus gobernantes, castiga y premia de maneras tan inapelables como crueles. Lo hace más de lo que habitualmente estamos dispuestos a admitir, especialmente cuando perdemos y nos cuesta asumir el mensaje de la sociedad, pero también cuando ganamos y confundimos nuestras fantasías con la voluntad popular. Lo cual no es una invitación a resignarse a “lo que hay”, ni mucho menos a hacer política on demand, sino simplemente una precondición elemental para hacer política con eficacia: conocer la realidad, para transformarla.
Dicho esto, vale la pena la pregunta, ¿cuál es el mandato de las urnas del 11 de agosto?
El elemento más primario que salta a la vista es el instinto de defensa de la sociedad argentina, su músculo defensivo, siempre en ejercicio en una gimnasia que se confunde con la historia nacional misma. Una memoria ancestral nos hace activarnos contra el agresor. Si hace falta tiramos aceite hirviendo al invasor inglés desde los balcones coloniales, cruzamos nadando el Riachuelo para liberar a un coronel pro-obrero, nos unimos trabajadores y estudiantes para armar barricadas contra un ejército nacional utilizado como fuerza de ocupación, salimos a las calles y ponemos la sangre necesaria para que se vayan todos, o llenamos las plazas para que no haya ni una menos asesinada por la violencia patriarcal. Los ejemplos abundan. Es como si la defensa de derechos amenazados nos resultara más movilizadora que la conquista de nuevos derechos. A diferencia del proletario que imaginaba Marx, tenemos mucho más que perder que nuestras cadenas, y no estamos dispuestos a ceder fácilmente.
Cuando el macrismo dejó de ser un agresor solo para el kirchnerismo, y pasó a ser visualizado como un agresor para las grandes mayorías populares, en ese preciso momento, que alguno puede datar en el diciembre caliente de la reforma previsional y otro en la entrega del país al salvavidas de plomo del FMI, su suerte estuvo echada. Dejó de tratarse de una disputa pareja entre ese Iván Drago cambiemita al que no había con qué darle y un Rocky Balboa tan noble como artesanal, y subterráneamente se empezó a configurar el escenario del knock out que nadie supo prever.
Es curioso advertir que la mitología de la visión plebeya de la historia también descansa sobre el músculo defensivo. Las tres mayores rebeliones populares que se recuerde -el 17 de octubre de 1945, el 29 de mayo de 1969 y, un mundo después, ya en la etapa democrática, el 20 de diciembre de 2001-, presentes como símbolos en las banderas de las diversas fuerzas políticas del campo popular argentino, se explican antes que nada como tentativas para defenderse de una agresión de las elites, vivida como intolerable. Hasta ahora no habremos tomado el cielo por asalto, pero sí que defendimos lo que supimos conseguir.
Claro que no necesariamente se desprenden de esta lectura consecuencias políticas conservadoras. Al contrario, esas rebeliones populares abrieron tiempos de profundos cambios políticos, en la medida en que sus anhelos más profundos fueron interpretados, procesados y modulados por fuerzas políticas y dirigentes lúcidos y sensibles. Las realizaciones del primer peronismo, el ascenso social que derivó en el regreso de Perón a la Argentina, la recuperación y ampliación de derechos durante los gobiernos kirchneristas. No es casual el denominador común peronista, en un país donde las fuerzas liberales tienden a prometer seductoras imágenes de cambio, de fe en el futuro y modernización, pero terminan hundidas en la violencia y la frustración, mientras que el campo nacional y popular tiende a prometer el cuidado y la protección de la comunidad, y logra dejar como herencia años felices de conquista de derechos y un camino de desarrollo nacional.
¿Cuál será el papel de Alberto?
¿Cómo interpretará Alberto el mandato de las urnas? En gran medida las respuestas que encuentre la conducción del Frente de Todos serán las bases sobre las que edificará el gobierno que surja de las urnas en octubre. Indudablemente se imponen de forma inmediata medidas reparadoras, una tarea de cuidado imprescindible, pero ningún gobierno se agota en ellas.
A diferencia de 2003, cuando el porcentaje de votos con el que Néstor llegó al gobierno era muy minoritario, al día de hoy todo indica que Alberto probablemente llegará a la Casa Rosada sostenido por un porcentaje mayor. Pero al igual que en 2003, la legitimidad de su gobierno deberá construirla y revalidarla una vez llegado a la presidencia, así como también la fortaleza de una coalición cuya heterogeneidad es tan imprescindible como evidente.
Sobre la salud del Frente de Todos pesan dos amenazas, dos formas de desborde opuestas.
Por un lado, la fantasía liberal de que viene un nuevo “vamos por todo”, una lectura afiebrada de la voluntad popular, que en rigor no forma parte de las posibilidades reales. Hay en el conjunto del peronismo un recuerdo demasiado cercano de la experiencia de 2011 para caer en esa ilusión. Alberto Fernández representa, en ese sentido, la conciencia de la fragilidad de la etapa que se abre, la inexistencia de un cheque en blanco, el imperativo de la prudencia, la deuda del gobierno con la sociedad antes que la batalla cultural para transformarla.
Por otro lado, la variante opuesta, más peligrosa. Una lectura excesiva del mandato de las urnas por parte de sectores del poder real en clave antipopulista. Una operación para salvar la ropa y hacer de la necesidad virtud. Sostener los acuerdos necesarios para forjar la gobernabilidad de un futuro gobierno –que ya se adivinan en las conversaciones con Magnetto, con Galperín, con Mindlin- en la expectativa de una acumulación de fuerzas para eclipsar al kirchnerismo desde adentro. Trabajar para que el “albertismo” sea el fin del kirchnerismo por otros medios. Convertir a Alberto en el antikirchnerista menos pensado. Sembrar cizaña para forzar una ruptura con Cristina, una tentativa de cuya existencia da cuenta el propio candidato, al rechazarla explícita y sistemáticamente.
El Frente de Todos llegó hasta esta instancia detrás de la consigna de la hora: “sin Cristina no se puede, con Cristina no alcanza”. ¿Pero cuánto pesará cada parte a la hora de gobernar? ¿Cuál predominará: la que aportó la gran mayoría de los votos o la que permitió ampliar los límites y construir una nueva mayoría electoral? ¿Cómo se articula una coalición cuya representatividad social quedaría fatalmente tullida en ausencia de cualquiera de las dos partes? ¿Cómo se conjugarán los componentes de la coalición con las exigencias de la gobernabilidad en un panorama tan hostil? ¿Existirá una suerte de división geográfica del trabajo entre la Nación y la provincia de Buenos Aires?
En la alquimia dinámica que supone la conducción política del Frente de Todos se juega la fisonomía del futuro argentino. El destino de Alberto es cumplir el rol de integración que Cristina juzgó que no estaba en condiciones de llevar adelante en este momento. Pero el conjunto de fuerzas políticas y sociales que lo integran también tienen su cuota de responsabilidad a la hora de, al decir de Alejandro Grimson, sostener la heterogeneidad de esa construcción. Por un lado, defendiendo los intereses que cada una representa. Por otro lado, siendo capaces de trascender la particularidad y aportar a la causa común.
Por la positiva es clara la agenda con la que se acerca al gobierno el Frente de Todos, cuyos ejes centrales son el impulso a la producción, a la industria, al empleo y al salario, e incluso el propio Alberto dejó en claro que abordará la cuestión del derecho al aborto y un cambio en la política exterior. Pero no es posible definirse sin excluir, afirmar sin negar, construir una identidad sin establecer antagonismos. Por eso también es interesante preguntarse quién o quiénes serán los adversarios elegidos por un eventual gobierno del Frente de Todos.
En su momento Cristina hizo una incursión en este terreno espinoso, cuando dejó en claro que los dólares que harán falta los próximos años para pagar la deuda, “alguien los tendrá que poner” y que no se le podía pedir más a “los camioneros de Moyano o los cartoneros de Grabois”. ¿Pero quién los pondrá entonces? “Entre los bancos y los jubilados, yo elijo los jubilados”, repitió varias veces Alberto, dando alguna pista al respecto. “Voy a desdolarizar las tarifas”, también aseguró. Habrá que esperar. Mientras tanto, es sugestivo recordar a quiénes había elegido como adversarios el frente nacional que respaldaba al gobierno de Néstor Kirchner, muy similar al Frente de Todos: al capital financiero internacional, al FMI, a las empresas de servicios privatizadas, al desempleo, a la corrupción, a la impunidad de los genocidas. Pasaron 16 años, pero su recuerdo lo proyecta como el modelo más directo para pensar lo que se viene.
¿Qué es un país normal?
Recién conocido el resultado de las PASO, Ricardo Darín fue consultado sobre qué esperaba en este nuevo escenario que consideró “escandaloso” y declaró que “techo, educación, trabajo, salud pública”, y que “esas son las cosas todos estamos esperando que ocurran, porque este fue un país de excelencia en ese sentido”.
Techo, educación, trabajo, salud pública… ¿se puede decir que el imaginario más extendido de un país normal sigue siendo un país peronista? El centro político del país, el sentido común, el terreno de disputa determinante para construir una mayoría, hace muchos años se identifica con la idea de “un país normal”. Por eso Néstor podía ganar en nombre de un país normal en 2003 pero, con un proyecto político opuesto, Macri era capaz de hacer lo mismo en 2015. Y ahora Alberto puede arrebatarle el gobierno… también en nombre de recuperar un país normal. El carácter inconcluso y conflictivo de nuestra nacionalidad, el empate hegemónico histórico entre proyectos de país que no consiguen vencer pero sí se vetan mutuamente, en cierta forma convierte al “país normal” en un significante vacío.
Por eso la victoria del 11 de agosto echa nueva luz sobre el experimento macrista. Las urnas marcan el fracaso de los partisanos cambiemitas, batallones del mundo enviados para reformar la cultura de este obstinado país periférico. Macri ciao, ciao, ciao. En octubre de 2017, cuando el dream team macrista interpretó que las urnas habían ondeado la bandera verde para avanzar en el reformismo permanente, fue el momento de la desgracia política. Una mala lectura del mandato popular, cuando todavía el espejismo del capital financiero ocultaba el sustrato carcomido de un programa económico insustentable. De ahí en más fue una sucesión de reveses. En ese momento creyeron tener apoyo social para abandonar el gradualismo, al que imaginaban como un medio para avanzar en su verdadera tarea de demolición histórica. El 11 de agosto descubrieron, con horror, que el gradualismo era el máximo changüí que la mayoría de la sociedad les daba para permitirles gobernar.
Este fracaso reconforta. Nos permite reconciliarnos con la idea que después del desastre de los años 90, el sentido común neoliberal no es de mayorías en nuestro país. Que los doce años kirchneristas, más allá de los errores y limitaciones, no fueron en vano. Pero lejos de cualquier conformismo, también deja una lección dolorosa. La derecha liberal conserva una base social minoritaria pero significativa, que demostró estar en condiciones de convertirse en una mayoría a cambio de disimular sus características más excluyentes, y aprovechando las divisiones del campo nacional. La paradoja de Cambiemos pasa por que debió hacer populismo para ganar elecciones, como denuncian sus críticos dogmáticos por derecha, quienes a su manera tienen razón, pero no podrán nunca construir una mayoría. Son los troskos de ellos.
El histórico antagonismo argentino se expresó de manera nítida en las urnas y queda en evidencia en las tensiones que genera una transición entre gobiernos que no se reducen a una simple alternancia sino a un cambio de paradigmas. Por un lado, un modelo liberal, de seguidismo a las potencias occidentales, primarizado económicamente, desigual y excluyente socialmente, desequilibrado territorialmente, dependiente culturalmente. Por otro lado, un modelo de desarrollo federal, soberanía nacional e integración continental, industrialización económica, justicia e inclusión social. La virtud del Frente de Todos fue representar casi monopólicamente esa segunda propuesta y reducir a Juntos por el Cambio a la primera. Esa grieta sí se puede ver.
Nací un siglo tarde. Filósofo, historiador y docente. Comprometido con una Argentina Humana.