Inteligencia Artificial y trabajo

Nuevas fronteras de automatización

Por Juan Manuel Barreda Fafasuli
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¿Nos estamos volviendo redundantes? Quienes seguimos el desarrollo de la inteligencia artificial nos estamos acostumbrando a la sorpresa. En los últimos meses hemos visto surgir modelos capaces de realizar tareas que no esperábamos ver hasta dentro de varios años. En esta era de vertiginoso avance tecnológico, reaparece el fantasma de la automatización, volvemos a tener miedo de que muchas profesiones queden obsoletas y sus trabajadores sean desplazados. Lo llamativo es que la humanidad convive con la automatización desde hace siglos ¿Hay algo de racional en este miedo? ¿Qué tiene de particular la IA?

¿Humanos, para qué?

La automatización se remonta por lo menos a los albores de la primera revolución industrial. A finales del siglo XVIII los nuevos desarrollos tecnológicos encontraron en Europa las condiciones sociales propicias para volverse disruptivos. Se adoptó masivamente el uso de maquinaria capaz de realizar movimientos autónomos que no son comandados de manera directa y esto modificó el lugar de los humanos en la producción. Como señalaba Marx en el Capital, los trabajadores pasaron de manipular la materia directamente a ser una suerte de engranaje sometido a la danza no orquestada de la maquinaria.

Existió sin embargo un primer límite. Las máquinas de la época demostraron una aptitud sorprendente para manipular el mundo físico pero se toparon con un muro infranqueable cuando se trataba de tareas cognitivas. Imaginemos a un contador de aquellos tiempos: su trabajo no se reducía simplemente al acto mecánico de mover la lapicera sobre papel. Detrás de cada trazo, residía un proceso mental que involucraba cálculos, análisis y discernimiento. Esta dimensión de la labor humana, el manejo y manipulación de información, permaneció fuera del alcance de la maquinaria. Nuestra mente nos hacía imprescindibles. 

En los años 1930 esto comienza a cambiar. Mientras el mundo se sacudía entre guerras y revoluciones, Alan Turing presentó una idea audaz: la máquina universal. Según su creador, la máquina sería teóricamente capaz de ejecutar por sí misma cualquier algoritmo, entendiendo a éste como un número finito de operaciones que permiten transformar los datos de un problema (input) en una solución al mismo (output). Así Turing sentó las bases de la computación moderna y abrió la puerta a manipular ahora también la información de manera automática. Una vez más, la frontera empieza a correrse. La maquinaria ya no es solo capaz de afectar la materia, sino también la información.

Podríamos hacer una pregunta burda: ¿Por qué seguimos trabajando? Al fin y al cabo ambas dimensiones, la física y la mental, son susceptibles a la automatización. Una pregunta similar es la que se formuló el economista David Autor en un trabajo realizado para el NBER y para responder recurrió al pensamiento de un filósofo austríaco. 

Michael Polanyi planteaba que existe una dimensión tácita de nuestro conocimiento. Somos capaces de hacer cosas sin explicar cómo las hacemos. El caso típico es el reconocimiento de objetos. Hagamos un pequeño ejercicio y observemos la siguiente imagen:

Lo que vemos no es más que luz emitida por la pantalla y sin embargo sin ningún esfuerzo somos capaces de identificar a dos perros jugando con un palo en la playa. Podríamos pensar que existe en nuestra mente un algoritmo capaz transformar los datos disponibles (la luz) en el concepto que la imagen representa (los perros). Sin embargo, por más que lo intentemos, no seremos capaces de explicar este proceso. Estamos frente a un caso de conocimiento tácito. Polanyi lo resume en la frase “sabemos más de lo que podemos decir”. 

Los desarrolladores del software utilizado por las computadoras, se encargan de codificar la resolución de problemas en un lenguajes de programación, pero para poder hacerlo deben conocer esta solución a priori. Los conocimientos tácitos le ponen un límite a la automatización de tareas mentales. No podemos escribir el código que automatiza una tarea, si no podemos explicar su resolución, por más que logremos llevarla a cabo nosotros mismos. A esto es a lo que David Autor va a llamar la Paradoja de Polanyi.

Según diferentes estudios, desde mediados de los años noventa se observa una polarización de los mercados laborales en países desarrollados y subdesarrollados. Según Autor la paradoja nos sirve para explicar este fenómeno, ya que la automatización habilitada por las computadoras modernas habría llevado a la sustitución del trabajo humano principalmente en aquellas tareas que siguen una serie exhaustiva de reglas bien definidas y explicitadas, características de muchas ocupaciones de calificación media y salario medio. Pero en los extremos del mercado laboral sucede lo contrario: es donde más se ponen en juego las habilidades tácitas, por lo que tienden a demandar más trabajo. Una vez más, la automatización encuentra una frontera.

Saber y saber aprender

Lejos de ser un pánico irracional, el renovado miedo a volverse redundante se explica porque la frontera definida por los conocimientos tácitos se está corriendo a pasos agigantados, gracias al nuevo paradigma que nos propone el aprendizaje automático o machine learning.

En el desarrollo de modelos de machine learning se invierte la lógica. En la programación tradicional se escribe el algoritmo que transforma los datos de entrada en el resultado, mientras que en el aprendizaje automático la máquina analiza grandes conjuntos de datos para encontrar patrones que le permitan aproximar el algoritmo que los explica. El resultado de este proceso de “entrenamiento” es un modelo matemático con capacidades generales, es decir que puede aplicarse a casos que no estaban presentes en el dataset que se usó para desarrollarlo. 

La actual revolución de la IA está siendo impulsada por una rama del aprendizaje automático conocida como deep learning, la cual se centra en modelos llamados redes neuronales artificiales, compuestas por nodos interconectados y organizados en múltiples capas. Es el acelerado desarrollo de estas técnicas de aprendizaje profundo lo que nos está permitiendo replicar aquellas habilidades humanas que podemos realizar más no explicar. La siguiente imagen pertenece al modelo SAM desarrollado por Meta AI. Queda claro que ya no somos los únicos capaces de reconocer a dos perros corriendo en la playa.

La visión es solo una de tantas líneas de investigación. Las estrellas del momento son sin duda los grandes modelos de lenguaje, especialmente los GPT de OpenAI que han demostrado ser capaces de resolver un sinnúmero de tareas disímiles, desde problemas matemáticos a interpretar sentimientos en un texto. La IA sin embargo tiene aplicaciones en incontables campos. Desde la conducción autónoma de vehículos hasta la generación de música e imágenes, pasando por aplicaciones científicas en biotecnología (modelo AlphaFold) o los almacenes automáticos de Amazon. La lista continúa y está en constante expansión.

Algo tan humano como la interpretación de sentimientos, 
hoy puede ser realizado por un software

La hipótesis de la escala propone que a medida que el tamaño de los modelos aumenta en términos de parámetros, datos y poder de cómputo utilizado, también lo hace su calidad y la familia de modelos GPT evidencia esto. A su vez vemos surgir innovaciones complementarias fruto de la interacción de la IA con otras tecnologías. Además de los casos ya nombrados, un proyecto interesante es Inner Monologue de Google AI, el cual se encuentra desarrollando asistentes robóticos comandados por IA y que lejos de especializarse en una única tarea, son de propósito general. La Inteligencia Artificial coincide con la definición de tecnología de propósito general que proponen Bresnahan y Trajtenberg (1992).

La posibilidad del desempleo tecnológico

En un contexto de avance acelerado es fácil caer en la tentación de la futurología. Sin entrar en predicciones catastróficas –tristemente común en tiempos de pocas utopías– creemos que el desempleo tecnológico no es un futuro cierto pero sí una posibilidad que merece por lo menos ser tomada en serio, sobre todo dada la realidad laboral de la Argentina. Se suele hablar del desempleo como si fuera una amenaza del futuro. La realidad actual, sin embargo, nos demuestra que el pleno empleo con derechos ya es cosa del pasado y no hay garantías de que vaya a volver.

Desde hace décadas que la exclusión laboral es una realidad palpable en nuestro país. Aún durante los periodos de crecimiento sostenido, altos salarios y políticas de transferencias de ingresos, no se pudo conseguir que el conjunto de la masa trabajadora en Argentina fuera empleada en el sector privado o público, ni siquiera en condiciones de informalidad. Según informes publicados por el OCEPP, este universo de trabajadores sin patrón pasaron de representar el 17,5% de la PEA en el último trimestre del 2003 a el 15,3% en el 2011, apenas un 2,2% de diferencia. A su vez, en el último trimestre del 2022 este segmento estaba compuesto por 4 millones de personas. Las estadísticas nacionales, por su parte, encuentran grandes limitaciones a la hora de medir la precariedad y exclusión pero, podemos tomar como referencia el universo que percibió Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) durante la pandemia. Se trata de 8,9 millones de personas en edad laboral que no perciben ingresos registrados y no cuentan con patrimonios significativos ni con un conviviente que los tenga. Con un piso tan bajo, el fantasma del desempleo tecnológico amenaza con profundizar una situación de por sí precaria.

No nos equivocamos al afirmar que la tecnología destruye empleos, el reemplazo tecnológico es una realidad a todas luces. Basta con observar nuestra historia para notar que innumerables profesiones han sucumbido o visto reducida su importancia frente a los avances tecnológicos que permitieron las transformaciones de los procesos productivos. El tractor sustituyó al arado manual, la máquina hiladora a la hilandera artesanal, el cajero automático al cajero humano, el mail al cartero. Aún así el empleo no ha desaparecido: nuevos puestos laborales emergieron y lograron compensar, muchas veces con creces, las pérdidas que el reemplazo tecnológico había producido. Frente a la ansiedad por la automatización que nos produce la inteligencia artificial, una respuesta defensiva suele ser argumentar que los avances tecnológicos en el pasado no generaron desempleo estructural, sino que eventualmente los trabajadores desplazados y los que se incorporaban al mercado laboral encontraron otros empleos donde sí eran requeridos. El error está en pensar que se trata de un proceso cíclico.

Si observamos el pasado es cierto que en muchas economías los avances tecnológicos generaron una demanda de mano de obra en nuevas industrias que compensó con creces las pérdidas laborales que producía. Con la Revolución Industrial, si bien el proceso no fue inmediato, a la larga la pérdida de trabajo que se produjo en el campo (sector primario) fue compensada por una demanda muy superior en la industria manufacturera (sector secundario). Posteriormente, cuando los avances técnicos en las líneas de producción las hicieron menos intensivas en mano de obra, el aumento del ingreso disponible permitió el crecimiento de la industria de servicios, tanto en actividades rutinarias (sector terciario) como de alta calificación (sector cuaternario).  Este es el proceso que fue conceptualizado por los economistas Jean Fourastié, Allan Fisher y Colin Clark quienes conceptualizaron el modelo de los tres sectores al que posteriormente se propuso incorporar un cuarto sector para diferenciar los servicios por su nivel de calificación.

Efectivamente los avances tecnológicos produjeron tanto la desaparición de empleos como la creación de otros nuevos. Ahora bien, lo que nos permite entender el modelo de los tres sectores es que no se trata de un proceso cíclico, sino más bien evolutivo e histórico. La demanda de empleo no aumenta y disminuye por igual en toda la economía sino que las transformaciones en los procesos productivos de un sector reducen la demanda de un tipo de empleo mientras que los que se crean tienen características diferentes y posiblemente estén en otro sector.

Según el documento Gen-AI: Artificial Intelligence and the Future of Work, publicado recientemente por el FMI, alrededor del 40% de los empleos en las economías emergentes tienen un alto nivel de exposición a la IA, a la vez que su nivel de complementariedad es bajo en relación a las economías desarrolladas, por lo que son mucho más propensos a ser sustituidos completamente, si consideramos solo los campos de avance actuales que tiene esta tecnología. Sería interesante replicar un análisis similar para nuestro país, pero a grandes rasgos podemos decir que es en las actividades vinculadas a los servicios donde mayor impacto tendría la automatización basada en IA, dado que es en este sector donde más se ponen en juego las habilidades tácitas que esta tecnología se caracteriza por poder automatizar. Según un documento de trabajo publicado en el 2021 por el CEP XXI, la participación en el empleo de los servicios – actividades terciarias y cuaternarias – es del 72,8% dentro del cual el 25,5% corresponde a asalariados no registrados, por lo que hay motivos para empezar a tomar en serio este asunto. 

Si las redes neuronales continúan desarrollándose en la tendencia observada y se transforman en una tecnología de uso general que redefina procesos productivos para hacerlos menos intensivos en mano de obra ¿Cuál sería el nuevo sector donde la automatización no tenga incidencia? ¿Qué tipo de habilidades requeriría? No podemos afirmar que todas las tareas realizadas por seres humanos puedan ser automatizadas, pero la frontera parece correrse día a día. ¿Podrá este nuevo sector hipotético  generar el empleo suficiente para absorber a todos los trabajadores desplazados y a los que se incorporan al mercado laboral? No parece estar a la vista algo de estas características. Asumir que este nuevo tipo de actividad necesariamente surgirá sería creer en la magia del mercado.

En el pasado, en las economías desarrolladas la revolución técnica en las líneas de montaje permitió aumentar el ingreso disponible, parte del cual se volcaría al consumo privado, especialmente de servicios. De esta manera el aumento de la demanda generó una expansión de la oferta que trajo aparejado un mayor nivel de empleo, permitiendo que se compensaran incluso con creces los puestos de trabajo perdidos en el sector secundario. Esta vez, sin embargo, la historia podría ser otra. El rango de tareas potencialmente automatizables se amplía, poniendo en riesgo una gran cantidad de empleos. Los beneficiarios de la automatización podrían ser un grupo muy reducido compuesto por los sectores del capital y los pocos trabajadores remanentes. Las organizaciones de vanguardia en el desarrollo de IA, en su mayoría ligadas a las Big Tech estadounidenses, emplean a pocos cientos de personas mientras que los puestos afectados podrían contarse de a cientos de miles. Google DeepMind con sede en el Reino Unido tiene 2000 empleados. OpenAI con sede en Estados Unidos solo 770.

Ya en 2016 el Banco Mundial en su “Informe sobre el desarrollo mundial: Dividendos tecnológicos” advierte que los países subdesarrollados podrían ser los primeros en verse afectados por la automatización. A finales del siglo XX la industria manufacturera inicia su proceso de offshoring retirándose de los países desarrollados aprovechando los bajos salarios y menores derechos laborales de los países subdesarrollados. La automatización podría erosionar esta ventaja comparativa. Si se vuelve económicamente viable automatizar una parte sustancial de las tareas, se abriría la puerta a un proceso de reshoring –retorno a los países de las casas matrices– o nearshoring – relocalización cercana a los mercados de consumidores finales –. Aunque la cantidad de empleos que se generen sea igual a los automatizados, estos podrían crearse en otras latitudes. 
En definitiva, es un escenario posible que la automatización basada en IA genere una reducción significativa de la demanda de trabajo en muchas industrias que no pueda ser compensada por nuevos empleos en la provisión de bienes de capital –en este caso software– ni por un nuevo sector económico. A su vez podría habilitar una nueva reconfiguración de la división internacional del trabajo en la que los países desarrollados pierdan a la mano de obra barata como ventaja comparativa, produciendo que los pocos puestos de trabajo que se crean o mantienen se desplacen a otras latitudes.

Evaluar el impacto de la IA en el empleo – o en el trabajo como un todo – tiene sus complejidades. Su rápida evolución, la incertidumbre sobre sus límites y sus potencialidades, la velocidad de su adopción e incluso los rápidos cambios en las percepciones sociales hacen que sea difícil hacer un diagnóstico ex-post que permita responder de antemano todas las preguntas. Sin embargo, dado que el aporte intrínsecamente humano a los procesos productivos parece reducirse día a día, cosa que  es un objetivo explícito de los principales laboratorios de IA y tomando en cuenta la experiencia histórica, profundizar esta discusión contemplando la posibilidad del desempleo tecnológico se vuelve cada vez más urgente.

Fecha de publicación:
Juan Manuel Barreda Fafasuli

Nacido y criado en CABA. Militante de Patria Grande. Frente a una computadora desde que tiene memoria. Autodidacta que fue a la facu, estudió en la Universidad Tecnológica Nacional y hoy hace su paso por Económicas de la UBA.